Catequesis

Jueves, 08 abril 2021 11:13

Segunda charla cuaresmal del cardenal Osoro (16-03-2021)

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Buenas tardes a quien estáis aquí, en la catedral, y a quienes a través de YouTube estáis oyendo y escuchando estas charlas cuaresmales. Ayer os hablaba de la conversión, de esa versión nueva que tenemos que dar a la vida. Hoy os quiero hablar de la Eucaristía. De cómo confesar la fe en un contexto eucarístico. Y el título que doy a esta meditación es «Dadles vosotros de comer». Los problemas que hoy tenemos los hombres tienen que ver con la presencia o la ausencia de Dios en nuestra vida. Una sociedad en la que se vive y se plantean todas las cosas que el ser humano necesita para convivir al margen de Dios, a la larga se autodestruye. «Dadles vosotros de comer», les dijo Jesús a los discípulos ante aquella inmensa multitud a la que el Señor había hablado.

Recordad el texto de Lucas 9, 10-17: «Al regresar, los apóstoles le contaron todo cuanto habían hecho, y y tomándolos consigo se retiró a solas a una ciudad llamada Betsaida. Pero la gente al darse cuenta, lo siguió. Jesús los acogía, les hablaba del Reino y sanaba a los que tenían necesidad de curación. El día comenzaba a declinar. Entonces, acercándose los Doce, le dijeron: “Despide a la gente, que vayan a las aldeas y cortijos de alrededor a buscar alojamiento y comida, porque aquí estamos en descampado”. Él les contestó: “Dadles vosotros de comer”». Y es lo que nos dice el Señor a nosotros en este día: «Dadles de comer».

En el contenido de esta expresión os quiero hablar de qué comida es la que necesita el ser humano para afrontar todas las situaciones. Y eso que necesita el ser humano no es más que Dios mismo. No trabajemos desde nuestros problemas. El mundo necesita y tiene necesidad de respuestas. No sabe cómo vivir. Por ello, hacer presente a Dios, dar la noticia de Dios a los hombres, acercarles su presencia, mostrar el rostro de Dios que se nos ha revelado en Jesucristo, esta es la gran tarea que tenemos delante de nosotros. Mostremos la belleza de seguir al Señor dando siempre un testimonio creíble.

Tomemos conciencia, en primer lugar, del momento en que vivimos. El momento que vivimos es excepcional. Más que en ningún momento de la historia, el ser humano tiene necesidad y urgencia de verdad. Cuántas oscuridades tienen en su vida personal y en la vida social. Sin verdad, siempre hay muerte. Sin verdad, no es posible la convivencia social. Sin verdad, no se encuentran perspectivas de salida ante los diversos retos que plantea la vida y que plantea la historia viva de los hombres. Sin verdad, se crece en el utilitarismo. Sin verdad, no hay fe. Sin verdad, caemos en el cinismo y en el relativismo. Baste el ejemplo que tantas veces hemos escuchado. Recordemos el escepticismo con el que Pilato dijo: «¿Qué es la verdad?» (Jn 18, 38). Es la pregunta de un escéptico que supone que la verdad nunca se puede reconocer y que, por tanto, hay que hacer lo que sea más práctico o tenga más éxito.

Pilato está ante la verdad, que es Cristo. Pero prefiere no verla. Prefiere ocultarla. Buscar su propia fortuna. Él solamente mira para sí mismo. Y trae la mentira. Trae la muerte. Trae el enfrentamiento. Recordad que os decía ayer la diferencia que existe en tener como paradigma el bienestar y tener como paradigma el cuidado de los demás. Pilato tuvo como paradigma el bienestar. Buscaba su éxito personal. No le importó. Estando ante la verdad, prefirió no verla.

Os decía hace un instante que el momento es excepcional, porque para superar la crisis actual hay que retomar la confianza en la verdad. Queridos hermanos: para nosotros, la verdad es el mismo Jesucristo. Para nosotros, la verdad tiene rostro, tiene una manera de comportarse. Nuestra fe hace una oposición radical y decidida a esa especie de resignación que considera al hombre incapaz de verdad. Tomemos conciencia del momento que vivimos. Digamos a Cristo lo que hemos hecho y visto. Manifestar con claridad lo que es el núcleo de la crisis que estamos padeciendo, y que pude resumirse en esta expresión que os digo: estamos viviendo una resignación ante la verdad. Hay una crisis moral que tiene sus manifestaciones en la economía, pero la crisis moral tiene su origen en la crisis de verdad. Estamos viviendo esta pandemia que nos ha situado en la verdad, en nuestra vulnerabilidad. El ser humano no quiere saber quién es. No quiere saber a quién se debe. No quiere saber qué camino tiene que recorrer, y qué opciones fundamentales tiene que hacer. Y necesitamos la verdad. Pero tenemos miedo de que la fe en la verdad nos lleve a otras cosas. No nos lleva a la intolerancia, porque la intolerancia llega precisamente cuando hay falta de verdad. La crisis de verdad está radicada en una crisis de fe. «Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida».

