La posada de Javier - Alfa y Omega

La posada de Javier

El encuentro con Dios lo llevó a hacer una opción por los «hermanos desechados», a los que recupera a través de la gratuidad

Fran Otero
Javier, Julia y sus hijas, en el centro, posan con Rafael y María, dos de las personas que permanecen en la casa
Javier, Julia y sus hijas, en el centro, posan con Rafael y María, dos de las personas que permanecen en la casa. Foto cedida por Javier García Valcárcel

El día que el hotel que dirigía —uno de los más lujosos de Sevilla— consiguió una estrella Michelín, Javier García Valcárcel estaba recogiendo de la calle a José, hijo de una prostituta al que todos llamaban don Simón. Mientras su teléfono no paraba de recibir llamadas y mensajes de felicitación, él lo subía a su coche, lo cargaba desde el garaje hasta su casa y lo lavaba en su baño. Cuando Javier echa la mirada atrás —han pasado diez años— sigue viendo la mano de Dios en todo aquello, que le indicó por «dónde estaba su Reino». La de José es una de tantas historias que ha vivido Javier —laico de la archidiócesis de Sevilla y padre de familia—, de tantos Cristos que ha tocado en la última década, después de un encuentro «muy fuerte» con Dios en el Camino de Santiago. De esa experiencia surgió una llamada a servir a las personas de la calle, a convertirse en un buen samaritano de hoy, como propone el Papa en la Fratelli tutti.

Primero fueron los nigerianos que reparten pañuelos en los semáforos de Sevilla, a los que estuvo llevando el desayuno todas las mañanas durante un período de desempleo. Se bautizaron ocho. Más tarde —cuando ya dirigía el hotel— comenzó a recoger a personas de la calle y a llevarlas a su propia casa, personas que parecían «despojos», «hermanos desechados», con los que ha tenido, reconoce, «encuentros muy íntimos con Jesucristo».

Desde entonces, lo único que no ha cambiado en su vida es la cercanía a los que sufren. Cambió de trabajo, tras ser despedido del hotel, y se puso detrás de la barra de un bar —se lo ofrecieron sus exjefes a través del que empleaba a los nigerianos y conseguía su regularización—. Cambió de vivienda, pues se fue a vivir a una casa de espiritualidad de un movimiento eclesial, cuya gestión le confiaron tras haber realizado un plan de viabilidad. Aumentó la familia, con el nacimiento de Julia Benedicta y Sofía María, con síndrome de Down, fruto de su matrimonio con Julia.

En todo este tiempo, por su piso y por la casa de espiritualidad han pasado más de 30 personas. Como Álex, hijo de un norteamericano y una española, un joven que escuchó el grito de su madre cuando esta se arrojaba al vacío desde una torre en Estados Unidos y que acabó en las fauces de la droga: «Hoy se ha sacado un grado superior de FP, está estudiando oposiciones y se ha reconciliado con su abuela». O Paolo, un italiano que llevaba más de diez años desaparecido, con esquizofrenia paranoide, que llegó «sucio y oliendo mal» y que ahora es otra persona. O María, con problemas de alcoholismo, que ha tenido una gran evolución gracias a las niñas y no consume desde hace siete meses. También Rafael, Ana, Stefan…

Las personas que acoge suelen tener la voluntad anulada, heridas profundas por cuestiones como el abandono familiar y, en su gran mayoría, adicciones. Vidas que no encuentran lugares donde sanarse porque son incapaces de cumplir las exigencias. «Hay corazones que no pueden soportar que los rechacen cuando fallan. Debe haber un lugar donde se permitan las caídas y trabajar con ellas. Y se ilumine el entendimiento con la Palabra del Señor», explica Javier.

Su acogida se basa en la gratuidad y en el nivel de exigencia bajo. Todo ello iluminado por la oración. En su opinión, estos hombres y mujeres «necesitan una espalda a la que golpear para salvarse». Y añade: «La única forma de decir que Dios es amor es poniendo la espalda para que vean cómo se puede perdonar tanto. Hay vidas que necesitan gratuidad hasta el aburrimiento».

De siete a 17

Toda esta experiencia se ha intensificado en los últimos meses, con el coronavirus. Antes de que se decretase el confinamiento, Javier y su familia tenían acogidas a siete personas. Luego llegarían más a través de Cáritas, un sacerdote o los propios «hermanos acogidos». Así hasta 17. Con el bar cerrado para siempre por la pandemia, principal fuente de ingresos, lo único que entraba en la casa era lo que Javier y Julia recibían en concepto de ayuda del autónomo. Recibieron «guiños del Señor» y experimentaron su providencia. Llegaron ayudas económicas del movimiento Emaús, que lo había llamado en alguna ocasión para charlas, de sacerdotes, de los padres de los chicos…

Para ellos, el confinamiento «un regalo de Dios; un momento duro, pero bonito». Cada día, Javier convocaba a todos, creyentes o no, a que se pusiesen delante de Dios a las 23:00 horas para dar gracias: «Ha habido muchos llantos y desconsuelos y han escrito oraciones preciosas para no tener contacto con la fe. No hemos visto frutos de conversión, pero sí semillas», añade.

En estos momentos, el futuro «está en manos de Dios». La propiedad y el propio Javier entendieron que la casa estaba pensada para retiros espirituales y no para la acogida y, por ello, han reubicado a todos los acogidos excepto a cuatro, que siguen viviendo allí. «Estamos esperando a ver lo que quiere el Señor. Puede ser ir a otra casa. De hecho, nos van a enseñar una hacienda. Estamos expectantes y esperanzados», concluye.