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Viernes, 24 octubre 2025 09:36

Homilía del cardenal José Cobo en la Misa funeral por el eterno descanso de D. José Antonio Álvarez (23-10-2025)

Nos reunimos en esta hora de fe y silencio después de unos días de la muerte de José Antonio, cuando el corazón empieza, poco a poco, a serenarse. Venimos con el alma entrelazada entre la tristeza y la gratitud, sostenidos por aquella palabra que Pablo dirigió a Timoteo:

“Tú, hijo mío, fortalécete en la gracia de Cristo Jesús” (2 Tim 2,1)

Estas palabras hoy suenan con una fuerza especial. También nosotros necesitamos ser fortalecidos en la gracia. Para nuestra ayuda, la Palabra de Dios nos ha recordado hoy algo que consoló a las primeras comunidades cristianas y sigue siendo un punto de esperanza para nosotros:

“Si hemos muerto con Cristo, también viviremos con Él” (2 Tim 2,11)

Esta frase, que encierra el corazón de nuestra fe —el misterio pascual—, hoy resuena de modo nuevo. Al tener tan cerca la vida y la muerte, al verlas reflejadas en un hermano nuestro, experimentamos ahora que nuestra vida, unida a la de Cristo, alcanza su plenitud en Él.

Es cierto: la muerte siempre sorprende, y más cuando se trata de alguien como José Antonio. Su partida repentina nos deja frágiles, vulnerables, en un mundo que, a menudo, intenta ocultar o disimular la fragilidad que llevamos dentro. La muerte, así, nos deja frágiles como personas, frágiles como Iglesia.

Es cierto que esto lo intentamos enmascarar y hasta olvidar; pero el pesimismo, la muerte, la falta de frutos en lo que hacemos, el cansancio… están siempre ahí, debilitan nuestra alegría y hasta nuestra confianza en Dios.

Tenemos grandes templos, pero necesitamos corazones grandes que nos abran a la esperanza y a la confianza en medio de la realidad de la vida, sin maquillajes que nos hacen olvidar el sentido profundo y la verdad.

Tenemos recursos, pero a veces en la Iglesia nos sentimos como los apóstoles, que echaban las redes y no pescaban nada. Y, entonces, crece la tentación de buscar nuestro acomodo, nuestra seguridad, nuestro bienestar, como refugios momentáneos.

Sí, también en la comunidad cristiana se cuela la desesperanza: vivimos tiempos de poca confianza en la fuerza del Evangelio, de fe cansada, de esperanza que necesita ser fortalecida.

En este contexto despedimos a alguien que vivió el servicio a la Iglesia con sencillez y con entusiasmo. José Antonio tenía lo que a veces nos falta: un corazón evangelizador, una confianza firme en Jesús en medio de las noches, y un tesón sereno y constante en la tarea.

Porque vivió día a día la cotidianeidad de la fe. Porque con su vida —y también con su muerte— nos recordó que “el tesoro lo llevamos en vasijas de barro” (2 Cor 4,7). Porque supo ser discípulo y servidor, en fidelidad sencilla y alegre. Hoy, en esta celebración, nos abre la posibilidad de abrirnos a la Esperanza no desde lo que muchos nos hacen ver, sino desde la muerte y la fragilidad.

Después de estos días de silencio y de ausencia, necesitamos hacer una lectura de fe de lo que hemos vivido desde aquella madrugada en la que José Antonio, sin aviso, partió hacia el Padre.

Esta noche, después de estos días, quisiera compartir con vosotros tres aprendizajes, tres luces, al filo de lo que vivimos. Luces que ponemos ante el Señor para que la fe, la esperanza y la caridad sigan creciendo en nuestros corazones y en la vida de nuestra Iglesia diocesana.

1 - “Si hemos muerto con Cristo, también viviremos con Él” (2 Tim 2,11). Luego lo dijo Pablo así a los Corintios: “Llevamos en nuestros cuerpos el morir de Jesús”. (2 Cor 4,10).

Esta frase, tan poética como verdadera, hoy se vuelve una espada que nos atraviesa. Cuando la muerte nos sorprende de cerca, comprendemos que somos frágiles, que somos barro.

Somos frágiles cada uno y cada una en nuestro cuerpo, en nuestra salud, en nuestra humanidad. Pero, al ser bautizados en la muerte de Cristo, aprendemos que la fragilidad puede convertirse en siembra de vida. La fragilidad es un sagrario donde se esconde la presencia del Resucitado.