En segundo lugar, si hemos tomado conciencia del momento en que vivimos, dejémonos acompañar por Cristo. Qué experiencia más gozosa sentir y ver que Dios nos acompaña en nuestro camino, y que desea hablarnos al corazón. Yo os digo a todos los que me estáis escuchando que a lo mejor os falta fe. Dejad por un instante que os acompañe. No tengáis miedo. Él llama a la puerta de nuestro corazón, y nos está preguntando a todos: «¿Estáis dispuestos a darme vuestra vida y vuestro tiempo, aunque sea por un instante?». Probad. Probad. Y es que el Señor desea entrar en nuestro tiempo; desea entrar en nuestra vida; quiere entrar en la historia humana a través de nosotros. Busca moradas vivas. Quiere que su vida, su camino y su verdad lleguen a los hombres. Este es el verdadero regalo que desea hacer a la humanidad. Y quiere hacerlo con nosotros, y a través de nosotros. ¡Qué maravilla ver cómo Dios se acerca a nuestra vida y nos toma consigo! En ese encuentro a solas con el Señor que tuvieron los discípulos, y que podemos tener cada uno de nosotros, descubrimos algo que nos quiere dar siempre, pero que quizá necesitamos hoy más que nunca: vivir en esperanza, regalar esperanza, hacer partícipes a los hombres de la esperanza que solamente puede entregar Jesucristo. Especialmente, cuando la humanidad y nuestro entorno cultural viven en la desilusión, porque se le han venido abajo todos los dioses que nos habíamos construido y en los que hemos fundado nuestra vida. Por eso es tan importante dejarse acompañar por el Señor. Y establecer un reto y un trato de amistad íntima con Él. Porque, entre otras cosas, la esperanza cristiana está inseparablemente unida al conocimiento del rostro de Dios que se nos ha revelado en la encarnación.

Dejémonos acompañar por Jesucristo. Encontremos la esperanza verdadera y segura. Dejarse acompañar por el Señor es vivir desde la certeza de la presencia de Dios en nuestra vida, que nos invita al silencio, al retiro, a la conversación con Él, a comprender los acontecimientos de cada día como gestos de amor que Dios tiene con nosotros. Qué fuerza tiene descubrir cómo el ser humano está en constante espera. Siempre. Cuando es niño, espera ser mayor; cuando es adulto, busca la realización y el éxito; cuando es anciano, busca el descanso. ¿Pero, de verdad ha estado el ser humano en la auténtica esperanza? La esperanza marca el camino de la humanidad: dime qué esperas, a quién esperas, y te diré la vitalidad que tienes y las capacidades que desarrollas. Para los cristianos, la esperanza está minada por una certeza: la presencia del Señor a lo largo de nuestra vida, que nos llena de su amor y de su salvación. Dejemos que el Señor nos hable a solas, que alcance nuestro corazón. ¿Veis? En el texto que os decía, Él había estado –el Señor–, con mucha gente. Y marchó. Pero fueron fueron, porque en lo profundo del corazón del hombre hay hambre de verdad y vida, y buscamos -aun sin saberlo- a Dios.

Mirad. Hay una tesis para mí fundamental que, a mi modo de ver, es significativa, y tiene una fuerza extraordinaria: quien conoce a Dios, conoce la realidad y puede responder a ella de forma adecuada y de manera realmente humana. Si no conoce la realidad, puede ofrecer bienestar, pero no cuida de verdad al ser humano. La fuerza de esta tesis que os digo está ya en el inicio mismo: el hombre es un desconocido para sí mismo al margen de Dios. Mientras iban de camino, recordad aquella respuesta que le dio aquel: «Te seguiré a donde quiera que vayas». En la encíclica del papa Benedicto XVI, Spe salvi, nos dice con toda claridad que llegar a conocer al Dios verdadero es tener esperanza. Este es un reto para todos nosotros. Sí. Tener esperanza: ante esta realidad, en nuestra cultura, donde parece que Dios puede ser un estorbo. Ante esta realidad, hay una reacción en nuestra cultura: por educación, hacemos de Dios una frase devota, sin más. Pero también, sin decir nada, lo excluimos de la vida pública de tal modo que pierda así todo significado y llegue a un olvido. Pero esto es imposible, queridos hermanos, porque en el corazón del ser humano está siempre el hambre de Dios. Es duro tener que admitir que lo más real, quien hace posible que la realidad sea tal, lo excluyamos de la vida. Y en función de una tolerancia mal entendida, que se convierte en hipocresía normalmente, lo admitamos como una opinión privada, esta de Dios, pero negando la relevancia que tiene que tener en el ámbito público, en la realidad del mundo y en nuestra propia vida. La gente lo siguió, nos ha dicho el Evangelio. La gente lo siguió. Vieron en Él la grandeza de Dios, y el amor que tiene al hombre.

