«¿Dónde quieres que vayamos a prepararte la comida pascual?», le preguntaron los discípulos a Jesús. ¿Dónde quieres que te preparemos la Eucaristía?: le podíamos preguntar hoy los que hemos venido a esta celebración.

El Evangelio nos dice que Jesús lo anhelaba y por eso lo tenía todo preparado: sabía lo del hombre con un cántaro de agua, sabía lo del dueño de la casa con una sala grande y arreglada en el piso de arriba y conocía sobre todo el amor con que sus amigos iban a recibir aquella cena en la que Él se entrega con su cuerpo y con su sangre. Ese cuerpo y esa sangre que desde aquel momento Él deseaba tan ardientemente entregarnos como una nueva alianza y como su gran vinculación con nosotros.

Reunidos en esta fiesta del Cuerpo y la sangre de Cristo me gustaría que todos nosotros le hiciéramos también la pregunta a Jesús, ¿dónde podemos preparar hoy la Eucaristía?
Y Él, de nuevo, a todos los que le preguntemos, con el corazón abierto, lo primero que nos dice es: «Id a la ciudad». Fijaos lo que pasa: mirad en nuestras familias, mirad a nuestro alrededor, porque si no atravesamos eso, quizás no prepararemos bien la Eucaristía.

Fijaos en lo que le pasa a la gente y allí intentad reconocer a los que llevan cántaros de agua para dar de beber a los demás. El Señor prepara cada Eucaristía con los que se animan a ser cántaros para los demás. Sí, ese cántaro que nos evoca también al bautismo y nos lleva a reconocer a tanta gente a nuestro alrededor que se da a los demás, que entrega el espíritu de Dios tal y como lo ha recibido a través del bautismo, a tanta gente que a lo largo de la historia nos ha traído a la Eucaristía desde que éramos pequeños. A tantos aguadores y aguadoras en nuestra ciudad, que siempre son la antesala ante cualquier Eucaristía.

Para celebrar la Eucaristía, Jesús nos dice, necesitamos ser hombres o mujeres cántaro. Y, cuando no, tendremos que reconocer a los que son y han sido en nuestra vida, a aquellos que se regalan a otros y que dan agua a otros. Y, además, en la ciudad, fijaos, para celebrar la Eucaristía aquellos que acogen a los demás, aquellos que hacen de su vida una sala grande para acoger y para invitar en una ciudad que cada vez tiene espacios más pequeños. No aquellos que tienen clubs privados, restringidos o selectos. Solo para celebrar la Eucaristía en los que hacen de su vida una sala grande para los demás.

El Señor prepara la Eucaristía para su pueblo con los que se animan a abrir su corazón a los demás, con los que tienen un corazón de padre, un corazón como una sala grande donde todos, todos, todos, como dice el Papa Francisco, son invitados a compartir el Pan. Así quiere Jesús seguir preparando cada Eucaristía. Así sucede en cada Eucaristía cuando pedimos al Padre que «congregue a su pueblo sin cesar con la fuerza del Espíritu y que santifique por el mismo espíritu nuestras ofrendas y las acepte, convertidas en el Cuerpo y la Sangre de su Hijo como sacrificio vivo y santo».

Hoy por eso a nosotros se nos pide también que hagamos como aquellas personas, hombres y mujeres cántaro que señalan caminos y que crean vínculos, porque tienen un corazón lleno del agua viva que viene del bautismo. Se nos pide que seamos hombres y mujeres que preparan la mesa para el Señor y para sus hermanos. Hombres y mujeres que creen encuentro con gestos siempre de acogida. Todos podemos preparar la Eucaristía. Y todos hoy podemos ser aquellos signos para que otros celebren la Eucaristía. Por más cruces que tengamos, siempre podremos ser o encontrar a quien ofrezca senderos de esperanza. Incluso una cruz, incluso esa cruz que llevas, incluso un sufrimiento, ese sufrimiento que llevas, puede ser un cántaro que dé vida a otros. Recordad que fue la Cruz donde el Señor traspasado se nos entregó como fuente de agua viva.

