Homilías

Lunes, 11 marzo 2024 10:44

Homilía del cardenal Cobo en la Misa funeral en el vigésimo aniversario del 11M

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Hay fechas que quedan grabadas a fuego en el alma de un pueblo. Son esas situaciones de las que hablas con otros, y recuerdas exactamente dónde estabas cuando ocurrió; qué hiciste entonces y cómo lo viviste. Son momentos de la vida que, de algún modo, se convierten en parte imborrable de nuestra historia personal y colectiva.

Algunos de esos momentos son positivos y especiales. Otros son dramáticos y evocan heridas o traumas colectivos. Solo recordarlos provoca estremecimiento. Unos y otros momentos son parte de nuestras vidas y de la vida de nuestra ciudad.

Eso precisamente nos convoca en esta jornada, este 11 de marzo de 2024. Estoy casi seguro de que la mayoría de nosotros recordamos cómo amanecimos aquel trágico jueves de hace veinte años, dónde estábamos cuando tuvimos noticia de los atentados y cómo vivimos las primeras horas, a quién llamamos o quién nos llamó. Y las jornadas inciertas que se abrieron. En plena hora punta, la sucesión de explosiones en cuatro trenes dejaba 192 personas fallecidas, asesinadas por la violencia terrorista, y un número elevadísimo de heridos.

No son números. No son estadísticas. Son vidas humanas que quedaron segadas de golpe. Individuales, singularísimas, únicas, irrepetibles, todas especiales. Los fallecidos eran hombres y mujeres, jóvenes y ancianos. Eran esposos, padres, madres, hermanas, hijos e hijas, amigos, vecinas, compañeros de clase o de trabajo. La muerte, cruel, prematura y violenta, se adelantó. Víctimas fueron los que fallecieron. Víctimas también los miles de heridos, muchos de ellos con secuelas que los acompañarán para siempre. Y víctimas son quienes se quedaron aquí, con un vacío imposible de llenar como bien sabéis muchos. Algunas de esas víctimas, familiares y amigos estáis hoy aquí. Otros están dispersos por muchos lugares. A todos queremos ofreceros hoy el abrazo sentido y cariñoso de la Iglesia, el deseo de que vuestras heridas vayan pudiendo cicatrizar con consuelo, abrazos, medidas institucionales de apoyo efectivo, y la promesa esperanzada de nuestro Dios de que la muerte no tiene la última palabra.

Hoy tenemos la necesidad de juntarnos para recordar. Hemos escuchado en el evangelio cómo Jesús invita a los discípulos a seguir haciendo memoria suya. Cada eucaristía que celebramos es memoria de su vida entregada. De su pasión. De su amor incondicional. Hacemos memoria de la vida de Jesús, también truncada a destiempo, trágica y cruelmente. Y en cada misa también hacemos memoria de nuestras vidas. Quisiera unir hoy ambos recuerdos. El recuerdo de nuestra historia dolorida, y el recuerdo de la vida entregada de Jesús. Hacer memoria es importante. Recordar es un deber. Es un valor. También una necesidad.

Recordar es un deber. Se lo debemos a quienes ya no están. Y nos lo debemos a nosotros mismos como sociedad. Debemos recordar a las víctimas que siguen vivas en nuestra memoria y pedir para ellas el abrazo de Dios.

Pero, recordar es también un valor para buscar la verdad y «reaprender» a vivir. Los pueblos que olvidan su pasado están condenados a repetirlo. La mirada al pasado no ha de ser una mirada que se quede atrapada por la dureza inexorable de los hechos. Tampoco una mirada interesada al servicio de la propia ideología. Si miramos al pasado, es para aprender de nuestros errores, para no volver a repetirlos. Y para poner en valor nuestros aciertos y logros, para cuidarlos como el bien delicado que son.

La mirada al pasado es un deber, un valor, y también una necesidad. Necesitamos poner nombre a las cosas. Necesitamos hacer una lectura que nos ayude a procesar lo vivido. La memoria hace presente lo de otro modo ausente. Esa lectura pide tiempo y serenidad para tener perspectiva. En algún punto del camino necesitamos encontrar un nombre para lo ocurrido. Por eso es tan especial este momento. Porque parece que veinte años ya permiten intentar tener esa perspectiva. Estos días se multiplican las miradas, interpretaciones, análisis y recuerdos desde todo tipo de tribunas. Hay miradas políticas, culturales, mediáticas; hasta miradas polémicas que de algún modo se reavivan.

Permitidme, desde una memoria necesariamente dolorida, proponeros hoy una mirada creyente. Me parece que también es necesaria. Es más, pienso que esta mirada es válida no solo para quienes comparten la misma fe. Muchos de sus elementos forman parte del propio ser humano y de nuestra necesidad de comprendernos y encontrar sentido a lo que nos ocurre. Por eso, me gustaría invitaros a todos, creyentes y no creyentes, a sumaros conmigo en esta lectura. Nosotros somos hoy, parafraseando a san Pablo, los que nos reconocemos apurados, pero no desesperados; los que nos encontramos a veces confundidos, pero no desnortados; cansados, pero no dispuestos a rendirnos; no comprendemos todo, pero, aun así, somos capaces de seguir confiando y creyendo.

De la mirada creyente lo primero que brota, paradójicamente, es una acción de gracias. Evidentemente, no se trata de dar las gracias por lo que ocurrió. Damos las gracias porque, a la luz de la tragedia, comprendemos y caemos en la cuenta aún más del valor de la vida, de tanta bendición que a menudo damos por sentada y nos pasa desapercibida.

Damos las gracias por el amor que nos unió y nos une a nuestros seres queridos. Por sus vidas. Por la huella indeleble que dejaron en nosotros.

