“Yo soy la vid, vosotros los sarmientos; el que permanece en mí y yo en él, ese da fruto abundante; porque sin mí no podéis hacer nada”. Cristo es la vid. Es el tronco, la cepa que da la vida y la sabia que posibilita el fruto en cada uno de los sarmientos. Separados de este tronco no somos nadie.

Hoy venimos aquí para vivir un momento muy importante en la vida de nuestra Iglesia. Somos diversos sí, como los sarmientos. Pero todos participamos del mismo bautismo, regalado y fecundo, en medio de una ciudad que quizás ha olvidado su centro y que cada día está más llena de pozos contaminados, de periferias existenciales, de barreras y de ciudades dentro de la misma ciudad. Y venimos hoy también tocados por ese individualismo que se nos mete impúdicamente también en la vida de fe, y provoca tantas soledades, tantas comunidades cerradas en sí mismas, y nos hace perder la frescura que es lo más maravilloso.

Pero aquí estamos. Somos un puñado de creyentes llamados por el Señor. No somos mejores que nadie. Solo nos sentimos convocados a darnos cuenta de lo que en realidad somos. Por eso, y porque hemos caído en la cuenta de nuestra llamada, hoy nos reunimos con mucha alegría para pedir al Señor la consagración de estos hermanos nuestros que Él mismo ha elegido para el ministerio presbiteral. Él es la savia que nos da vida, el que nos regala las diversas vocaciones, el que asegura la vida de esta Iglesia toda ella ministerial. Una Iglesia en la que, como en la vid, compartimos todos, vida y misión. Y en la que solo caminando juntos, como pueblo, daremos fruto, el fruto que es del Señor y que no es para nosotros, sino para todos aquellos que necesiten el frescor del Evangelio y la vida en Cristo.

Cercanía es la manera para permanecer en la vid de Cristo que nos ha planteado el Evangelio. El Papa Francisco nos ha hablado muchas veces de esta cercanía, como cuando le vimos con el seminario de Madrid, de las cercanías en las que nos debemos enraizar. Son cuatro. La primera es la cercanía a Dios: en la oración, en los sacramentos y singularmente en la celebración de la Eucaristía.

La segunda es la cercanía al obispo. Se trata de estar afectiva y efectivamente cerca. Solo así tendréis unidad y podréis ofrecer unidad. Ayudadme a estar cerca de vosotros. Se trata de un movimiento que suscita comunión y que discurre en dos direcciones. Hoy quedáis constituidos en colaboradores del obispo. Ayudadme a estar cerca de vosotros y así de todo el pueblo de Dios.

La tercera es la cercanía entre el presbiterio diocesano. Quedáis vinculados a un colegio presbiteral. No sois sacerdotes solos. Nunca. Formáis parte de una comunidad presbiteral en continua interacción; dependiendo unos de otros, decidiendo juntos, corrigiéndoos juntos y remitiéndoos unos a los otros. Nadie es sacerdote por libre.

Y, por fin, la cercanía con el santo pueblo Dios. Ninguno de vosotros se ha hecho cura a sí mismo. Os habéis preparado y estudiado como debe ser. Pero vosotros habéis sido elegidos, señalados de entre el pueblo de Dios, de entre los sarmientos, no para constituir una elite especial sino seguir entregándole vuestra propia vida. No olvidéis nunca de dónde venís. Acordaos siempre de vuestra familia, de vuestras comunidades, de los lugares por donde habéis pasado, de la gente de todo tipo con la que habéis tratado. Sois sacerdotes para que Cristo siga ofreciéndose a su Pueblo santo y para ayudar que el Pueblo pueda ofrecer a Dios al mundo.

Por eso en este día hermoso de vuestra ordenación presbiteral, os pido tres cosas y os prometo una cuarta. Lo hago inspirado en la sencillez del Evangelio de hoy:

1 - Sed constructores de comunidades sinodales, vivas y significativas

Ahora el seminario ya se acaba y llega el momento de abrirse a la aventura del ministerio. Ahora Cristo, y lo notaréis enseguida, se queda con vosotros de forma nueva; lo iréis descubriendo. No lo hacéis solos. Debéis manteneros abiertos a vínculos nuevos, dando la bienvenida a gente nueva que llegará a vuestras vidas y que os va a enriquecer y a los que vais a enriquecer. Pero no dejéis de seguir creciendo en ser maestros de vida para mostrar a vuestros hermanos y hermanas la riqueza y el potencial de su sacerdocio bautismal.

Diremos hoy en la oración: «Jesucristo, el Señor, a quien el Padre ungió con la fuerza del Espíritu Santo, te auxilie para santificar al pueblo cristiano y para ofrecer a Dios el sacrificio». Y después, cuando os entregaremos los signos de la Eucaristía diremos: «Recibe la ofrenda del pueblo santo para presentarla a Dios en el sacrificio eucarístico. Considera lo que realizas e imita lo que conmemoras, y conforma tu vida con el misterio de la cruz del Señor».

