Carta Pastoral con motivo de la Pascua
20 de abril del 2025
Domingo de Pascua
Queridos hermanos y hermanas:
¡Resucitó el Señor! ¡Cristo vive! ¡Aleluya!
La paz a vosotros.
Durante los últimos días hemos recorrido el camino del misterio pascual, desde la cena de la entrega sin límites hasta el asombro ante el sepulcro vacío. En esta Pascua se nos invita a buscar los bienes de lo alto, no en abstracciones, sino desde los sepulcros concretos de la vida. Tenemos que confiar en el testimonio de quienes han visto y creído, y ser nosotros mismos testigos creíbles y portadores de esa buena noticia.
A menudo me pregunto por qué no vivimos más alegres. La alegría pascual no es un entusiasmo superficial, sino un gozo profundo, nacido de la certeza de que, pese a las dificultades, la victoria final pertenece a Dios. Hemos sido “Bautizados para ser peregrinos de Esperanza” y estamos llamados a vivir desde ella.
Una llamada va a estar muy presente a lo largo de las próximas semanas. Es la invitación del Señor resucitado, que saldrá una y otra vez al encuentro de quienes han perdido la esperanza. El saludo del Resucitado quiere ser al mismo tiempo don y tarea: “La paz a vosotros” -dirá-. Paz. Esa es la palabra con que el Resucitado evoca la calma, el sosiego y esta especial alegría, en esta nueva primavera del alma humana, que es la resurrección. Es también la Buena Noticia que invitará a compartir a sus testigos allá donde vayan, en todas las épocas y hasta los confines del mundo (cf. Mc 16, 15).
1.- “PAZ A VOSOTROS”. Es la misma voz del Resucitado. Queremos que llegue, a través de sus discípulos, a todos los sepulcros y a todos los lugares inhóspitos que tienen sed de ella. Es tiempo para dejar que resuene y se amplifique su eco por medio de esta Iglesia nuestra madrileña.
Es “la paz” de comprender que el sepulcro está vacío, y no porque un cadáver ha sido trasladado de sitio, sino porque quien estaba muerto vive para siempre. Es la paz de tocar las heridas y saber que ya no duelen. La paz de sentir el corazón ardiendo al recobrar la esperanza. La paz de comprender que el perdón ha sido más fuerte que la venganza y el amor más fuerte que la muerte. Es la paz de escuchar de nuevo la Palabra tras el silencio perplejo. La paz de quien ha aguantado insultos, gritos, violencias y allí ha comprobado que Dios ilumina cada herida. La paz de entender que la fortaleza de los poderosos era efímera e insuficiente, y el Siervo de Yahveh ha sido más fuerte que quienes lo condenaron a una muerte de cruz.
Escuchar esa palabra de paz y proclamarla es hoy más necesario que nunca. “Qué hermosos son sobre los montes los pies del mensajero que proclama la paz, que anuncia la buena noticia, que pregona la justicia” (Is 52,7).
En un mundo donde suenan tambores de guerra, donde líderes autoritarios pretenden subvertir los consensos y derribar límites infranqueables; donde se alzan muros y trincheras que separan cada vez más a las personas y a los pueblos; en un mundo donde tantas voces, con argumentos diversos, claman por el rearme y advierten de la proximidad de la guerra, la voz de la Iglesia, testigo del Resucitado, ha de alzarse clara y sin ambigüedades, nítida y rotunda, diciendo: “Paz a vosotros”.
Es necesario hacer resonar en nuestras vidas y en nuestras comunidades cristianas, la voz interpelante del Resucitado ofreciendo el don de su paz allí donde más se necesita. La pregunta que surge es: ¿en verdad, queremos acogerla de forma nueva y resucitada?
La violencia y la guerra nos vuelven sordos. Vivimos en una cultura que no solo genera violencia, sino que en muchos casos se beneficia de ella. Hay intereses económicos y políticos que alimentan los conflictos, que propician la venta de armas, que refuerzan narrativas de enemistad. Frente a ese estruendo destructor, la voz del Resucitado puede parecer frágil, pero es la única que salva. “Paz a vosotros”: estas son las palabras que este mundo herido necesita escuchar con urgencia.
