“Cuando venga el Hijo del hombre, ¿encontrará esta fe en la tierra?”
Esta pregunta hoy puede resonar así: Cuando venga el Hijo del Hombre ¿encontrará el Señor corazones que no se cansen de confiar, que no se cansen de rezar, que no se cansen de esperar por puro amor?
La respuesta hoy la tenemos en esta tarde delante de nosotros, en la sencillez de este encuentro.
Es una alegría y un gozo poder encontrarnos hoy con vosotros, padres, madres y familiares de los curas de nuestra diócesis. De corazón, gracias por haber respondido a esta invitación en la que queremos agradecer al Señor la vocación de vuestros hijos, vuestro apoyo y por vuestra generosidad hacia la vida de la Iglesia.
Encontrar la fe, como se preguntaba Jesús, no es toparse con grandes obras o con un poder impresionante. Es poder celebrar lo que aquí hemos traído; a veces oculto o callado, pero siempre puesto delante de Dios.
Gracias, en nombre de la Iglesia, por vuestras vidas, por estos años desde la ordenación de vuestros hijos, y por vuestras familias. En ellas vuestros hijos pudieron escuchar la llamada del Señor al sacerdocio. Gracias por ayudar a configurar un clima de fe y devoción donde se ha producido la escucha. Habéis estado a veces delante, otras detrás, otras al lado y otras de un modo misterioso.
Así vosotros habéis sido oyentes de esa Palabra y parte, por tanto, de la vocación de vuestros hijos. La habéis acogido como expresión de la voluntad de Dios. Recordad aquella mujer sencilla, del pueblo, que quiso elogiar a la madre de Jesús y fue ocasión para que Jesús enseñara dónde estaba la razón de la bendición de María: Bienaventurados los que escuchan la Palabra de Dios y la cumplen.
1. La vocación es gracia, pero se encarna en una historia concreta y esa historia casi siempre empieza en casa. Seguro que hoy podemos constatar una historia muy común: que con la vocación de los hijos se engendra a la vez una vocación de padres y madres de sacerdotes. Una nueva vocación que, como la de ellos, es un don, una gracia del Señor y un servicio a la Iglesia. Hoy queremos celebrarla y agradecerla en esta Eucaristía.
El ministerio sacerdotal no es un camino solitario, sino una obra de colaboración. Una vocación es una historia de amor de Dios, libre y gratuita, pero necesita un ambiente donde nacer, descubrirse y desarrollarse. Este ambiente es, en primer lugar, la propia familia: el padre, la madre, los hermanos, los abuelos que siempre han estado allí.
Dios no elige a sus sacerdotes para que crezcan solos en la fe; los hace crecer en una familia, en una parroquia, en un contexto. Y es que sólo se crece en la fe en el seno de una comunidad, de una familia, de un ambiente fraterno donde se aprende a hablar con las palabras del Ave María y del Padre Nuestro; donde, sin advertirlo, aprendemos a amar a Dios y a servir a los demás. Eso se aprende y lo hemos vivido sin grandes tratados, de manera sencilla en nuestras familias.
En la familia se vive la fe antes de saber formularla porque nace del amor vivido en lo concreto. Se reza, se ora, antes de conocer su definición. Nuestras familias son, sin duda, verdaderas iglesias domésticas que realizan lo que el apóstol San Pablo en la carta escribe a Timoteo: “Permanece en lo que aprendiste, consciente de quiénes lo aprendiste y que desde niño conoces las Sagradas Escrituras…” (2 Tim 3,15). Desde niños, con una gran naturalidad, se pusieron las bases de un corazón abierto y generoso para poder escuchar la Palabra de Dios.
Habéis sido formadores afectivos: muchas veces sin saberlo, sin pretenderlo, pero habéis transmitido valores, enseñado a escuchar, a respetar y a amar al estilo de Jesús.
2 - Habéis estado cerca cuando vuestros hijos, hermanos o nietos caminaban por el necesario sendero del discernimiento y la formación aprendiendo el eje de su ministerio: la cercanía y la centralidad de Jesucristo y su Iglesia.
Así, habéis prestado un servicio muy especial a esta Iglesia nuestra que formamos todos los bautizados: primero, habéis hecho posible en la familia la escucha y la respuesta al Señor de vuestros hijos, pero también los habéis entregado generosamente a la Iglesia. De alguna manera os ha supuesto un desprendimiento y un sacrificio.
Ellos, desde su consagración, no se pertenecen: Jesucristo toma posesión de ellos, pertenecen a la Iglesia. Ya no son vuestros, y con este despojo y esta ofrenda vuestra hacéis posible que ellos estén disponibles totalmente para servir al Pueblo de Dios. Un servicio y una entrega indivisible, que exige todo el corazón y todos los afectos. Con la imposición de manos del obispo toda su persona se ha transformado en algo nuevo por la fuerza de la unción del Espíritu: son sacerdotes de Cristo para siempre en servicio a la misión de la Iglesia, cuerpo de Cristo, pueblo de Dios.