Sí, hermanos, recibid la ofrenda para ayudar que este pueblo de Dios viva su condición sacerdotal. Sed siempre cauce que ayude a discernir comunitariamente, entre todos y en clave sinodal. Llevad a Dios las preocupaciones y las angustias de vuestras comunidades y de nuestra Iglesia. Las heridas de nuestra gente y las alegrías del pueblo de Dios. Y ofreced así la vida misma que se pone en vuestras manos para que Cristo la ofrezca al Padre.

En esta ofrenda de todos, construid comunidades cristianas vivas y abiertas, que, unidas a la vid única, fecunda y vigorosa, ofrezcan sus frutos: testimonios frescos de fraternidad en medio de un mundo dividido y polarizado.

2 - Ayudad a la comunidad a detectar el paso de Dios y discernir los diversos carismas y ministerios que suscita en su seno.

Con vuestras comunidades recibid el encargo de reconocer la presencia del Resucitado y hacerlo ver. Buscadlo asiduamente en la oración y enseñad a orad desde la Palabra de Dios. Para eso apoyaos en el don de la vida sacramental y dejaos enseñar por la sabiduría del pueblo de Dios para entender cada día que la existencia sacerdotal tiene “forma eucarística”. Y buscadlo en los más pobres. No os olvidéis nunca de la pobreza de Cristo. En la necesidad, en el desamparo, allí le encontraréis siempre porque allí está Él antes de que lleguemos nosotros. Sin los pobres no hay ministerio. El mundo os necesita como instrumento de misericordia y de caridad ante tanta necesidad y tanto sufrimiento.

Descubrid la presencia de Cristo y señalarla siempre: esa es vuestra tarea. Y nunca lo hagáis solos. Por eso no vayáis a la misión con vuestro propia plan personal de ruta. Dejaos interpelar por la realidad y por la vida de vuestras comunidades cristianas. Estad siempre dispuestos a aprender de este Pueblo. Siempre os ayudarán a ser mejores curas.

3 - Quedad siempre estrechamente vinculados a la Iglesia diocesana. Ayudadnos a seguir construyendo esta diócesis, donde Cristo es la piedra angular que nos regala hermanos diferentes con quienes vivir la fraternidad.  

Ayudadnos a caminar juntos y a discernir comunitariamente, sabiendo que cada parroquia, cada comunidad, cada sacerdote no es el último criterio de discernimiento. En nombre de Cristo impulsad el caminar juntos y haced descubrir a todos que la Iglesia no se agota en la realidad eclesial que cada uno vive por rica que fuere.

Queridos sacerdotes que hoy estáis aquí: acompañad al Pueblo de Dios y vivid vosotros mismos la riqueza esta Iglesia como vid. Queridos consagrados y consagradas, vivid con hondura vuestros carismas y todos vuestros compromisos. No dejéis de aportarlos para construir esta Iglesia que necesita caminar con vosotros.

Queridos laicos y laicas de las comunidades cristianas: Rezad, rezad por vuestros sacerdotes, no os canséis de ello y sostenedles. Y al mismo tiempo valorad y abrazad como bien sabéis el ministerio de estos hermanos. Dejadles espacio para que puedan encontrar su propio estilo y enseñadles lo que el Pueblo de Dios necesita; ayudadles a escuchar con vosotros lo que Dios pide en cada momento y en cada lugar. Nadie nace cura; el cura se hace con la Iglesia. Esto que hoy germina con fuerza, puede crecer mucho y dará fruto abundante siempre con vosotros.

Queridos todos: hoy es un buen momento para que, cada uno desde donde Dios le ha llamado, diga Sí. Cristo nos llama a cada uno por nuestro nombre. Hoy, cada uno, desde el más joven al más mayor, apoyándose en vosotros puede decir: Señor ¿qué pides de mí?

Queridos amigos: os he pedido tres cosas y prometido una cuarta. En realidad, la promesa no es mía. La promesa nos la da el Señor. Viene con la garantía del sello de su sangre y de su Resurrección: “Yo soy la vid […], sin mí no podéis hacer nada”.  No tengáis miedo. No tengáis miedo. El Señor esta con vosotros. Él os asegura su asistencia todos los días de vuestra vida hasta el fin de los tiempos. Esta tarde, la Iglesia que camina en Madrid os abraza, os reconoce como suyos y os consagra para siempre a Cristo, a la Iglesia, al servicio de los pobres y del Pueblo santo de Dios. Demos gracias a Dios. Crezcamos todos siendo dignos de tanto derroche de gracia y tanto derroche de amor que vamos a recibir.

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