Como ocurría también en el Antiguo Testamento y en las primeras comunidades cristianas, una de las inquietudes constantes en la historia de la Iglesia ha sido el intento por tratar de mostrar a los hombres que Dios es cercano a nosotros. La fiesta del Corpus Christi nació y continúa como una respuesta a esa necesidad, mostrarnos que Dios está cerca de nosotros a través de su entrega. No se puede mirar el sacramento de la Eucaristía sin descubrir a Jesús. Jesús que ha dado su vida por nosotros por amor.
Por eso, cuando acudimos a adorar al Señor en la Iglesia o en la procesión, tenemos que darnos cuenta de que esa presencia real del Señor entre nosotros tiene un efecto en nuestra propia vida, sobre todo transmitir a los demás ese amor tan grande que hemos recibido. No participamos en esa procesión como el que contempla la belleza de la imagen o venera un santo.

La admiración que nos provoca el sacramento del cuerpo del Señor nace de ser conscientes del amor tan grande que Dios ha tenido con nosotros y de que nos está acompañando cada día, especialmente cuando estamos sufriendo o nos sentimos sin esperanza. Esta cercanía de Dios con nosotros, además se nos manifiesta en la vida de la Iglesia.
Nuestra relación con Cristo Eucaristía pasa siempre con nuestra unión con la Iglesia a la que también llamamos cuerpo de Cristo. Del mismo modo que nuestra comunión sacramental nunca se puede separar con la comunión que vivimos entre los cristianos en la Iglesia.