Jesús les ha llamado, también a vosotros. Cuando Jesús llama se identifica con el enviado: “Quien a vosotros os recibe, a mí me recibe”, nos dice. Y Jesús se hace centro de todos nuestros afectos. Jesús y su ministerio deben ser amados por encima de cualquier otro amor. Es un amor que no entra en competencia con ningún otro, pero da un sentido nuevo a todos los afectos: amar siempre desde el Señor, con Él como fuente. Por eso, vuestros hijos os aman con un afecto purificado desde su amor y la entrega a su ministerio.
3 - Habéis acompañado y apoyado a vuestros hijos, de modo especial, con la oración. No dejéis de seguir con este ministerio. La liturgia de este domingo nos hace darnos cuenta de la importancia de la perseverancia en la oración y la fuerza que viene de Dios.
Habéis permanecido también vosotros –como Moisés, se nos decía– con las manos alzadas, mostrando que nuestro auxilio viene del Señor, como hemos cantado en el Salmo. Seguid rezando por vuestros hijos, por vuestros nietos, por vuestros hermanos, por todo el Pueblo de Dios, porque vuestra voz sigue siendo escuchada. Continuad con las manos levantadas junto con la oración por sus pastores, de todos los miembros de este pueblo de Dios de Madrid, que agradece y cuida de sus sacerdotes.
Insistir en la oración es el modo más hermoso de poner confiadas nuestras vidas y nuestras familias en los brazos acogedores del Padre. Perseverar en la oración para que infunda en vuestros hijos el consuelo del Espíritu que necesitan en tantos momentos de su ministerio; que sientan “arder el corazón” para una entrega sin límite a la grey encomendada por el mismo Señor. Con vuestras manos alzadas en oración os convertís en colaboradores directos de la caridad pastoral y de la misión eclesial de vuestros hijos sacerdotes.
La Iglesia reconoce explícitamente la “maternidad espiritual” de vosotros, padres y madres, abuelos y abuelas de tantos sacerdotes y seminaristas. Gracias por vuestra ofrenda. Gracias por amar como Jesús. Gracias por vuestra entrega, que es ofrenda por la fidelidad y ministerio de vuestros hijos. Así sois, a título especial, rostro de la maternidad de la Santa Iglesia para los sacerdotes.
Madres, padres, familias: vuestra presencia, vuestra voz, vuestras lágrimas y vuestra esperanza, se convierten en fuerza espiritual en la vida de todos los sacerdotes y de este presbiterio de Madrid.
Pero la oración hoy también es alabanza y agradecimiento. Por eso en esta Eucaristía damos gracias por el don de la vida, que recibimos a través de nuestros padres, por el don de la vocación de vuestros hijos y por la gracia de haber sido mediadores en esa llamada del Señor.
4 - En este Jubileo. la Iglesia de Madrid y su obispo os agradecen de corazón vuestra generosidad. Os pedimos que sigáis rezando por todo el presbiterio. Contad también vosotros con nuestras oraciones, porque formamos una nueva familia fundada en la acogida de la Palabra de nuestro Padre que nos ha encomendado la misión única de anunciar el Evangelio.
No quisiera terminar sin recordar a los padres y madres de sacerdotes que, por enfermedad o debilidad, no han podido estar presentes en esta Eucaristía. Para ellos, como parte de esta familia nueva, mi agradecimiento y mi oración para que se restablezcan. Gracias por la oración que unís al dolor de la enfermedad o a las pasividades de la edad. Seguid siendo siempre discípulos misioneros, colaboradores desde ahí del ministerio de vuestros hijos.
Un recuerdo agradecido en la oración a los que ya están gozando del abrazo misericordioso del Padre. Desde el eterno descanso de los justos interceden por sus hijos y por toda esta Iglesia.
“¿Encontrará el Hijo del Hombre esta fe en la tierra?”
Sí, Señor –podríamos responder hoy–.
La encontrará en estos padres y madres, en estas familias que siguen creyendo, esperando y amando, incluso en medio de las pruebas y de la edad.
Esa fe no hace ruido, no busca aplausos, pero sostiene el corazón de la Iglesia.
Pidamos juntos que nunca falte esta fe en la Iglesia: fe sencilla, perseverante y confiada, porque desde esa fe humilde el Señor sigue levantando a los servidores para su pueblo.
- Que el Señor os dé fuerzas para seguir siendo raíces profundas de la vocación.
- Que os conceda sabiduría para acompañar con humildad y libertad, sin exigir, pero alentando la vida de vuestros hijos, como lo hizo san José.
- Y que la Virgen María, Virgen de la Almudena y Madre de los sacerdotes, os proteja, os consuele y os cuide, para que podáis ver los frutos abundantes de todo lo que habéis sembrado en la Iglesia.