Damos las gracias por la seguridad que casi siempre experimentamos, sin darnos cuenta. Por los días rutinarios en los que los problemas se resuelven de modo más o menos cordial.

Y también por quienes, de modo a menudo anónimo, gastan su vida para que otros vivamos en paz. Hay mucha luz en medio de las sombras. Existen muchas personas concretas, con corazón generoso, capaz de dar la vida por causas nobles; es necesario aprender a percibirlas y arrimarnos a ellas para no deambular sumidos en la penumbra.

Lo segundo que brota es una petición de perdón. Una vez más y especialmente en este tiempo. Perdón porque en un mundo como el nuestro, en el que el ser humano es capaz de tanta belleza y posibilidades, es también capaz de sembrar tanto dolor y destrucción. El terrorismo, el recurso a la violencia, es una forma equivocada y llamada a fracasar para afrontar los conflictos. Es una forma indecente e inhumana. Las víctimas de ayer nos recuerdan a las que, en nuestros días, en tantos lugares y contextos, sufren el azote de la violencia, de la guerra, el terror y la sinrazón. Perdón, Señor, por no ser capaces de buscar la justicia desde la concordia, desde el diálogo, desde el respeto. Perdón por tantas situaciones en las que vidas humanas se convierten tan solo en piezas prescindibles de un juego de egoísmos. Perdón por no saber decir «basta» y no poner los medios para que algo así no se repita. Perdón por las veces en que cada uno de nosotros olvida la fraternidad y convierte al diferente en enemigo.

Lo tercero que nos surge es un compromiso por convertirnos. Coincide esta celebración con el tiempo de Cuaresma, que para los creyentes es un tiempo que invita a cambiar el corazón. ¿Qué supone convertirse? Algunas veces implica cambiar de rumbo y modificar los hábitos del corazón: pasar de la actitud violenta a la paz, del odio o las descalificaciones sistemáticas a la misericordia, de la indiferencia a la cercanía, de la distancia y la asepsia a la convivencia amable y comprometida con el otro y sus necesidades.

Otras veces esa conversión es crecimiento. Porque nos podemos instalar en lo fácil, lo leve, y pactar con lo cómodo. ¡Y no basta! Necesitamos crecer en humanidad. No basta una política de vuelo rasante y mirada «cortoplacista» e interesada. Nos hace falta con urgencia el verdadero diálogo de quien está dispuesto a escuchar y a hablar. En ese orden. No es suficiente una liviana preocupación por el bien común. Hace falta abrirnos juntos a los problemas, las angustias y las heridas de las personas, para que la voluntad de atenderlas derribe obstáculos y barreras. No basta un vago deseo de justicia. Hay que empeñarse en trabajar por ella. No basta cualquier «emotivismo» pasajero. Precisamos el amor que es capaz de compasión y de jugársela por el otro. Eso, y no otra cosa, es lo que hizo Jesucristo, cuya memoria celebramos en la Eucaristía. Por eso nos tomamos muy en serio su pasión por la verdad, su compromiso por el mundo y por el ser humano hasta dar la vida por cada uno.

Lo último que quisiera deciros es que la mirada al pasado no debe ser una mirada que se quede atrapada en él. Mirar al pasado nos tiene que comprometer con el futuro. Y a esto es a lo que llamamos esperanza.

La memoria que estamos compartiendo hoy nos hace vibrar con una doble esperanza:

La esperanza de que la gente de paz tendrá más fuerza que la gente violenta. Siempre. Esta es la paradójica fuerza que se realiza en la debilidad. Que el amor al prójimo tendrá más fuerza que la indiferencia y el desprecio. Que la justicia, entrelazada con la misericordia, sí, se acabará imponiendo.

Y la esperanza se basa no solo en esta historia de tejas abajo. Es una virtud teologal. Por eso también, y, sobre todo, hoy tenemos la esperanza de que la muerte no tiene la última palabra. Jesucristo es la víctima que plantó cara al pecado y a la muerte, que, completamente inocente, fue condenado por los poderes injustos y terminó ejecutado, crucificado, por la cerrazón de los corazones de piedra. Sin embargo, el amor de Dios es más fuerte que la muerte: Jesús fue resucitado. Y en él, en él, resucitaremos todos. Quien resucitó al Señor Jesús -dice Pablo-, nos resucitará a nosotros con Jesús y nos llevará con vosotros a su presencia. La última palabra la tendrá siempre la vida. La última victoria no es del mal. La última victoria no es del pecado ni de la muerte. Es de Dios, que es Amor. Siempre el amor que vence y acoge entrañablemente a las víctimas. Este, queridos amigos, es el tesoro precioso que portamos en vasijas de barro y os queremos transmitir. Eso es lo que hemos dicho en el salmo: los que esperan en el Señor jamás quedan defraudados.

Termino dirigiéndome de nuevo a cada uno de quienes hoy queréis compartir este momento. A los creyentes, os pido que demos testimonio de una esperanza firme. A todas las gentes de Madrid os invito a cuidarnos, a que seamos conscientes del regalo que somos unos para otros, y que cuidemos amablemente cuanto sostenemos. A las autoridades y a las personas que ocupáis en este momento en puestos de responsabilidad: no dejéis de tomar en serio vuestras propias palabras al servicio del bien común; convertidlas en herramienta activa de paz, de justicia, de concordia y de convivencia. Y a las víctimas y a sus familias, queridos amigos, dejaros encontrar por Dios. Él os regalará el consuelo, la sanación y la luz. Contad siempre, de su parte, con nuestro abrazo cariñoso y esperanzado.

En manos de Santa María de la Almudena, madre de todos, ponemos hoy nuestras vidas, nuestra esperanza, nuestros dolores, y el recuerdo de los nuestros. Amén.

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