Por eso hoy, día del Cuerpo y la Sangre de Cristo, Él se queda con nosotros, pero no pasivamente, sino transformando y resucitando cuanto toca, haciendo real el paso de Dios, la Pascua en nuestra vida. Por eso hoy, cuando celebramos la Iglesia también quiere que acudamos a la Eucaristía desde un prisma especial. Desde esta tarea que hace la Iglesia de estar con aquellos con los que el Señor se queda especialmente. Hoy también queremos celebrar y mirar la Eucaristía desde toda la acción de la Iglesia a los más pobres. Sí, allí estamos todos. Y desde los más pobres, hoy, nos enseñáis a descubrir a Cristo, vulnerable en nuestro mundo, pero aquel que se da y se entrega desde su pobreza. Podíamos ver la fiesta del Corpus desde tratados de teología, desde las catedrales, desde los estudios sociológicos sobre la práctica religiosa en nuestros tiempos o desde la moral. Pero no.

El hombre del cántaro y que tiene una sala grande nos pide que miremos hoy la Eucaristía desde la caridad. Permitidme así que miremos hoy el Corpus desde los más pobres y humildes de nuestras comunidades. Ellos hoy son los protagonistas para enseñarnos cómo mirar. Con ellos hacemos fiesta estos días: salen a las calles con flores y ellos nos ayudan a entrar en el Misterio de una forma bella y festiva. Hoy nos unimos a ellos y nos enseñan a ver el Corpus como una devoción agradecida que dice con el lenguaje de los más pobres: «Señor te necesitamos, quédate con nosotros, habita en nuestras calles, ven a nuestras casas, protégenos de la pobreza, del mal y de tanta vida complicada»

Con este sentimiento y esta necesidad, esta hambre de Dios de los más pobres, venimos a celebrar la Eucaristía porque sabéis que para celebrarla lo primero que necesitamos es tener hambre de Dios. Cuando no tenemos hambre y cuando no nos sentimos hambrientos y necesitados, quizás no nos damos cuenta del Misterio que tenemos delante. No entenderemos el Misterio del Cuerpo y la Sangre de Cristo si no tenemos el hambre y sed de los pobres.

Si no sabemos a qué sabe el hambre, a lo mejor la Eucaristía nunca nos saciará. Con el hambre podemos entender la enseñanza de esta fiesta: Cristo se queda alimentándonos y explicando como Dios pasa y hace Pascua de la vida cotidiana, como sucede en el cotidiano pan y vino. Queridos amigos, Cristo se queda y nos sienta a esta mesa para abrirnos el corazón, para darnos el pan de los pobres, pero siempre juntos. Se queda no como una idea, no para venir a “mi Misa”, se queda haciéndonos un cuerpo. Sí, porque Cristo es la cabeza del cuerpo místico que formamos con Él todos los bautizados. Si recibimos a Cristo en la Eucaristía, recibimos inmediatamente a todos nuestros hermanos. Comulgamos con todos ellos: santos o no, amigos o enemigos.

Decía San Agustín: «Es vuestro misterio el que se celebra en el altar del Señor, dado que vosotros sois el cuerpo de Cristo y sus miembros; vosotros recibís vuestro propio misterio y respondéis: ¡Amén! A cuanto sois y, al responder, lo aceptáis. Se os dice: ¡Cuerpo de Cristo!, vosotros respondéis: ¡Amén! Sé un miembro del cuerpo de Cristo a fin de que tu Amén pueda ser verdadero (Ser. 272; PL 38, 12-46)».

Sé un miembro del cuerpo de Cristo. La respuesta a saciar nuestra hambre y nuestro amén es convertirnos en cuerpo de cristo y descubrir al otro como cuerpo de Cristo. Creemos a veces que comulgar es cosa nuestra, pero la verdad es otra. Comulgar es incorporarnos a este cuerpo y al comer a Cristo, Él es el que realmente nos come. Cuando comulgamos a Cristo, somos comulgados por Él y somos asimilados a Él. «El que me come, vivirá por mí», dice San Juan.

Queridos amigos, la Eucaristía está preparada, los hombres y mujeres cántaros están aquí en nuestras vidas, los hombres que tienen un corazón y salas grandes donde todos caben están aquí y han estado en estas vidas. Que la Eucaristía que hoy celebramos nos ensanche el corazón, nos vincule a los más pobres y nos ayude a descubrir quién sana y quién da vida al mundo. Este es el gran regalo, esta es la gran pregunta y así podemos responder: ¿Señor dónde quieres que te preparemos la Eucaristía? Al responder, la celebraremos juntos hoy.

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