Y esta palabra también la escuchamos hoy como Iglesia. Porque hay una fragilidad comunitaria: cuando pasamos noches oscuras, cuando nuestras instituciones ya no son lo que fueron, cuando nos descubrimos pequeños y vulnerables ante un mundo convulso. Pero si en esa debilidad llevamos el morir de Jesús, si ponemos a Cristo en el centro de todo, entonces esa pobreza y esa pequeñez se transforman en lugar donde la vida de Jesús se manifiesta: Morir para vivir con Él.

La debilidad y la muerte pueden ser maldición y desesperanza, o pueden ser lugar de gracia, si dejamos que en ellas Cristo viva y actúe. Este es el milagro: que la vida de Jesús surge también desde el morir, desde la fragilidad ofrecida e iluminada por la fe.

José Antonio hoy nos recuerda que podemos negar la debilidad y la vida rota de repente, o dejar que Cristo la atraviese. Podemos ver la muerte y la fragilidad como fracaso, o como semilla escondida de resurrección. De nosotros depende: si la cruz se vive con amor, se vuelve vida; si la cruz se vive sin amor, se vuelve maldición; si se abraza con fe, se convierte en semilla fecunda. Todo dependerá de la verdad de nuestra unión con Cristo, del amor del corazón, de la espiritualidad que sostenga nuestro compromiso y de la intensidad de nuestra oración.

Por eso, damos gracias a Dios por esas personas buenas que alientan, desde la fragilidad de su vida, nuestra esperanza, que animan desde la muerte nuestra Iglesia y que nos recuerdan que, desde el barro compartido, Cristo sigue sembrándose en la Iglesia y en cada vida. Así Cristo sigue presente en medio nuestro —en la vida, en la muerte, en la pobreza y en el tesón de sus discípulos—. Permitidme dos notas o breves aprendizajes más

2.- Para aprender a vivir y morir con Cristo necesitamos tiempo de madurez y de silencio, pues la vida y la muerte no pueden suceder sin cambiar nada.

Aprender a vivir y a morir con Cristo necesita tiempo. Tiempo para madurar. Tiempo para hacer silencio. Porque la vida y la muerte nunca pasan sin dejarnos huella.

A veces la muerte llega de repente, y nos quedamos en silencio y sin entender. Tenemos la tentación de seguir adelante como si nada hubiera pasado. Pero no todo puede seguir igual.

La partida de José Antonio no puede dejarnos indiferentes, como la de cualquier hermano nuestro. Necesitamos tiempo para que su muerte y su vida resuene en nosotros, para que nos ayude a buscar lo verdaderamente importante, a revisar nuestras prioridades, nuestra manera de vivir, nuestra manera de creer y de afrontar nuestra propia vida y nuestra propia muerte.

También necesitamos tiempo para continuar la corriente en la que él se ha implicado y continuar lo que él impulsó.  Porque la misión de la Iglesia no se detiene, se renueva en cada uno de nosotros.

3.- Y, para terminar, como tercer aprendizaje quisiera dar gracias por estos días.   Entre la perplejidad y el sobrecogimiento hemos vivido una gracia de comunión en nuestra diócesis. La partida de nuestro hermano ha despertado en nosotros la conciencia a veces dormida de ser una familia diocesana. Nos hemos reunido en torno a Cristo convocados por su memoria, hemos rezado juntos, nos hemos consolado mutuamente, laicos, sacerdotes, seminaristas, consagrados y consagradas, con su propia familia.

En este dolor compartido hemos reconocido algo que a veces olvidamos: nos necesitamos unos a otros. Somos cuerpo, somos comunidad, juntos somos Iglesia.

Eso hemos vivido estos días. Su muerte nos ha recordado que el camino del Evangelio se recorre siempre con otros: con los hermanos, con el pueblo de Dios, con quienes el Señor nos confía. Y esta comunión no termina aquí. Ella es la herencia más hermosa que un pastor puede dejar: una comunidad unida, orante y esperanzada.

Hoy damos gracias a Dios por la vida de este hermano nuestro. Gracias por su fe, por su servicio, por su entrega episcopal. Gracias por las veces que nos habló de Cristo, por las veces que nos mostró el rostro de la misericordia de Dios.

Pedimos juntos, desde nuestras fragilidades, que el Señor lo reciba en su Reino. Y que a nosotros nos conceda perseverar juntos en la fe, dejando que, en nuestras muertes, siga viva la presencia del Resucitado que nos llama a seguirle. 

Y que podamos decir, con la misma certeza que Pablo: “Sabemos en quién hemos puesto nuestra confianza” (2 Tim 1,12).