No solo las guerras declaradas matan y hieren. También hay una violencia más sutil, estructural, que se filtra en nuestras relaciones cotidianas. Anida en el desprecio, en el insulto, en los juicios precipitados, en la deshumanización del otro. Es la violencia que también padeció Cristo en su pasión. Esa violencia también necesita ser redimida por la paz del Resucitado. ¿Sabremos dejar aquí resonar la voz del Resucitado de forma renovada?
2.- ESTA PAZ NO ES UNA VIRTUD FÁCIL NI CÓMODA. La paz del Resucitado se pide, se trabaja, se pelea, se conquista con el perdón y luego hay que cuidarla, porque es extremadamente frágil. Esta paz se forja atravesando la cruz. Es por eso la paz no es la ausencia de conflicto. El conflicto es connatural a lo humano: estamos vivos, somos diferentes, tenemos impulsos, voluntad, diversidad de perspectivas e intereses. Es normal la contradicción, es humana la competencia, la oposición. La paz es el empeño militante en buscar caminos no violentos para afrontar y resolver esos conflictos. Esto implica dialogar, ceder y buscar puntos de encuentro. Y siempre escuchar al que murió violentamente por nuestros pecados reconciliando en sí todas las cosas. Así un día podrá decirse de nosotros “bienaventurados los que trabajan por la paz” (Mt 5,9).
La paz es saber perdonar, porque aprendimos a hacerlo a los pies de la cruz, de manos de quien cargó con el odio del mundo y respondió con amor desarmado. Él interrumpió la cadena interminable de venganzas y. con su resurrección, nos regaló un camino nuevo: el perdón como fuente de paz, y la paz como verdadero fruto pascual.
Ahora bien, no confundamos la paz con la resignación o la indiferencia. La paz no significa renunciar a ciertos empeños sagrados, especialmente cuando lo que está en juego es la causa de la verdad, la justicia, la dignidad o la suerte de los más vulnerables. Solo significa renunciar a abordar estos desafíos de forma violenta. La violencia no soluciona los conflictos; los agrava, los multiplica y los cronifica. Deja heridas abiertas por mucho tiempo, genera sufrimiento injusto y causa multitud de víctimas inocentes. La amistad social que necesitamos solo es posible si caemos en la cuenta de la unidad es superior al conflicto (Cf. FT 244)
Por eso, la paz del Resucitado es un compromiso diario. No se impone; solo se ofrece. No se defiende con armas, sino con la fuerza humilde del perdón, la escucha, la entrega y el respeto al diferente.
3.- EL RESUCITADO PUEDE ANUNCIAR LA PAZ CON AUTORIDAD. Su discurso no es buenista o descomprometido, ni está plagado de la palabrería fácil de quien da consejos preservado desde la barrera.
El Resucitado ha bajado a los infiernos, ha visitado todas las llagas y heridas de la humanidad y, a costa de las suyas (cf. Is 53, 5ss.), ha salido vencedor. Ha plantado cara y ha luchado hasta el final. Ha confrontado a la mentira y ha defendido la verdad con amor. Ha plantado cara al egoísmo desde el amor radical e incondicional al prójimo. Se ha enfrentado a la ley cuando encadena al ser humano y le ha liberado con la ley nueva del amor que viene del mismo Dios. Ha plantado cara al poder injusto con la dignidad imbatible de una justicia inmortal. Ha plantado cara a la muerte desde la defensa de la vida que sueña Dios para nosotros. Y se ha plantado frente al miedo desde la valentía de quien se niega a huir.
Es verdad que este camino ha conducido a la cruz. Sin embargo, la cruz no ha tenido la última palabra. El odio, el egoísmo, la violencia, la dureza de corazón, la mentira y el mal, terminaron devorando a sus propios portadores. Al final, con el Resucitado gana la vida y vence la paz.
