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Viernes, 24 octubre 2014 06:45

Nace el primer niño tras un trasplante de útero

Un hijo siempre es un don, no un derecho de la mujer que lo desea, lo que indudablemente habrá que tener en consideración al valorar éticamente los riesgos-beneficios de este tipo de intervenciones.

El pasado 5 de octubre se publicó en la revista The Lancet (doi:10.1016/S0140-6736(14)61728-1) el nacimiento del primer niño de una mujer que había recibido un trasplante de útero.

El nacimiento se produjo el 4 de septiembre. Sin duda, desde un punto de vista médico es un hecho importante, pues se ha posibilitado a una mujer que no tenía útero, por padecer un síndrome de Rokitansky (las mujeres que lo padecen nacen sin aparato genital, lo que incluye el útero), poder tener un hijo, cosa que naturalmente nunca hubiera logrado.

Ya se comentó con anterioridad en Provida Press (Nº 434, 439, 440) la noticia del trasplante de útero, pero sin saber aún si las mujeres trasplantadas podrían quedarse embarazadas, y sobre todo dar a luz a un hijo, cosa que ahora se ha conseguido.

En los artículos de Provida Press anteriormente referidos se comentaba que el primer trasplante de útero se realizó en Arabia Saudí, en el año 2000, y el segundo en Turquía, en 2011, sin que en ninguno de ellos se consiguiera un fin exitoso.

Tras estos dos primeros trasplantes, Matts Brännström y su equipo, del Departamento de Obstetricia y Ginecología de la Universidad de Goteburgo y diversos colegas de otras universidades, obtuvieron el requerido permiso para realizar este tipo de trasplantes en Suecia. Se les autorizó llevar a cabo 9 trasplantes. En la primavera de 2013 se completó el último de ellos. En cinco casos, las donantes eran madres de las receptoras y en el resto parientes o amigas. De los 9 trasplantes realizados dos fracasaron por problemas de trombosis o infección en la mujer trasplantada. La segunda fase del proyecto preveía la implantación de embriones producidos por fecundación in vitro en las 7 restantes mujeres. Ahora se ha conseguido el nacimiento del primer niño de uno de esos embarazos.

Se trata de una mujer de 35 años, que sufría el síndrome de Rokitansky. El útero fue donado por una mujer de 65 años que había tenido dos embarazos previos. Un año después del  trasplante, por fecundación in vitro, y utilizando ovocitos de la propia paciente y esperma de su pareja, se produjeron 11 embriones, de los cuales 1 fue trasplantado.  Como en todo caso de trasplante la mujer tuvo que ser sometida a tratamiento inmunosupresor, que se siguió durante todo el embarazo. Es importante resaltar que durante el mismo sufrió tres episodios de rechazo, que fueron solventados utilizando un tratamiento con corticoesteroides. También sufrió una preeclampsia a las 31 semanas y 5 días de embarazo, por lo que se le practicó  una cesárea, que se llevó a cabo de inmediato. Nació un niño varón, prematuro, con un peso de 1775 gramos. Hasta aquí la descripción del caso.

En una evaluación inicial del mismo, desde un punto de vista médico y social, creo que solamente merece un juicio positivo. Que una mujer que no tiene útero pueda llegar a tener un hijo no se puede ver más que de esta forma. Sin embargo, nos parece que también requiere este caso una reflexión ética adicional.

Este mismo año, Farrell y Falcohe, de la Cleveland Clinic, han publicado un artículo en Fertility and Sterility (2014; 101: 1244-1245) en el que valoran la eticidad del trasplante de útero, fundamentalmente desde un punto de vista médico, esencialmente refiriéndose a riesgos-beneficios, tanto para la donante, como para la receptora y el niño nacido.

En relación con la donante, comentan los autores, que al margen de la dificultad quirúrgica de la extracción del útero, intervención puede durar entre 10 y 13 horas, con los riesgos que ello implica, especialmente en lo que hace referencia a la disección  de las venas pélvicas, lo que es técnicamente dificultoso y también a la posibilidad de dañar sus uréteres, también pueden existir complicaciones derivadas de infecciones o hemorragias, que en algún caso han requerido una intervención quirúrgica reparadora.

Normalmente todas las donantes son menopáusicas, pero si alguna de ellas no lo fuera, habría también que considerar que pierde la posibilidad de nuevos embarazos.

En cuanto a la receptora del útero, en primer lugar hay que informarla de los riesgos de la propia intervención, y sobre todo de que tras el trasplante tendrá que someterse a terapia inmunosupresora, tanto durante el embarazo, como después de él, pues si así no se hiciera podría facilitarse el rechazo del órgano trasplantado.

También habrá que tener en consideración los posibles daños que pudiera sufrir como consecuencia del embarazo. En este sentido, ahora se conoce que la mujer en cuestión ha sufrido tres episodios de rechazo y una preeclampsia, como ya se ha comentado al describir el caso clínico.

Otro problema médico, también insoslayable, es que el útero trasplantado debe ser extraído tras el nacimiento del niño, para evitar la necesidad de que la mujer trasplantada sea sometida a la ya comentada terapia inmunosupresora, lo que sin duda es un problema adicional para ella.

En relación con el niño, solamente es destacable que nació prematuramente. Sin embargo, nos parece difícil emitir un juicio ético sobre el bien del niño nacido, sin evaluar su evolución médica a más largo plazo.

Pero de todas formas, creemos que se puede afirmar que cuando únicamente se conocen los resultados de uno de los 9 trasplantes que se han practicado, es muy prematuro formar un juicio fundado de la eticidad de esta práctica médico quirúrgica.

Al margen de los riesgos-beneficios que esta intervención puede tener para la donante, la mujer receptora y el niño, también habrá que considerar el elevado coste de este tipo de intervenciones, además de lo que puede suponer económicamente todo el trabajo previo que ha habido que realizar para abordar con la mayor seguridad posible la intervención quirúrgica que el trasplante supone.

Igualmente es un aspecto ético a considerar el que este tipo de intervenciones quirúrgicas se encuentran en fase muy experimental, por lo que podrían ser incluidas dentro de la denominada “terapia compasiva”, práctica que, como se sabe, se puede aplicar sin los requeridos estudios previos sobre seguridad y posibles efectos negativos.

Finalmente, algo que no se puede obviar es que para conseguir el deseado hijo hay que utilizar la fecundación in vitro, con las dificultades morales que esta práctica tiene, de la cual no es la menor el gran número de embriones que se pierden (Medicina e Morale 4; 613-616, 2012).

Al margen de estas consideraciones, es indudable que en la balanza de lo positivo del trasplante de útero hay que incluir el deseo satisfecho de la mujer que lo recibe de conseguir un hijo. Sin embargo, un hijo siempre es un don, no un derecho de la mujer que lo desea, lo que indudablemente habrá que tener en consideración al valorar éticamente los riesgos-beneficios de este tipo de intervenciones.

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