Carmen Laforet: nada más que la verdad - Alfa y Omega

Carmen Laforet: nada más que la verdad

Toda la obra de Laforet es un itinerario espiritual con un temple similar al de su querida santa Teresa de Jesús. Dos mujeres que lucharon contra los prejuicios de su época y que volcaron sus vivencias en una prosa vibrante y sencilla

Rafael Narbona
Su literatura transmite la honestidad de los espíritus inquietos. Foto: ABC

Carmen Laforet admiraba a santa Teresa de Jesús. Por su sincera búsqueda interior, por su depurada espiritualidad, por su espontaneidad como escritora. Al igual que ella, concebía la literatura como un camino de perfección, pero carecía de su fortaleza y, en muchas ocasiones, sucumbió al pesimismo y la desesperanza. Se cumple el primer centenario de su nacimiento. Laforet vino al mundo en Barcelona el 6 de septiembre de 1921, pero su padre fue trasladado a Gran Canaria y se llevó a su familia. Hija de una maestra que le inculcó el amor a la literatura, Carmen pasó su infancia a orillas del mar. La temprana muerte de su madre, que falleció el mismo día en que cumplía 33 años, le produjo una honda desolación, incrementada por una madrastra que nunca la quiso. Apenas cumplió los 18, se marchó a Barcelona a estudiar Filosofía y Letras. Alojada en la calle Aribau, en casa de unos familiares, apenas se preocupó de sus estudios universitarios, pero allí se gestó Nada, que en 1944 ganaría la primera edición del Premio Nadal. Con solo 23 años, Laforet se convertía en un astro literario. Su obra causó un impacto tan profundo como La familia de Pascual Duarte, de Camilo José Cela, aparecida dos años antes. Nada es una novela de aprendizaje con un fondo existencialista. Andrea, la joven protagonista, no cae en el vacío moral de Meursault, pero sí es testigo de la angustia y la podredumbre de una sociedad traumatizada por la Guerra Civil. Laforet, con un estilo más templado que el de Cela, despliega un tremendismo de baja intensidad, recreando una atmósfera infectada por el hastío, la neurosis y el cinismo.

En 1955, Carmen Laforet publica La mujer nueva, su tercera novela. La obra será galardonada con el Premio Nacional de Literatura. Influida por la tenista Lilí Álvarez, ferviente católica y feminista beligerante, Laforet experimenta una conversión religiosa. Entre 1952 y 1954, escribe siete novelas cortas protagonizadas por mujeres abnegadas que cultivan la sencillez y la solidaridad, intentando encarnar el ideal de vida cristiana. La mujer nueva prolonga este ciclo. Su protagonista, Paulina, es una mujer adúltera e insatisfecha que abandona su hogar en un pueblo de León para instalarse en Madrid. Durante el viaje en tren, el acercamiento a la fe –que ya había empezado tras contactar con unas carmelitas descalzas– se consuma al contemplar los campos de Castilla bajo la luz de agosto. En ese paisaje árido y elemental percibe la armonía que gobierna el mundo y entiende que solo puede proceder de Dios. Esa certeza le infunde un gozo desconocido. Su malestar interior se convierte en una pasión mística que desemboca en una honda paz espiritual.

Años más tarde, Laforet se distancia de la Iglesia, pues no soporta su connivencia con el régimen. Su escritura empieza a tambalearse. La inseguridad provocada por la crítica, según la cual no ha logrado estar a la altura de su debut, paraliza su mano hasta inculcarle grafofobia. En 1963 ve la luz su última novela, La insolación. Dejará una obra póstuma, A la vuelta de la esquina, que publicarían sus hijos en 2004, pocos meses después de su muerte. Una enfermedad degenerativa la hunde en la quietud y el silencio. Su hija, Cristina Cerezales, relata sus últimos años en Música blanca, asegurando que «fue precioso beber su mirada, sus silencios». Laforet se comparó a sí misma con el pescador de El viejo y el mar, de Hemingway. Ella no bregó contra el mar, sino contra las palabras. En su opinión fracasó, pero con dignidad, pues fue muy exigente consigo misma, destruyendo infinidad de borradores y tal vez una novela, Jaque mate, última entrega de la inacabada trilogía Tres pasos fuera del tiempo.

Crisis de fe, crisis afectiva –en 1970 se separa de su marido–, crisis creativa. La trayectoria de Laforet concluye en un aparente callejón sin salida. Viajera incansable, deambula por Estados Unidos, Tánger, París, Roma. Siente que su hogar son los trenes, los barcos. Solo está a gusto en los lugares de paso. La falta de libertades que sufre España por la dictadura le resulta intolerable. Se cartea con Ramón J. Sender, como ya lo había hecho con otra exiliada, Elena Fortún. También cuenta con la amistad de Gerald Brenan, que elogia su literatura. En su correspondencia con Sender se evidencia que no ha cerrado la puerta a Dios. Toda la obra de Laforet es un itinerario espiritual con un temple similar al de su querida santa Teresa. Dos mujeres que lucharon contra los prejuicios de su época y que volcaron sus vivencias en una prosa vibrante y sencilla. ¿Qué buscó Laforet? Nada más que la verdad. Su literatura transmite la honestidad de los espíritus inquietos, que crepitan en una hoguera de preguntas y anhelos. En sus dudas hay un eco unamuniano. En sus certezas, un temblor paulino.