Año electoral: el camino de la polarización - Alfa y Omega

El 2023 en España va a ser lo que en el argot político se conoce como superaño electoral. A los comicios autonómicos y locales de mayo, se sumarán las elecciones nacionales. En este año, España vivirá, sin tiempo entre estos dos hitos, meses de una profundísima actividad política que, si bien es expresión del régimen democrático y ello debe ser motivo de tranquilidad, también nos trae de vuelta, recrudecido, el riesgo mayor que hoy sufren las sociedades occidentales e hipermediatizadas: la polarización y, por la polarización, el enfrentamiento.

Aunque en diciembre muchos se preguntarán cómo hemos llegado hasta aquí, la polarización no es un estado de ánimo social irremediablemente unido a la política moderna, es un camino en el que cada uno decidimos participar o no a través de nuestros actos, y que empieza en nuestra relación con la información.

Para entender una realidad que cada día es más compleja es necesario acudir a trucos o atajos que nos permitan no perder el rumbo, aun a riesgo de que el abuso de esos mismos atajos nos aboque a simplificar tanto la realidad que acabemos complicando todavía aquello que precisamente, queríamos simplificar. Así reaccionamos ante el exceso de información. Ante el alud de titulares al que cada día nos vemos sometidos, casi de manera instintiva realizamos una selección de fuentes que acaban cristalizando en un hábito de consumo. Frente al alud, y por evitar la toma de decisiones diaria a la que la inagotable producción de titulares nos obliga, acabamos por acomodarnos y en vez de seleccionar a diario entre la extensísima oferta informativa, terminamos por consumir siempre lo mismo, abandonado la variedad, la pluralidad y el equilibrio que componen cualquier dieta informativa saludable.

A este se une otro mal hábito alimenticio, la necesidad imperiosa de comer al primer impulso. Una necesidad de información en tiempo real, que encuentra respuesta en las redes, donde la capacidad de selección es infinita. Las redes nos permiten escuchar solo a los nuestros, confirmar nuestros puntos de vista y lo equivocado de los de los demás, cuya información recibimos de manera parcial con el foco en lo negativo o en forma de parodia. A través de nuestra selección, vamos construyendo nuestro refugio, aunque muchas veces utilicemos información en elaboración, incompleta y sin contexto, y vamos aislándonos en nuestro mundo, que se parece bastante al paraíso, ajenos a lo que nos rodea, la «abominación de la desolación», el cúmulo de todos los males sin mezcla de bien alguno.

Esto nos lleva a tomar partido. El prejuicio sustituye al juicio y sustituimos el informarnos por reafirmarnos en nuestros propios prejuicios. Se amplifican los defectos del otro y las bondades de lo nuestro, mientras se minimizan los errores propios y las virtudes ajenas. Con un doble rasero que siempre encuentra razones para justificar en los afines («nuestro hijo de puta»), lo que resulta intolerante en los diferentes. Se suspende el juicio crítico y se acaba eliminando el sentido crítico, como si la obligación moral de defender una causa justa eximiera de hacerlo de una manera inteligente.

Al tomar partido lo hacemos por uno de los bandos y esta polarización afectiva convierte la opinión política en algo que nos define, un elemento de identidad que nos permite diferenciarnos de «los otros» y dividir el mundo entre amigos y enemigos. Una vez que formamos parte de un equipo ya no es posible ser objetivo; o se gana o se pierde. Se desarrolla el instinto ganador mientras se disuelven las instituciones al servicio de todos.

Esta polarización, que potencia la credibilidad y la redifusión de contenidos que refuerzan las creencias del grupo, provoca que nuestros juicios se realicen más a la luz de lo que creemos que del análisis reposado de la realidad. De la democracia de las ideas pasamos a la democracia de las creencias y la fe en la democracia es sustituida por la democracia como acto de fe. El que abraza la fe verdadera, con una concepción religiosa de la política, desprecia al disidente, al que cree incapaz de entender la realidad, y castiga al moderado, al que se acusa de equidistante, de hereje y traidor.

El problema no es que haya cada vez más gente con ideas opuestas, el problema es que, a lo largo del camino, nos vamos volviendo incapaces de entender que los que piensan diferente existen y no son ni los más tontos ni los más malvados. La polarización construye una Torre de Babel, en la que convivimos con nuestros iguales en espacios compartidos, pero sin entendernos ni relacionarnos porque hablamos en idiomas diferentes.

Y ese idioma distinto va cambiando también la forma de reflexionar y terminamos pensando cada vez de manera más diferente. Así, inevitablemente, la polarización da paso al enfrentamiento. De la desconfianza y la irritabilidad pasamos a la indignación y la conversación se vuelve enfrentamiento, protesta social, fragmentada y generalizada.

A lo largo de este camino, uno puede perder el sentido de la realidad, volverse tolerante con la mentira, pensar que la crispación son los otros, que la democracia es la guerra por otros medios y, al fin y al cabo, no fuimos nosotros lo que empezamos, y que, ya metidos en faena, mejor utilizar las mismas armas y sumarse al bando de los cabreados porque no hay otra alternativa, pero sí la hay. Es posible mejorar nuestra dieta informativa, hacer un esfuerzo por entender la postura del otro, asumir la buena fe como punto de partida, pensar en el qué antes que en el quién, sumarse al bando de los que suman y no de los que dividen, seguir confiando en que las ideas buenas son buenas ideas cuando se pueden proponer sin imponer, cuando aguantan a la crítica, cuando buscan dar razones antes de tener razón. Solo así la democracia, que es ante todo la gestión institucionalizada de las diferencias, podrá sobrevivir.