«Los santos no provienen de un “mundo paralelo”, son creyentes que pertenecen al pueblo fiel de Dios, que están insertados en la cotidianidad, compuesta por la familia, el estudio, el trabajo, la vida social, económica y política», dice Francisco.
Es cierto: la santidad no está hecha de algunos actos heroicos o empresas intelectuales imposibles, sino de mucho amor cotidiano. Esa es la centralidad de cuanto hoy celebramos. Cada uno de nosotros podemos amar al otro como Cristo nos ha amado. Ese es el camino que marca la santidad. Un camino sencillo, por el que tantos han transitado, y que comienza, como hemos dicho en el salmo, con la escucha.
Hoy, la Universidad Eclesiástica de San Dámaso quiere escuchar y recordar eucarísticamente cuál es su horizonte en medio de la realidad en la que Dios nos ha colocado. Por eso, queremos recordar con agradecimiento a santo Tomás de Aquino como aquel que nos dice que la santidad es posible, y como quien nos da pistas para escuchar la voz del Señor. Y nos ofrece la posibilidad de ponerla en diálogo con el momento y las circunstancias que nos toca vivir.
Desde León XIII, que lo nombró «Patrono de todas las Escuelas y Universidades del Mundo», hasta Francisco, que habla de él como «incentivo para los jóvenes por haber puesto la inteligencia y la voluntad al servicio del Evangelio», pasando por san Juan Pablo II que lo llamó «Doctor de la humanidad» por su actitud de apertura permanente a otras culturas y a los valores de todos, y por Benedicto XVI que lo reconocía como «maestro de vida también ahora», por su fecundísima producción teológica.
En todo caso, santo Tomás es con claridad un santo. Eso lo hace proponible a todos, y por eso es universal. Como todos los santos y con todos los santos, nos hace una llamada explícita a la santidad como «el rostro más bello de la Iglesia» (Gaudete et exultate, 9). Vivió inflamado de Dios, que era la fuente de su saber y solo aspiraba a encontrar la verdad que le condujese a Él mediante el conocimiento y el estudio.
En un momento como el nuestro, en el que Veritatis gaudium nos pide «un relanzamiento de los estudios eclesiásticos en el contexto de una nueva etapa de la misión de la Iglesia» (1), viene bien dejarnos iluminar por la figura de quien innovó y abrió camino en su tiempo. Así lo acogemos hoy como quien es nuestro patrón y guía. Fue auténticamente rompedor por su rigor, su clarividencia, su amplísima comprensión de la teología, su método, su capacidad de diálogo y de integración de saberes y, sobre todo, por su capacidad para armonizar y fecundar mutuamente fe y razón.
Todas estas aportaciones no son para encerrarnos en la elucubración o para entretenernos en análisis etéreos. La luz de la santidad es para ayudarnos a asumir hoy los retos nuevos desde el descubrimiento de la fuente principal. En definitiva, para responder hoy a la llamada fundamental del Señor a su Iglesia.
Hay un cuadro de Zurbarán que es una gran catequesis de lo que digo. Se conoce como «La visita de Santo Tomás de Aquino a San Buenaventura». A preguntas del Aquinate sobre de dónde sacaba tanta ciencia y cuál era la fuente de sus saberes, el cuadro muestra al que llaman «Doctor Seráfico» mostrando a san Buenaventura, el «Doctor Angélico», la fuente de su ciencia: un Cristo. El pintor lo muestra plásticamente con un crucifijo que ocupa buena parte del espacio que correspondería a los libros de una voluminosa biblioteca, que aparece solo medio llena, apuntando con ello a que, sin centrarse en Cristo crucificado como fuente, no hay conocimiento, ni libros, ni teología que valgan. Todo sería «paja», como llegó a afirmar al final de su vida. «Es indudable que una pobre viejilla puede amar mejor a Dios que un doctor en teología» decía al mismo san Buenaventura, en otra memorable ocasión.
Pero no solo esta es la fuente. Además de Dios, la reflexión teológica necesita de los demás, del dialogo y la escucha. No se trata de estar aislados o faltos de fraternidad, también en la investigación y en el estudio.
Santo Tomás fue capaz de «cristianar» a Aristóteles, de dialogar con el paganismo griego y con el pensamiento de ascendencia judía (Maimónides) y musulmana (Averroes). Hizo realidad lo que afirma Francisco: «…el diálogo a todos los niveles, no como una mera actitud táctica, sino como una exigencia intrínseca para experimentar comunitariamente la alegría de la Verdad y para profundizar su significado y sus implicaciones prácticas» (VG 4).
No pretendo enumerar el significado de santo Tomás, solo que nos acerquemos a su fuente. Esa que hoy está regalada en el Evangelio que tanto acogió: Jesús, que hoy se pone delante de nosotros.
Jesús es quien atraviesa la vida de la humanidad. En el evangelio que escuchamos, acogemos el segundo milagro que Jesús realiza en tierra pagana. No se limitó a hacer signos en territorio propio, sino que exploró otros universos ajenos y alejados. Él lo hace tocando, analizando, mirando y sintiendo. Allí es capaz de decirnos también a cada uno, ante nuestras sorderas y enmudecimientos: «Ábrete». Es la llamada que deja a cada uno de nosotros de forma nueva.
La curación, no lo olvidemos, es de un sordomudo, seguramente de nacimiento. Jesús no se puede limitar a las palabras, que seguramente no captaría su interlocutor, por eso realiza una profusión de gestos: toca al enfermo los oídos y la lengua, y utiliza la saliva para mostrar su deseo de curarlo.
Jesús encarna a Dios que camina por medio de la complejidad de cada época. Allí, en medio de ella, nos redescubre su misión pidiendo que abramos el alma, los ojos y los oídos. Al sanar a este sordo y mudo, Jesús posibilita que viva su vida con una orientación especial de escucha y de narrar el paso de Dios por la vida. No perdamos este horizonte en la tarea docente.
Puesto este evangelio hoy aquí, puede iluminar nuestra tarea y la función de la universidad dentro de la vida de la Iglesia.
La universidad se inserta en esa misión especial de la que Jesús nos hace partícipes. No somos nosotros, es El mismo quien nos pide que atravesemos la complejidad de nuestro mundo abriéndonos a los interrogantes que plantea, y desde el estilo y paso de Cristo.
Así la universidad ha de ser, en medio de una sociedad, y como parte de ella, un espacio abierto de reflexión, de análisis, y también de propuestas para mejorar las dinámicas comunes y para ayudar a acoger esos cambios profundos desde los que nos jugamos el futuro. Hemos de abrirnos a ser la voz de Cristo que abre labios y oídos a la verdad, no la nuestra, sino la del Padre.
Recordaba Benedicto XVI que la vida y las enseñanzas de santo Tomás de Aquino se podrían resumir en un episodio transmitido por los antiguos biógrafos. Mientras el santo, como acostumbraba, oraba ante el crucifijo por la mañana temprano en la capilla de San Nicolás, en Nápoles, Doménico da Caserta, el sacristán de la iglesia, oyó un diálogo. Tomás preguntaba, preocupado, si cuanto había escrito sobre los misterios de la fe cristiana era correcto. Y el Crucifijo respondió: «Tú has hablado bien de mí, Tomás. ¿Cuál será tu recompensa?». Y la respuesta que dio Tomás es la que también nosotros, amigos y discípulos de Jesús, quisiéramos darle siempre: «¡Nada más que tú, Señor!»”.
Que nos abramos a esta experiencia y sigamos siendo labios de Cristo que pronuncian su evangelio y siguen diciendo a nuestro mundo «Ábrete».