Jesucristo, “justicia de Dios”, es la gran novedad que irrumpe en la historia. No se trata de una teoría ni de un código, sino de una vida nueva que llena el corazón humano. Él es el vino nuevo que da sabor. Y es Él mismo quien nos convoca, un año más, en torno a la Eucaristía en la apertura del curso judicial a los que el mismo ha llamado.

El Evangelio nos recuerda que la novedad y la verdad de Dios se llaman Reino de Dios. San Lucas, el evangelista de la misericordia, lo explica con claridad: con Jesús comienza un tiempo nuevo, algo inédito, definitivo, que desborda los límites de la Ley antigua. Una forma distinta de situarse ante la vida.

Ese cambio de mirada ilumina también nuestro presente. Empezar un nuevo año judicial es, de algún modo, comenzar de nuevo: una oportunidad para que la justicia deje de ser una palabra fría en los códigos y se convierta en vida y esperanza para el pueblo. Más aún en este jubileo de la esperanza que estamos celebrando con toda la Iglesia.

El Evangelio nos recuerda que Jesús es capaz de renovarlo todo. Es lo que costó entender hasta a sus discípulos. Con ellos seguían a Jesús algunos fariseos apegados a la ley religiosa y su cumplimiento, también estaban los discípulos del bautista, y también algunos grupos apocalípticos que subrayaban el carácter transitorio de la vida en este mundo.

Ante ellos Jesús no se opone a la norma. Pero quiere que se den cuenta del reto desbordante de lo que tiene delante: tienen la presencia de Jesús. Es necesario saber, en medio de tantas ofertas, retos, complicaciones, dónde está el centro y quién es quien ilumina todo lo demás. Jesús es el novio (novio viene de novum, nuevo), se ha hecho presente en medio del banquete de bodas. No es tiempo de luto, sino de celebración. El Reino está ya presente, aunque todavía no en plenitud.

Más de 2000 años después y en un contexto complejo, los seguidores de Jesús parecería que no estemos para demasiadas fiestas. Lo sabéis mejor que yo quienes, desde distintas responsabilidades en la magistratura, la fiscalía y todos los servicios que presta la administración de justicia, iniciáis este nuevo año judicial.

Pero nosotros, como los discípulos, hoy miramos a Jesús y recuperamos así la alegría que dan sus palabras. Solo así se recupera la alegría, no una alegría ingenua o superficial, sino la que nace de saber que después de la cruz, vivida con amor, viene la Pascua.

Esa es la certeza que nos permite entrever un amanecer incluso en la noche más oscura. Y por eso, hoy, la Iglesia da gracias: gracias a Dios por vuestra vocación al servicio de la justicia; gracias a vosotros por no caer en la rutina ni en el escepticismo; gracias por no limitaros a “remendar mantos viejos”, sino por buscar hacer de vuestro trabajo un lugar donde la justicia tenga rostro y alma.

La justicia no es un ente o un cuerpo inerme. La justicia la hacéis cada uno y cada una con vuestra tarea diaria, tomando decisiones, respondiendo a una vocación concreta que hoy ponemos delante del Dios de la Justicia para que os abrace y ponga alma a vuestros pasos.

Por eso damos gracias a Dios por haberos llamado. Por poneros en este camino.

El camino no es fácil, lo sabemos. Vivimos tiempos complicados, de tensiones sociales y de horizontes inciertos. Pero también sabemos que la Palabra de Dios es la mejor herramienta para iniciar este curso: nos recuerda que Cristo, el Esposo, está presente. Que Él renueva todas las cosas. Y que vuestra vocación, vivida con honestidad y con esperanza, es un verdadero servicio al bien común y un signo de esperanza para todos.

Para comenzar, quiero invitaros a ejercitar una virtud muy necesaria en los tiempos difíciles: la perseverancia. Lo hemos escuchado en la primera lectura, tomada de la carta a los Colosenses. Aquella comunidad sufría el desánimo: veían a Pablo encarcelado, sin signos prodigiosos que lo liberaran, y al recordar lo que pasó con Jesús, descubrían que también Él, el Hijo de Dios, había sido víctima del poder y había tenido que pasar por el fracaso y la muerte. Esta visión los golpeaba en lo más hondo, hasta hacerlos dudar de la fuerza de la fe, de la eficacia de la oración y de la supremacía de Cristo.

