Homilías

Domingo, 05 octubre 2025 15:15

Homilía del cardenal José Cobo en la Misa del Jubileo de los migrantes y refugiados (05-10-2025)

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Queridos hermanos y hermanas:

1.- ¡Es un don poder celebrar esta Misa Jubilar en la que vosotros, migrantes y refugiados, hacéis visible el rostro universal de la Iglesia! Hoy esta catedral se convierte en una casa donde caben todos los pueblos, todos los acentos, todos los colores del Evangelio. Esto es el Reino de Dios presente y creciendo entre nosotros.

Mis primeras palabras son para vosotros, que habéis tenido que dejar vuestra tierra, vuestras raíces, vuestras familias, buscando un futuro mejor. En nombre de la Iglesia que peregrina en Madrid, os digo de corazón que la Iglesia quiere ser vuestra casa. No sois extraños. Esta Iglesia os quiere, os necesita y da gracias a Dios por vuestra presencia. Vuestra fe, vuestra esperanza, vuestro camino hasta llegar aquí y vuestra lucha diaria, nos animan y nos fortalecen.

Es bueno preguntarnos: ¿qué os diferencia en la manera de mirarnos unos a otros? ¿Qué nos diferencia en la manera de mirarnos a los ojos? Los partidos políticos de todo signo suelen convertir vuestro drama migratorio en cálculo electoral. El mundo suele dividir: habla de “nosotros” y de “ellos”, de “nacionales” y de “extranjeros”. Vuestras vidas, vuestro dolor, se convierten muchas veces en instrumento de intereses políticos o ideológicos. Pero en la Iglesia no hay “ellos” y “nosotros”. En Cristo solo existe un único nosotros, una única familia humana. Dios no tiene miedo de miraros a los ojos; y nosotros, como Iglesia, tampoco, vengáis de donde vengáis. En vuestra mirada vemos reflejado el rostro de Jesús, pobre, migrante, refugiado. Y en esa mirada reconocemos la riqueza espiritual y humana que traéis, la semilla de vida nueva que sembráis entre nosotros. Vemos personas, no problemas o etiquetas.

2.- Las lecturas de hoy nos iluminan y nos ayudan a entender este momento jubilar.

El profeta Habacuc eleva su grito a Dios, que sigue presente: “¿Hasta cuándo, Señor?”. Es el clamor de los que sufren violencia, desplazamiento, injusticia. 

¡Cuánto cuesta escuchar hoy el grito los que sufren! El Salmo nos invita a escuchar allí, en el grito de los que sufren la voz del Señor, y a no endurecer el corazón. Europa se ha vuelto un poco sorda a Dios. El Señor ha desaparecido del horizonte de la vida de sus pueblos y, sin darnos cuenta, eso nos lleva a actuar con falta de compasión, a anestesiarnos ante el dolor ajeno, a adormecer el anhelo de justicia y cruzarnos de brazos ante el empeño en la universalización de los derechos.

Por eso, vuestra presencia, hermanos migrantes, es una llamada viva para seguir peregrinando juntos para escuchar la voz de Dios sobre nosotros.  Nos invitáis a tener un corazón de carne, sensible, hospitalario; un corazón que entiende que la migración y el asilo son cuestión de justicia y de derechos humanos, no de ideologías ni de fronteras.

Queremos una migración segura, ordenada y humana. Debemos poner todos los medios para respetar el derecho a migrar y, también, el derecho a permanecer en el país de origen. Pero no podemos hacer de la integración una carrera de obstáculos donde solo sobreviven los más fuertes, o los que logran sortear una burocracia sin alma, o los que han sabido aprovechar mejor las fisuras del sistema. No. La dignidad no se gana, se reconoce.

San Pablo, en la carta a Timoteo, habla de un “espíritu de fortaleza”. Y es verdad: en vosotros vemos ese espíritu de fortaleza en nuestras comunidades. Como Timoteo —hijo de padre griego y madre judía— también vosotros sois signo de esa Iglesia donde ya no hay judío ni griego, esclavo ni libre, hombre ni mujer, porque todos somos uno en Cristo Jesús. Esa es nuestra Iglesia.

Gracias por revitalizar nuestras parroquias con vuestra fe viva, con vuestras canciones, vuestras celebraciones, vuestros rostros. La Iglesia necesita de esta integración, y necesita vuestro fuego, vuestra esperanza, vuestra manera concreta de vivir el Evangelio.

Damos gracias por esa evangélica red de parroquias y comunidades que están sabiendo acoger, por la Mesa de la Hospitalidad y por tantos que integran la diversidad en nuestros barrios y pueblos con total normalidad. Así se construye el Reino de Dios: abriendo puertas, no levantando muros.

