Como podéis comprender, estoy muy contento porque os veo después de muchos meses de no veros... Se me han hecho largos al no poder estar reunido con vosotros para adorar al Señor y para escuchar lo que el Señor nos dice. Cuando yo esta mañana muy temprano estaba orando y preparando lo que os iba a decir a vosotros hoy, le decía al Señor al principio, al leer el Evangelio, que es el que se va a proclamar el domingo próximo: Señor, ¡pero qué Evangelio me pones hoy para hablar a los jóvenes! Ilumíname para poder llegar a su corazón y decirles algo que, de alguna forma, reafirme en sus vidas esa experiencia que ellos necesitan tener de ti.

Yo, ahora mismo, le pido al Señor las mismas palabras que Pablo, pero de forma distinta. San Pablo un día, lleno de Dios, pedía perdón a los que iba a hablar, diciéndoles: «Si desvarío...» Pero él lo decía porque estaba lleno de Dios. Yo, me vais a perdonar, pero esta noche os lo tengo que decir porque estoy cansado; estoy desde las seis de la mañana y, a las ocho, empecé una reunión después de rezar y no he parado en todo el día de reuniones, no he parado... Por eso, si desvarío, me perdonáis.

Quisiera acercar a vuestras vidas tres dimensiones que aparecen en el Evangelio que acabamos de proclamar. La primera es un regalo que el Señor nos hace y me hace a mí que, como os decía antes y le pedía al Señor, mañana salgo para incorporarme al Sínodo de los obispos que va a tratar el tema de la familia. Yo creo que es un regalo del Señor el que la primera dimensión que hoy nos regala es que pensásemos por un instante que tenemos un gran tesoro: la familia. Cuando el Señor está hablando aquí de un hombre, divorciarse de su mujer, qué os mandó Moisés..., lo que está el Señor presentando es otra manera de vivir, la que nace de unos hombres y mujeres que, por ser discípulos del Señor, por tener la vida del Señor, ven en el otro a Cristo mismo.

El Señor, en su palabra, nos dice que el hombre es imagen de Dios. Y es verdad. La dignidad máxima del hombre se alcanza porque somos imágenes de Dios, y nadie puede estropear una imagen, nadie puede romper una imagen, maltratar una imagen de Dios, que es el ser humano; nadie puede eliminar una imagen de Dios. Pero aquí el Señor nos dice mucho más, Él a nosotros nos ha dado su vida, tenemos, estamos llenos de la vida de Dios. Y yo al otro siempre le tengo que tratar como si fuese Jesucristo. Tenemos un tesoro, una familia.

El ser humano para venir a este mundo necesita siempre de dos laderas, necesariamente: padre y madre. Y sin esas laderas ninguno de los que estamos aquí hubiésemos venido a la existencia y esta noche no estaríamos aquí. Pero, además, el Señor no solamente nos regala esas laderas, sino que nos hace ver que un hombre y una mujer, cuando se unen, cuando unen sus vidas en matrimonio cristiano, lo que hacen es unirlas descubriendo que el otro es el mismo Cristo, y que por tanto el uno para el otro se tienen que ver como si fuese Jesucristo mismo. Y a Cristo se le pide perdón cuando uno ha metido la pata, y a Cristo no se le juzga; Él es el que, con su amor y su vida, nos juzga a nosotros simplemente contemplándole.

El Señor nos ama siempre, y eso es lo que quiere que regalemos siempre a los demás: su amor, su entrega, su bondad. Cuando yo estos días estaba pensando lo que es la familia cristiana, me acordaba de mis inicios de sacerdote, en mi tierra de Cantabria, en Torrelavega, en mis inicios mismos, siendo joven y parecido a alguno de vosotros. Me acordaba de que comencé en un momento de mi vida a vivir con muchachos que salían de un reformatorio que había cerca de Torrelavega y, como no tenían familia, se quedaban tirados por allí, y yo abrí una casa –que sigue existiendo todavía ahora y que la lleva una congregación, los amigonianos, “la casa de los muchachos”. Kiko, de los que vivía conmigo, no aceptaba a su madre; vivía su madre de una manera especial y no aceptaba su comportamiento, se avergonzaba. Un día le cogi aparte y le dije de verdad quién era su madre, porque él lo pensaba pero nadie se lo había dicho. Pero le decía «es tu madre, la que te trajo a este mundo, la que te dio rostro». Lloraba mucho. «Y esta noche vamos a ir a ver a tu madre, donde está trabajando...». Y fuimos a ver a su madre.

Yo le explicaba por el camino que no podemos juzgar a nadie por lo que haga, sino agradecer a Dios que él estuviese en esta tierra y en este mundo por esa mujer que él no quería y que tenía rencor contra ella por su manera de vivir. Fuimos a verla. Llegamos al lugar donde estaba, yo le insistía que le diera un abrazo; y él cambió de vida, de postura. En un libro que tengo dedicado a la Virgen, cuando estaba de arzobispo de Oviedo, él hace el prólogo. Porque me mandó una nota en la que me decía: «Recuerdo aquella noche donde me reconcilié con mi madre y donde descubrí –e, incluso, en lo que no me había dado mi madre, porque no me había dado más que la vida–, la grandeza de la familia cristiana».

Y es que la familia, queridos amigos, es la escuela de bellas artes más grande, es donde aprendemos lo mejor, a amar, a perdonarnos, a querernos, a servir al otro, a estar disponible para el otro, a aceptar al otro como es; es en la familia donde aprendemos el arte verdadero de pintar, pero de pintar en profundidad. Y este es un regalo que nos hace el Señor, un tesoro que tenemos en nuestras manos. Aquello de la parábola, si encontráis una perla, no la tiréis, no la estropeéis, vended todo y comprad esa perla.