En medio de esa situación, Pablo lanza una llamada que resuena con fuerza también hoy: Cristo no es uno más entre tantos. Él es el primogénito de toda la creación, anterior a todo, cabeza y plenitud de Dios, y nos ha regalado la alegría de la salvación entregando su vida por amor.

Por eso, este es el momento de revitalizar y renovar nuestro seguimiento a Jesucristo. Él cuenta con nosotros. Su fortaleza nos sostiene para actuar con justicia, con objetividad, con ecuanimidad, en todas las circunstancias de la vida y, de manera especial, en las responsabilidades que cada uno asume en su trabajo. Su cercanía nos convierte en sembradores de humanidad y de empatía allí donde más se necesitan.

Os necesitamos. Porque vosotros, con la fuerza que viene de Dios, colaboráis en esa tarea tan imprescindible de administrar justicia. Y sabemos bien: sin justicia, el mundo se desliza hacia la barbarie.

Hoy pedimos al Señor que os anime, os acompañe y os recuerde siempre que su amor es más fuerte que todo desánimo.

Y al inicio necesitamos recordar los principios. Hoy sigue siendo necesario reivindicar que el respeto al principio de legalidad, la división de poderes, la consideración debida a
la magistratura y la independencia judicial, son elementos fundamentales no sólo del Estado de Derecho, sino del armazón ético por el que debe discurrir nuestra convivencia. Y como nada humano es ajeno a la Iglesia, como pueblo de Dios, estos principios son acogidos y defendidos por ella.

Pero, al mismo tiempo, también en el marco de una sociedad plural tendremos que recordar los principios sapienciales de la enseñanza social de la Iglesia, macerados en años y evangelio. Principios dirigidos a todos los hombres y mujeres de buena voluntad, empezando por el de la inquebrantable dignidad de la persona humana y su derecho a la vida y a su cuidado.

El Papa León XIV, en línea con el magisterio anterior, ha destacado la importancia de aunar justicia con misericordia porque la justicia por sí sola no es suficiente; aún más, puede conducir a la negación y aniquilamiento de sí misma, si no se le permite esa forma más profunda que es el amor. Al oponerlos entre sí, se desnaturalizarían tanto el amor como la justicia. Ciertamente, la misericordia sin justicia sería un sarcasmo y la justicia sin misericordia se convertiría en un cuerpo sin alma, una suerte de hogar gélido sin fuego.

Para la Biblia, “saber hacer justicia es el objetivo de quien quiere gobernar con sabiduría". Para ello es necesario la escucha atenta a las personas.

Por eso, os invito a cultivar un espíritu de apertura y gratitud hacia quienes os rodean: las víctimas que buscan verdad, las personas que han cometido errores y necesitan ser socialmente recuperadas, las familias que esperan justicia y consuelo, quienes aguardan la resolución de una controversia. La gratitud convierte el peso en servicio; la gratitud a Dios -no en último lugar- fortalece la vocación de quienes imperativamente tenéis que resolver con ciencia, prudencia, humanidad y sabiduría.

Ojalá vuestros despachos sean un lugar donde la ley y la esperanza se miren y se abracen. No olvidéis que estáis llamados a aportar esperanza en vuestro impartir justicia. La viuda del evangelio que pide justicia insistentemente (Lc 18,1-8), las múltiples víctimas de nuestros días, especialmente las más vulnerables, o el control de la legalidad como dique de contención ante cualquier forma de poder arbitrario, son situaciones que alimentan un anhelo de justicia como esperanza de que la injusticia que atraviesa este mundo no tenga la última palabra.

Ojalá cada auto, cada sentencia, cada acto procesal con testigos y partes sea una ocasión para construir confianza, para sostener la dignidad humana y para mostrar, con palabras y hechos, que la justicia restaura y sana y que, no por casualidad, es la primera de las virtudes cardinales. A la Iglesia no le compete entrometerse en un terreno que no le es propio, pero sí deciros que os acompaña en la tarea con la oración, el reconocimiento y la gratitud.

Por eso, un año más, en este día os presentamos a Dios. A vosotros y a vuestras familias, pues no olvidamos que debajo de la toga y las puñetas está vuestro corazón. Que el Señor os premie con creces, que el Espíritu Santo os ilumine en el discernimiento y que Santa María, Espejo de Justicia, os acompañe en la tarea y que, al final de cada jornada, podáis decir simplemente: hemos hecho lo que debíamos hacer. Que Dios os bendiga en vuestro noble servicio y os conceda la gracia de ser instrumentos de una justicia que siempre es más grande que todos nosotros.

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