Como pedíamos los obispos no hace mucho, queremos construir comunidades acogedoras y misioneras. Comunidades donde cada persona se sienta reconocida como hijo de Abraham, el arameo errante; donde cada historia migrante sea mirada como camino de fe, como una peregrinación interior que nos acerca a Cristo.

3.- “Señor, auméntanos la fe”, es la súplica de los apóstoles. También nosotros la repetimos hoy. A esta petición Jesús responde con una lección de humildad: “Somos siervos inútiles, hemos hecho lo que teníamos que hacer”.

Humildad es la clave para aumentar la fe, es la clave para escuchar a Cristo. La fe verdadera no se mide por su tamaño, sino por su raíz. Y la raíz está en el amor humilde, en servir sin buscar recompensas, en hacer el bien porque ese es el camino de Cristo.

Para no olvidar la hospitalidad, no hay nada como la humildad del encuentro personal. Mirar a los ojos frente a todo intento de instrumentalizar los desplazamientos forzosos y de cosificar a las personas que los padecen.

Frente a la intoxicación ideológica, el uso partidista del sufrimiento, los discursos de rechazo —que a veces se cuelan también en nuestra Iglesia—, el olvido de las causas y el dolor de los desplazamientos obligados, tenemos que dar a conocer los numerosos relatos positivos de integración y de participación de los migrantes y refugiados en la Iglesia y en la sociedad.

Muchas de vuestras vidas, hermanos y hermanas migrantes, son la narrativa más efectiva y vital que destruye todos los prejuicios.

Las migraciones están siendo utilizadas como “ariete geoestratégico” y una forma de guerra híbrida para polarizar a la opinión pública, desestabilizarnos e inocular el virus del “miedo al diferente”. En un mundo que usa las migraciones como arma política, nuestra Iglesia solo tiene una respuesta: la defensa pacífica y radical de la vida y de la dignidad humana, en todas sus etapas y circunstancias.

Muchos de vosotros seguís siendo invisibles ante la ley, pero sois imprescindibles para la vida cotidiana: recogéis cosechas, limpiáis hogares, cuidáis mayores, trabajáis donde pocos quieren hacerlo. Sois el corazón silencioso de nuestras ciudades. Y sois también ejemplo de familia, de vínculos fuertes, de sacrificio generoso. No perdáis esa riqueza. Cuidar la familia es cuidar el alma.

Sí. Necesitamos escuchar vuestro testimonio de vida y vuestro relato de superación y de solidaridad familiar a kilómetros de distancia. Vuestros esfuerzos por integraros y formar una nueva ciudadanía. Nos ayudáis a entender mejor la propuesta jubilar de esperanza. Los migrantes y refugiados conserváis el carácter de nuestros abuelos: la cultura del esfuerzo, el coraje de salir de la tierra propia para buscar un futuro mejor, el sacrificio para legar una vida más justa a los descendientes.

Por eso, la persona desplazada forzosamente tiene un carácter sacramental y se convierte en un lugar de Dios. Por eso somos invitados no solo a ayudar y acoger, cómo no, sino también a descubrir cómo manifiestan sus vidas cotidianas la presencia de Cristo encarnado.

Por eso hoy, como los apóstoles, decimos juntos: “Señor, auméntanos la fe”. Una fe que se apoya en el Evangelio, que pone su confianza en Jesús y que defiende siempre a los más vulnerables. Y, en ese mismo espíritu, la Iglesia quiere seguir defendiendo los derechos de quienes viven entre nosotros, trabajan entre nosotros y ya son parte de nuestra sociedad. La hospitalidad no es una opción, es un deber moral y social. Nadie debería vivir en la sombra.

Fiel a ese espíritu, es bueno recordar hoy que la Iglesia respalda la Iniciativa Legislativa Popular para que las personas que han echado raíces entre nosotros, conviven pacíficamente entre nosotros y trabajan en la economía sumergida, puedan aflorar y participar en los deberes y derechos colectivos. Mantener en la economía sumergida y en un limbo jurídico a quienes comparten vida honrada con nosotros, es olvidar la moral y apostar por los problemas y la descohesión social. “La hospitalidad no es una opción, es un deber moral y social”, dijo con rotundidad la Conferencia Episcopal Española[1]. Así es. Rotundamente, nadie debería permanecer en situación de ilegalidad, sobre todo después de haber mostrado con hechos y con su vida su empeño por integrarse.

Queridos hermanos y hermanas migrantes, sois “peregrinos de esperanza”. Gracias por enseñarnos a ser una Iglesia que arriesga, que sale de sus zonas de seguridad, que abre sus puertas a los demás. Gracias porque con vuestra fe hacéis fuerte la nuestra, porque nos recordáis que la fraternidad es una realidad siempre en continua construcción. Para hacerla posible, para seguir posibilitando el plan de Dios, pidamos juntos en esta Eucaristía: “Señor, auméntanos la fe”.

[1] Nota sobre Migraciones y hospitalidad, 2023.

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