Yo me alegro que sea hoy el día en que nos reunimos. Mañana por la noche estaré yo en Roma, rezando, por la noche, con obispos de todo el mundo para ponernos en manos del Señor y hablar de la familia cristiana. Pero me dais la oportunidad esta noche, delante de Jesucristo, de deciros que tenemos la mejor escuela de bellas artes, porque nos enseña el arte verdadero de cambiar este mundo, que es la familia cristiana. Tenemos un tesoro, descubridlo; aun en medio de las dificultades que pueda existir en vuestra propia familia, descubrí el regalazo inmenso de haberos traído a este mundo, descubrir la grandeza, también, de poder estar junto al Señor y hacer verdad aquello que nos dice Teresa de Jesús. Escuchando al Señor, ella oye aquellas palabras: «Buscarte has en mí y a mí buscarte asentí».

Somos imágenes de Dios; es más, somos Cristo, tenemos su vida, y al otro le tenemos que mirar como se mira a Cristo. Y la realización más grande de esto se da, precisamente, al inicio de la familia, en un matrimonio, con todas las dificultades que haya. Un tesoro, rezad por este tesoro, valoradlo.

Seguro que aquí hay parejas de novios, valorad este momento de vuestra vida, aprended a miraros como Cristo os mira, aprended a mirar todos como Cristo mira.

Pero, en segundo lugar, el Evangelio nos dice: no solamente tenéis un tesoro, tenéis un regalo, una manera de vivir, singular, que no es romper al otro, sino construir al otro, encontrarnos con el otro, vivir para el otro, no hacer morir a nadie, sino hacer vivir a todos con la vida del Señor. Un regalo. Imagináis el regalo que tenemos al tener en nuestra vida una manera de vivir que nos ha dado Jesucristo... Yo, cuando os miro a vosotros, si miro con la mirada del Señor, tengo que ver aquí hijos de Dios y hermanos míos, hombres y mujeres a los que tengo que amar y por los que tengo que gastar mi vida, opero vosotros también cuando miréis a los demás. Este es el mundo que tenemos que construir, este es el regalo que nos hace el Señor: una manera de vivir que no tiene comparación con nada, no nace de una ideología, ni de unas ideas, nace de la vida de Jesucristo que tenemos vosotros en vuestro corazón y en vuestra vida. Vuestra manera de vivir, de respetar, de andar, de dar la mano al otro, no nace de ideas, nace de Cristo. Cristo nos da esta manera de vivir.

Y, en tercer lugar, el Señor nos propone una tarea, nos da una misión, quiere que hagamos un compromiso. Lo habéis visto en el Evangelio, le acercaban niños para que los tocara, los discípulos le regañaban pero Jesús les dijo: «Dejad que los niños se acerquen a mí». Los niños representan, en esta página del Evangelio –y por eso dice que se acerquen a Él–, el crecimiento que Cristo da a toda persona que se acerque a ÉL, y nos lo da desde la infancia, desde niños, desde ese momento de nuestra vida en que, sin ninguna condición, nos ponemos en manos del Señor. Una tarea, una misión, un compromiso, el crecimiento de la persona; hacer posible que otros crezcan, que podamos decir lo que el Señor les dijo a los niños –dejad que se acerquen a mí–, pero dejadlos no egoístamente y agarrarles para mí, no, sino para que crezcan con las medidas mismas que el Señor nos da a los hombres, que es la desmedida del amor.

¿Habéis visto una medida más grande que la de alguien que dé la vida por vosotros? Y no solamente da la vida por nosotros, sino que nos identifica con Él, nos proporciona su vida, nos hace crecer en lo mejor que un ser humano puede tener... una misión. Lo que va a cambiar el mundo no van a ser ni la economía, ni la política, lo que cambia al mundo es cuando cambia el corazón del ser humano, y el corazón del ser humano lo único que le puede cambiar es Jesucristo Nuestro Señor. Y entonces habrá una economía de comunión, una política creadora de fraternidad, de búsqueda de salidas para los que menos tienen, para los que más necesitan, para los que peor viven, para los que nadie se acerca a ellos para que crezcan en todas las dimensiones de la persona humana...

Por eso, es un regalo esta noche para nosotros esa pagina del Evangelio, con estas tres cosas: tenéis un tesoro, que es vuestra familia, vuestro padres, los que os trajeron a vuestra vida, tenéis la posibilidad de construir y de vivir con este tesoro, tenéis un regalazo tremendo, que es una manera de vivir que nos da Jesucristo, y sobre todo tenéis una tarea, tenemos una misión. El arzobispo os la tiene que recordar, unas veces yendo detrás, otras yendo en el medio, y otras yendo delante. Esta noche me pongo delante y os digo: a la misión, al compromiso, a hacer crecer a la persona humana, a todos los que os encontréis, hacedles crecer. Y esto no se hace con teorías, sino con vuestra vida, vuestro testimonio, vuestra entrega vuestro amor, que es el de Cristo.

Por eso es bueno que nos juntemos aquí todos los meses, alrededor del Señor. Imaginaos todos los que estamos aquí, haciendo todas esas cosas, acogiendo este tesoro, este regalo, y haciendo este compromiso en nuestro Madrid, en el lugar donde estemos... Esto cambiaba, ¿eh? Esto cambiaba... Y no lo cambia una idea, es una persona que cambia nuestro corazón. Vamos a rezar al Señor y yo os pido que recéis también por mí para que este mes que voy a estar en Roma, viva una comunión absoluta con Pedro y que pueda decir esto que os he dicho esta noche: la facultad de bellas artes más grande que existe en el mundo es la familia, ahí aprendemos el verdadero arte de ser, de estar y de vivir.

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