Pero demos un paso más. Acogidos. Orientados. Y sanados. Jesucristo nos descubre cómo Él es el Sí que Dios da al hombre y a su vida. Al amor humano. A la libertad. A la inteligencia. Esto es lo que desea hacernos saber y provocar en nosotros. Jesús los acogía, hablaba del Reino, y sanaba a los que tenían necesidad de curación. Nunca pretendáis acercaros a Dios desde fuera. Muchos hombres a través de la historia, incluso en tiempos de Jesús, se han acercado a Él desde fuera, y ciertamente han reconocido su talla espiritual y moral, y lo han comparado con otros grandes fundadores de religiones o de filosofías. En el fondo, les ha pasado lo mismo que al apóstol Felipe durante la última cena: «¿Tanto tiempo hace que estoy con vosotros, y no me conoces, Felipe?». Hay otra manera de acercarnos a Jesús, que es la que Él quiere que tengamos, y por eso nos hace la misma pregunta que a los discípulos en Cesarea de Filipo: «Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?». Respondamos a esta pregunta, queridos hermanos. Pedro fue valiente: «Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo». Proclamar con convicción serena y firme: «Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo». Hacer esta confesión de fe con la conciencia de que Cristo es el verdadero tesoro por el que vale la pena sacrificarlo todo, porque su persona es una amistad que nunca abandona, y que conoce las expectativas más íntimas de nuestro corazón. En el antiguo mundo pagano, Cristo aparecía como la verdadera liberación en un mundo que los hombres creían que estaba lleno de espíritus peligrosos, de los que había que defenderse. Pero hoy, queridos hermanos, en nuestro mundo ha surgido un nuevo paganismo que quizá está lleno de ideologías, y también los hombres ven en este mundo poderes peligrosos. Pero también en este mundo hay que anunciar a Jesucristo como la verdadera y única liberación de los hombres. Conocer a Jesucristo es fundamental. Atrevernos a conocer al Señor nos hace precisamente no desentendernos de los hombres. Hay una tentación permanente en el ser humano: desentendernos de los demás, y mirar para nosotros mismos. Olvidarnos de que lo nuestro es la vocación al amor. El mismo amor que Dios me da es el que yo tengo que regalar a los demás.

Muchos habían acudido a ver al Señor. Él los acogía. Y se entregaba a ellos según la necesidad de cada uno. Los apóstoles ponen la nota negativa. En un momento en que se sienten atosigados por la multitud, le dicen a Jesús: «Señor, despide a la gente, que se hace tarde». Y mirad lo que les dice Jesús: «Dadles de comer». «Si no tenemos nada. Aquí hay uno que tiene cuatro o cinco panes, dos peces». «Dadles vosotros de comer». A mí estas palabras siempre me han impresionado, queridos hermanos. Siempre. Siempre. Dios es amor y quien permanece en el amor, permanece en Dios y Dios en Él. Este mandato del Señor, «dadles de comer», solamente se puede vivir si de verdad tenemos la experiencia de vivir una comunión con Dios e invadidos e insertados en su amor. La encíclica Deus caritas est nos lo dice: «Hemos creído en el amor de Dios. Así puede expresar el cristiano la opción fundamental de su vida. No se comienza a ser cristiano por una decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro con un acontecimiento, con una persona que da un nuevo horizonte a la vida, y con ello una orientación decisiva».

