Jueves con pájaro (cuento de Navidad) - Alfa y Omega

Jueves con pájaro (cuento de Navidad)

Jesús Montiel

Quiero hablarle a uno de tus días. A este jueves frío en el que voy a visitarte, el día de Nochebuena. La Nochebuena más difícil de tu vida. Sé que estás llorando en tu cama: acabas de abrir los ojos y has mirado tu realidad. La más difícil no por motivo de la pandemia. Habrá cena y también habrá seres queridos, pero será distinta. Quiero hablarle a tu infierno, esta nueva vida que acabas de estrenar. Decirle que no todo está perdido: tú, esta mujer a la que hablo, a la que voy a visitar en unas cuantas horas, abre los ojos cada mañana.

Te gusta el humo del café. Es algo tonto, pero mirar su lentitud te relaja. Una persona rota se agarra a lo que sea, es un instinto parecido al del náufrago: al humo del café, a la televisión, a la voz de tu hija. Una persona rota sobrevive, no vive. Pero está más cerca del nacimiento.

Enciendes la luz del cuarto aunque sigues a oscuras. Has vuelto para coger el móvil. Llamas y te llaman, esa es tu vida. Tu vida son llamadas de teléfono en las que siempre estás hablando de lo mismo y en las que todo el mundo te pregunta cómo estás y tú respondes que mal. Cómo vas a estar después de lo que te ha pasado. Y tras colgar te esperan tus recuerdos: cada lugar que ves ahora, cada calle y cada tienda y cada bulevar convertido en un museo de aquel nosotros que ya no existe. La casa en la que vives tiene muchas fotografías y una habitación en la que no entra nadie, parecida a esa donde la rosa de la Bestia se deshoja mientras se agota el tiempo del hechizo. Dentro de esa habitación en la que no entra nadie hay muchas plantas. Están todas muertas porque las has asesinado. Confiésalo: sentiste placer sabiendo que agonizaban por no darles agua. Él sí las regaba, acariciaba sus hojas, dejaba encendido el flexo para que no pasaran frío. No te juzgo: hay personas que cuidan de sus plantas mientras se marchitan las personas con las que conviven. También hay cantidad de libros, digo. Hay personas que lo han leído todo acerca del amor, que examinan la teoría del amor mientras viven de espaldas al amor. Como quien lee la descripción de la hierba sin salir nunca de su oficina.

Te peinas en el baño con una cara tan blanca como un puñado de nieve. Se te ha caído el pelo, por el estrés. En el espejo ves todo lo que tú no eres: un cuerpo sin deterioros, la frescura de una carne tersa, debajo de la que fluye el río de la vida. O mejor: ves lo que es ella. Todo lo miras con los ojos del ausente, y en sus ojos ya no estás tú. Vuelves al salón, coges el bolso y metes la llave en la cerradura nueva. Una cerradura nueva para abrir una nueva vida. Para que la vida antigua no consiga entrar. La de estos últimos meses, a su lado. Luces, adornos, abetos de plástico. En el supermercado es Navidad. Y una mujer más joven que tú, parecida a la que te espera en el espejo del baño, te trasporta a tu pasado. Es una máquina del tiempo porque enseguida ves a otra mujer con su familia cantando villancicos en la misma casa en la que ahora sobrevives. En ese tiempo te gusta recorrer el centro de Granada. Ver las calles adornadas, que tus hijos miren belenes y tiemblen de miedo pensando en la noche de los regalos. Hay cosas que celebrar y un hombre con quien celebrarlas. Al que le gusta salir poco, que se queja en cada una de las salidas, pero que está. En una de esas Navidades pretéritas, la Nochebuena en la que tu hijo más tímido escribe su primer poema mientras está nevando, le llevas un poco de comida al hombre encargado de vigilar las obras que hay al lado de tu edificio. Un hombre que pernocta en una caseta con una pequeña familia formada por una estufa, un perro y una radio. Te conmueve y bajas a la calle y le ofreces lo que has cocinado y él se sonroja dándote las gracias.