4.- DEFENDAMOS LA PAZ Y CUIDEMOS QUE EL ECO DE LA VOZ DEL RESUCITADO NO SE APAGUE. No anunciaremos al Resucitado ni defenderemos la paz escondiéndonos o callando. Estamos llamados a ser los labios del Resucitado. Tenemos que denunciar lo injusto. Tenemos que defender lo humano. Y tenemos que ser eco firme de la voz de Dios que sigue clamando por el bien de su creación y por la búsqueda de caminos para la reconciliación y la paz.
Ser eco de la voz del Resucitado. ¿No es esta una aspiración demasiado ambiciosa? ¿Podremos ser testigos del Resucitado que anuncia la paz? Rotundamente sí. Por supuesto que es posible. Por el bautismo nos incorporamos un día a Cristo y a su Iglesia. Se nos ungió para apartar el mal de nosotros. Se nos bautizó en el agua y el Espíritu y se nos vinculó a Él mismo. En ese mismo Espíritu se nos consagró, como parte de un pueblo de sacerdotes, profetas y reyes. Nos revestimos de una vestidura blanca que simbolizaba al mismo Cristo. Renunciamos “a la violencia, como contraria a la caridad”. Se nos invitó a caminar como hijos de la luz y se nos aseguró que el Espíritu del Padre y del Hijo habitaría en nosotros hasta el final.
¿Acaso lo hemos olvidado? ¿O quizás nunca llegamos a saberlo? Este es el tiempo de hacerlo patente con nuestra propia vida. Es el tiempo de que se note el Espíritu que nos habita, el espíritu de la verdad y de la paz, el espíritu de la sabiduría y la templanza, el Espíritu de Dios. Es tiempo de ser, de verdad, cada uno de nosotros, sacerdotes, profetas y reyes, testigos del “Evangelio de la paz” (Ef 6,15).
Pidamos al Resucitado que nuestra vida sea una entrega fecunda y pacífica, como lo hizo el mismo Jesús. Recemos para que nuestra palabra sea profecía, eco de la voz de Dios, en medio de un mundo de discursos estridentes y vacíos.
Oremos para que el poder que cada cual maneja se ejerza para servir y para promover el bien y la justicia, el amor y la verdad. Y que se exprese en el perdón ofrecido y macerado a los pies de la cruz. Porque eso, exactamente eso, es lo que nos enseñó el que ha vencido a la muerte.
¡Feliz Pascua de Resurrección, queridos hermanos y hermanas! Es tiempo para acoger la serenidad del Resucitado y la de las personas que en Cristo encuentran su tierra y su horizonte. El Señor es nuestro camino, verdad y vida; nuestra alegría y quien nos convierte en discípulos misioneros y peregrinos de esperanza. Él “es nuestra paz” (Ef 2,14).
Os invito a replicar esta voz a tantos lugares concretos que lo necesitan. A llevarla a vuestras comunidades, barrios y pueblos de nuestra Iglesia madrileña. Hacedla resonar en todos los sepulcros que encontréis en el camino. Con el Papa Francisco, “que el primer signo de esperanza se traduzca en paz para el mundo”.
Que María, la primera creyente, la que nunca dejó de esperar, la testigo silenciosa de la resurrección, la madre de la Iglesia nos ayude a cantar con nuestras vidas un nuevo Magníficat. Que nuestra existencia sea, como lo fue la suya, reflejo de ese Dios que, en Cristo, planta cara al poder injusto y levanta a todos los golpeados y perdedores de la historia, para que puedan definitivamente vivir en paz.
PROPUESTAS:
1.- Revisar en nuestros grupos y comunidades los lugares donde se necesita el eco de la voz del Resucitado. Ponerles nombre.
2.- Acordar juntos cómo cada comunidad puede en esta Pascua ser el eco de la Paz del Resucitado de forma concreta.
3.- A través de las homilías, las catequesis y en la formación buscar maneras de ahondar en el significado de nuestro bautismo y en la vocación que hemos recibido como testigos de la Resurrección.
4.- Intentar conocer la fecha del bautismo de cada miembro de la comunidad y proponer formas de celebrarlo en cada aniversario, bien en la familia o en la parroquia.