Estamos junto al altar, donde el Señor se hace presente siempre. Y lo acogemos. Y lo acogemos en nuestra vida. Pero acogerle en nuestra vida es aceptar esto: «Dadles de comer». Es decir, «de lo que yo os he dado, que es mi amor, dádselo». En este mundo en el que vivimos, en estas circunstancias en las que estamos, qué importante es descubrir el mandado de Jesús: «Dadles vosotros de comer». Dadles. ¿Todavía tiene sentido hoy que nos siga diciendo el Señor: «Dadles vosotros de comer?». ¿Es necesario que Jesucristo, para el hombre que ha hecho grandes descubrimientos, que ha alcanzado la Luna y Marte y que está dispuesto a conquistar el universo, es necesario que el Señor nos siga diciendo «dadles vosotros de comer»? ¿Para el hombre que investiga sin límites los secretos de la naturaleza, y los descifra, y descifra los códigos del genoma humano? ¿Es necesario Jesucristo para un hombre que ha inventado la comunicación interactiva del internet gracias a las más avanzadas tecnologías, que convierten a la tierra en una casa común, o lo que llamamos pequeña aldea global? Precisamente, queridos hermanos, tienen más sentido que nunca estas palabras: «Dadles de comer». Y que lo hagamos como Él: «Haced esto en memoria mía». Y tiene sentido para dar respuesta a todos los interrogantes que os he planteado anteriormente, porque el hombre, a pesar de todas las conquistas, tiene el corazón con raquitismo. En todas las conquistas, muchos siguen muriendo de hambre y de sed; hay muchos con muchas enfermedades, con pobrezas, con esclavitudes tremendas, con explotaciones que no describimos, pero de todo tipo; ofendidos en la dignidad que Dios puso en el ser humano. Hay odios raciales, a veces religiosos; otros se ven impedidos de profesar libremente su fe por intolerancias, por discriminaciones, por injerencias políticas o coacciones físicas o morales; otros viven en una situación de violencia permanente...

¿Tiene sentido hoy :«dadles vosotros de comer»? Queridos hermanos: tiene sentido profundo. Porque cuando uno recibe a Jesucristo, no puede dar otra cosa más que a Jesucristo. San Agustín lo dice muy bien; así se lo decía a los cristianos del norte de África una vez que celebraba la Eucaristía: «Os habéis alimentado de Jesucristo. Entregad de lo que os habéis alimentado». «Dadles vosotros de comer». ¿Estamos dispuestos, hermanos, a vivir de la Eucaristía, para hacer verdad ese mandato del Señor: «Dadles vosotros de comer?». Quizá a nosotros también se nos ocurre decir lo mismo que a los apóstoles: «Señor, pero si no tenemos nada, cinco panes, dos peces... Tenemos incapacidad par ayudar y dar respuesta a los hombres en las situaciones en las que viven». Tengamos la valentía de recordar por una parte a quienes viven al lado nuestro, a nuestros contemporáneos; tengamos la valentía de recordar lo que es el hombre y la humanidad, queriendo solucionar desde nuestras propias fuerzas las situaciones que viven; y tengamos la valentía de reconocer que solo Jesús, con cinco panes y dos peces, dio de comer a la multitud. El hombre es una criatura en la que Dios ha impreso su imagen; una criatura que es atraída al horizonte de su gracia y que, por lo tanto, es capaz de hacer el bien cuando deja entrar en su vida a Dios mismo; cuando Dios es su vida. ¿Cómo puede suceder que el hombre, hecho para Dios íntimamente, orientado a Él, la criatura más cercana a lo eterno, le podamos privar de esta riqueza?

Qué diferencia más abismal entre la actitud de Cristo y la de los apóstoles. La de los apóstoles: «que vayan y busquen alojamiento y comida»; la de Cristo: «haced que se sienten». Los quiere a su lado. Quiere entregarles lo que necesitan. «Pero si no tenemos más que cinco panes y dos peces…». Hermanos: en manos de Dios se multiplica todo. Cuando entra Dios a tu vida, y amas de verdad, se multiplica todo. Dejas rencores, dejas…, haces sitio, haces hueco a todos… No les digamos hoy a los hombres: «vayan a a las aldeas a buscar comida y alojamiento». Jesús nos dice: «Como yo os he amado, así amaos también vosotros, los unos a los otros» (Jn 13, 34). El amor de Dios va a cambiar, y está cambiando, este mundo. Hace falta que experimentemos la gracia de acoger ese amor. Hace falta que acojamos esta gracia. Este amor de Dios nos da horizontes; nos da perspectivas. Quedaos con esto: «Dadles vosotros de comer». Y cuando celebréis la Eucaristía –yo os invito a celebrarla–, recordad que no es una cosa más. No. En la mesa del Señor, uno aprende a darse y a repartirse. En la mesa del Señor, uno aprende a no dar baratijas. En la mesa del Señor comieron todos y se saciaron, y encima salieron y saciaron a todos los que había por allí, porque lo que más necesita este mundo y los hombres es el amor verdadero, el amor de Dios. Dejémonos amar por el Señor. No podemos olvidar que muchas personas, en nuestro contexto cultural, que buscan con sinceridad el sentido último y la verdad definitiva de su existencia y del mundo, puedan desconocerlo. Y esto a veces no se conoce por grandes razonamientos, sino por un gesto de amor que un día hicimos y entró en el corazón de la persona que nos encontramos.

Pues hasta mañana si Dios quiere. Que eucaristicemos nuestra vida, como decía y le gustaba decir a este santo español, san Manuel González, el obispo de la Eucaristía.

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