Querido don Juan Antonio, obispo. Querido y excelentísimo Cabildo catedral. Querido señor Deán, queridos hermanos sacerdotes que hoy nos acompañáis venidos de otras iglesias hermanas, queridos seminaristas.

Madre General de las Hermanas de la Cruz y Consejo. Queridas hermanas que hoy os habéis querido hacer presentes aquí, en la catedral, para dar gracias a Dios por esta hermana vuestra que la Iglesia ha reconocido santa, y ha reconocido que para todos los hombres puede ser no solamente intercesora sino ejemplo de identificación de todos nosotros.

Querida familia de santa María de la Purísima. Hermanos y hermanas todos que os hacéis presentes hoy, aquí, en esta celebración. Queridos miembros de la vida consagrada.

El 18 de octubre pasado el papa Francisco canonizaba en Roma a la Madre María de la Purísima. Ella misma dijo que la santidad es una entrega total en manos del Señor de todo nuestro ser, y esto es lo que ella nos relata y nos enseña con su vida.

Cómo no vamos a dar gracias a Dios hoy por esta mujer nacida aquí, en Madrid, cultivada en su espíritu también aquí, en Madrid. Es aquí donde toma la decisión ante la llamada urgente del Señor de entregar su vida en esta congregación de las Hermanas de la Cruz. Cómo no vamos a dar gracias a Dios. Es alguien de los nuestros que ha alcanzado lo que ella misma decía, desde una entrega total puesta en manos del Señor: todo su ser, todo lo que Ella era y tenía lo puso al servicio del Señor, viendo también al Señor en manos de los más pobres.

Se cumple el salmo que acabamos de cantar: se cumple que la alegría de caminar en este mundo, junto al Señor y tal y como Él nos dice, es la verdadera alegría. La alegría de estar pisando ya en este mundo esos umbrales de la Jerusalén celeste, en aquella fidelidad al Señor vive, es la alegría que en esta acción de gracias ella también nos ofrece, y nos dice: alegres porque hemos tomado la decisión de entregar nuestra vida y ponerla en manos del Señor, porque lo que somos y tenemos es del Señor, y si es de Él no tenemos más remedio que devolvérselo a Él.

Ella hizo experimentar a quienes la rodearon que la nueva Jerusalén ya estaba aquí, se podía hacer presente aquí, siendo santos; que está fundada en Cristo, roca fuerte y viva, y que hace posible que nosotros también seamos piedras vivas de este gran edificio que el Señor, como nos dice el apóstol Pedro, quiere construir, y para lo que ha contado con nosotros.

Queridos hermanos y hermanas. Después de escuchar la palabra de Dios yo querría deciros, fundamentalmente esto, viéndola a ella y viéndonos a nosotros. Ella fue llamada, ella decidió que poniéndose en manos de Dios se identificó con Cristo. Y Ella fue transformada por las manos del Señor.

Fue llamada, queridos hermanos y hermanas. Lo habéis escuchado en la primera lectura que hemos proclamado del profeta Isaías. Fue llamada para consolar y para entregar la buena noticia a los que más necesitaban, a los que sufren. Fue llamada para vendar corazones desgarrados, fue llamada por dar libertad a quien estaba cautivo por los motivos que fuere, fue llamada a mostrar la gracia de Dios en su tiempo, fue llamada a consolar a los afligidos, fue llamada a entregar a Dios la vida y, precisamente porque se la entregaba a Dios, en ese rostro que ella contemplaba en la cruz de Cristo, descubrió que este Dios estaba en los pobres, en los más necesitados, en los más sencillos. Sabía muy bien que el amor de Dios había que concretarlo, había que realizarlo en concreto, y ella lo hizo y fue cierto que el amor hay que probarlo, y que se evidenció a través de ella el amor de Dios en el prójimo.

Queridos hermanos y hermanas: llamada. Su espiritualidad fluía de la radicalidad que ella contemplaba en el Evangelio y en la palabra de Dios. Ella es un regalo de Dios a nuestra sociedad y a la Iglesia siempre, pero significativo en estos momentos de la historia, porque la misión y la unión con Dios nos tiene que llevar a la conversión. El tema central de las cartas que la Madre María de la Purísima escribe es precisamente la conversión, la configuración con nuestro Señor Jesucristo: a eso fue llamada ella, y hoy esta mujer nos llama a todos nosotros a realizar lo mismo, a que nos configuremos con Jesucristo. Que la tarea más urgente, más bella que podemos hacer los hombres en estos momentos como servicio a todos los hombres, y especialmente a los que más lo necesitan, a los que tienen el corazón roto, dividido, violento, deshecho o pobre, es precisamente la identificación con nuestro Señor Jesucristo; poder hacer ver con nuestra vida a los demás, como ella lo hizo, que Dios es Padre, que Dios es amor, que Dios es ternura, que Dios es misericordia entrañable.