Ahora intentas comprender cómo esa mujer de las otras Navidades ha terminado siendo tú. Qué ha sucedido desde ella hasta esta otra mujer que ha llorado esta mañana nada más abrir los ojos. Nadie sabe lo que puede hacer con nosotros un solo pensamiento. Un solo pensamiento, si se alimenta, puede fecundar el infierno. No me quieren: este debió de ser el suyo. La culpa no es mía, o no solo mía, debió de pensar también, atrincherado en una habitación con montones de libros que hablan del amor.

Rey de las personas rotas, te dices en el estante de los lácteos. En este supermercado es Navidad, vale. Y fuera de mi casa, en el mundo. El mundo que sigue aconteciendo ajeno a mi abatimiento y parecido a esas personas que ríen en un corrillo durante el entierro. Pero ¿podrá ser Navidad dentro de mí?

Ahora, en el momento en que te haces esta pregunta, yo entro en una iglesia. Una vela resplandece al pie del altar, en la penumbra. Esa vela es todo lo que quiero decirte con esta carta. La única que está encendida, tan parecida a ti, que te aferras a lo que sea, como el náufrago: la televisión, la voz de tu hija. A cualquier persona que espera y que no se ha rendido, que vive expectante, como los árboles debajo de la nieve, con la vida dentro de su madera, esperando su turno igual que los muertos dentro de las tumbas esperan el día en que el amor las romperá. El amor será una madre despertándonos del sueño.

Conduzco, me dirijo a tu casa con esa llama dentro de mí. Protegiendo su amarillo de la radio, custodiándola para que el diablo no la apague ni atenúe su fluorescencia. Hago lo mismo que tú, hago lo mismo que hacemos todos desde que nos levantamos. Todo el mundo intenta a su manera que no se apague la luz. Mantener viva una hoguera en el vórtice de un huracán. Con esta hoguera me refiero a la esperanza. Una esperanza adulta, capaz de mirar al sufrimiento y responderle que no todo está perdido. El optimismo de los libros de autoayuda no, rotundamente. Quiero decir una esperanza que no vomita la oscuridad. Que nace donde no hay solución. Mientras conduzco, por ejemplo, todo lo que veo a uno y otro lado de esta carretera es una respuesta a mi oscuridad. Todos los días tengo que callarme y responderle al infierno lo que viene a mi encuentro, que es lo que escribo. Estos campos de cultivo que brillan tras la lluvia, gritando gloria. Tanta belleza preparándose desde hace siglos, milenios, para el regreso del amor. El mundo es una novia que espera mordiéndose las uñas la hora de una cita, ¿no te das cuenta? Un nido gigantesco. Estos árboles de tu calle, por ejemplo. Son un nacimiento continuo, el preludio de lo que no se terminará. A cada instante nace vida por todas partes.

Cada segundo de nuestra vida algo nos dice al oído te amo. Por eso al diablo le gusta el ruido.

Tu hija me saluda, está desayunando. Vas y vienes con gesto nervioso. No duras sentada. Cuando se nombra al ausente tu cara se crispa como una charca a la que han arrojado una piedra. Me apena verte, esa manera tuya de cruzar el día, yendo de un lado a otro, siempre a punto del sobresalto. Me gustaría ser para ti la imagen relajante de un bosque, la melodía que ponen en el dentista. Por eso te escribo esta Nochebuena: quiero decirte el fuego de esa vela que he mirado.

Tu hija da de comer al pájaro del hombre que ya no está. La veo desde el pasillo, cuando voy al baño. Aunque él se fue mucho antes de irse, cuando vivía en esa habitación con muchas plantas. Que ahora está más presente que nunca. Su pájaro ha recuperado el plumaje. Y a veces canta, por la mañana. Tu hija dándole de comer y la vela son una misma cosa, pienso. Esa tarea es otra una vela dentro de una oscuridad más grande que la de la iglesia. Lo contrario del infierno es un dolor que no derriba nuestra rutina. Una respuesta contraria a castigar a las plantas sin su alimento. Se acerca la Navidad más difícil de tu vida, es verdad, pero no por eso menos Navidad. Está la oficial, la del supermercado, la Navidad llena de brindis y caras tan brillantes como las luces del árbol; pero también la que no se fotografía, la Navidad de los que viven atribulados. Es un pesebre un corazón como el tuyo, roto en mil pedazos. Un lugar estrecho y lleno de herida, pero llamado a ser la cuna de lo nuevo.

Deja de llorar, se acerca tu nacimiento.