Pero, en segundo lugar, hay otra palabra: identificada. Identificada con Jesucristo, siguiendo las huellas del Señor. Habéis escuchado la segunda lectura de la Carta a los Filipenses, que hemos proclamado. Ella ya sabía que Jesús, como nos cuenta el apóstol Pablo, siendo de condición divina, se despojó de su rango y se hizo esclavo, servidor de todos los hombres. Lo escuchó de tal manera Santa María de la Purísima que quiso ser esclava de los más pobres. Ella lo hizo fundamentalmente llevando tres cosas, queridos hermanos y hermanas: llevando una sonrisa a casa de los pobres, porque es el mejor regalo. No os creáis que a veces lo mejor es dar algo y desentenderme... Lo mejor es lo que ella hizo: daba su vida; también entregaba lo que le daban y tenía, pero fundamentalmente daba su sonrisa, su entrega alegre, confiada en Dios, a los pobres. Sí, la ternura de Dios. Y esto lo hacía ocultamente, esto lo hacía en la alegría de abrir los corazones, queridos hermanos; porque la sonrisa, cuando nos acercamos a una persona, cuando estamos junto a ella, cuando pasamos horas con ella, sabiendo que no nos va a dar nada, pero sin embargo estamos acompañándola y contentos, abrimos corazones... La sonrisa abre corazones. Y, en segundo lugar, ella curaba las llagas físicas y psíquicas, y religiosas y sociales, que tenían aquellos con los que se encontraba. Y lo hacía siendo simplemente como nuestro Señor, que se despojó, y se hacía esclava de quienes tenía a su lado. Identificada con Cristo. Identificada con Cristo. Y, en tercer lugar, era permanente en los detalles de amor. Aquello de un vaso de agua a esos mis hijos más pequeños, que nos dice el Señor, ella lo llevó, y realizaba esa identificación en la oración, en el silencio interior, en el abandono absoluto en manos de Dios, en la donación, en el ocultamiento y en esa alegría de saberse salvada, querida, amada por Dios, y regalando ese amor de Dios a todos los que se encontró. Identificada con Cristo.

Y, en tercer lugar, queridos hermanos, fue llamada para consolar y entregar la buena noticia, identificada con Cristo y siguiendo sus huellas. Pero, hermanos, para dar a conocer la vida, la dicha y la bienaventuranza verdadera. Lo habéis escuchado en el Evangelio que hemos proclamado: hay una bienaventuranza que ahí no está dicha, está predicha. La bienaventuranza es Cristo, queridos hermanos y hermanas. Es Cristo. Y aquellas gentes que estaban en la montaña cuando Jesús estaba predicando y diciendo: dichosos los pobres, los que tienen hambre y sed, los justos, los perseguidos... Queridos hermanos, ¿cómo podía decir eso nuestro Señor Jesucristo si era tal esa situación? Pues lo decía porque aquellos que le escuchaban tenían la dicha de haberse encontrado con la única bienaventuranza que existe, que es Cristo mismo. Y por eso eran dichosos. No por la situación en la que estaban viviendo. Pero la dicha les venía de Cristo: se habían encontrado con Jesucristo.

Esta es la dicha de Santa María de la Purísima, que se encuentra con nuestro Señor Jesucristo y siente la dicha y la bienaventuranza. El centro de su vida fue Jesucristo. Para ella, una persona espiritual es quien pone en el centro de su vida a Cristo. Su existencia fue vivida cristocéntricamente, Cristo fue la razón de su vida, de su vivir, el núcleo de su existencia.

Algunas de vosotras la conocísteis, y sabéis que esto es así, y que vuestra vida cambiaba y se construía porque veíais el reflejo de Jesucristo en su vida. Ella se abrazó a la cruz, a una cruz luminosa, como lo habéis hecho vosotras, queridas hermanas: con tres clavos redentores en vuestro cuerpo. Uno, la pobreza plena y total; otro, la castidad para ser amor para todos; y otro, la obediencia a rajatabla, sin mirar para otro lado, el sí ante lo que me digan.

Así lo hizo ella. Y hoy, en esta acción de gracias, oramos también porque su familia, que sois vosotras, más próximas, seguís realizando lo mismo. Ella vivió con tal devoción y miraba con tal devoción a la cruz que en esos trozos de madera, verticales y horizontales, vio lo que ella llamaba pasar del no ser a ser; es decir, de morir para sí misma para que fuese Él en Ella. En el vertical, Ella lo contemplaba para unirse a Dios; en el horizontal, ella lo contemplaba para mirar a los más pobres.

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