Catequesis

Martes, 06 octubre 2020 15:04

Vigilia de oración con jóvenes (2-10-2020)

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Ante el Señor quiero dar gracias. Darle gracias hoy, esta noche, en estas vísperas de este I domingo que vamos a celebrar para la Comunión. Dar gracias Dios por esta Comisión Diocesana por la Comunión Eclesial creada en nuestra Iglesia diocesana, que trabaja, que ora, que conversa para que todos -pastores, el obispo, vida consagrada, laicos- trabajemos y descubramos que los hombres y las mujeres en la Iglesia lo han de ser y vivir por y para la comunión. Porque solamente así seremos creíbles, tal y como nos dice el Señor cuando nos insiste en que seamos uno. La comunión va unida a la sinodalidad. Porque la comunión nos pide también que caminemos. Que caminos juntos, siendo diferentes, con sensibilidades quizá distintas. Pero el Señor quiere que seamos creíbles. Y precisamente además en esta situación que vive la humanidad. La Iglesia, que ha de vivir con la belleza de Jesucristo nuestro Señor, la que el Señor la impregnó, puede participar y hacer partícipe a esta humanidad de esa belleza. Lo estamos viendo en este tiempo de la pandemia que estamos viviendo, donde todos aspiramos a que podamos estar superando y venciendo al virus que está poniendo a la humanidad siempre despierta, con miedos... Y es verdad que deseamos que venga pronto la vacuna, ¿verdad? Pero también es verdad que el Señor nos quiere llevar más allá. La normalidad tiene que venir por que somos capaces, todos nosotros, de hacer presente el Reino de Dios. Un Reino de paz, de verdad, de justicia, de amor, de vida, de reconciliación, de buscar al que más lo necesite, de dar la mano a quien esté más al borde del camino para introducirle al camino… Y eso nos está exigiendo y pidiendo lo que Jesús pidió a los apóstoles: vivir la comunión. Y vivir esa comunión en sinodalidad, es decir, haciendo camino, y caminos a veces diferentes, por las diversas responsabilidades que tenemos cada uno de nosotros.

La página del Evangelio que acabamos de proclamar, y que es la que este próximo domingo todos vamos a escuchar, tiene como tres descripciones, que sería importante que las viésemos, y descubriésemos lo que es la Iglesia del Señor. La descripción, por una parte, de la historia de la humanidad. En segundo lugar, la descripción también de la historia de Israel. Y, en tercer lugar, la descripción de nuestra propia historia personal. Como veis, el Evangelio es claro. Jesús les dijo a los ancianos, a los sumos sacerdotes –nos dice el Evangelio– y hoy nos lo dice a nosotros. «Escuchad: había un propietario». Y se refiere a Dios. Y se refiere el mundo en el que estamos. Pero ese propietario se lo dio a unos hombres, y estos plantaron una viña. Este propietario –que es el ser humano–, al que Dios le entregó pues esta tierra en la que vivimos, plantó una viña: cavó, construyó una torre, la arrendó a los labradores... marchó lejos. Este Dios que nos ha dado todo, todo lo que tenemos, nos lo dio todo también. Todo lo que había creado nos lo dio a nosotros. Y los labradores somos nosotros. Y Dios envió mensajeros, criados, para recoger los frutos. Pero los labradores, nosotros, que nos habíamos hecho dueños, no quisimos entregar nada a Dios. Lo queríamos guardar para nosotros mismos. Y agarraron a los criados y los apalearon. Pensemos en todo el inicio del libro del Génesis, cuando Dios crea a nuestros primeros padres, y deciden hacerse como Dios, y se matan unos y otros.

Pero, en segundo lugar, se da exactamente igual en el pueblo de Israel. Sí. También aquí aparece este mundo en el que el Señor o Dios creador de todo nos lo entrega, nos lo da; se lo da a un pueblo para que cuide y sea fiel a este Dios que nos ha entregado todo, y para que esto se lo enseñe a los hombres, y se lo diga a todos los hombres. Y, sin embargo, este pueblo también mata. Mata a todos: a Moisés no le hace caso, a los profetas los liquidan, siempre. Estorban. En el fondo, en el fondo, se hicieron dueños también de todo. Se creían que la verdad era de ellos: no de Dios, de ellos mismos.

Pero estamos nosotros también, en estos momentos, en esta tierra. Por lo menos los que estamos aquí, y mucha gente, pero los que estamos aquí somos conscientes, ahora, porque el Señor nos lo dice en esta página del Evangelio. El Señor nos ha regalado lo que existe, y también nosotros hemos plantado una viña. El Señor se ha marchado lejos, nos la ha arrendado. Marcharse de Dios significa que nos da un tiempo para crecer, para responsabilizarnos; pero en vez de crecer, lo que hemos hecho es que cuando vienen a buscar los frutos, también nosotros echamos a nuestro Señor. Cuando vino Dios a este mundo, lo echamos. Y a veces también de nuestra propia vida queremos quitar al Señor. Porque Él, cuando entra en nuestra vida, nos regala su amor. Y quiere que esto se lo regalemos a los demás. Quiere que nos olvidemos de nosotros mismos y creamos que los más importantes son los otros. El Señor ha mandado a su hijo, a Cristo, que es expresión del amor de Dios al mundo y a cada uno de nosotros. Dios, como nos dice la parábola, pensó: «tendrán respeto a mi Hijo». Pero no. No. La ambición de poder, de dominar, de ser dueños, ha hecho que maltratemos a Jesucristo. Los poderes económicos, ideológicos, políticos, no viven de la vida: viven de la muerte. Y Jesús ha sido rechazado. Dios mandó a su hijo para que no lo asesinaran. «Tendrán respeto a mi Hijo», nos dice la parábola. Pero no es así. Hemos echado fuera a Dios.

Un filósofo, Nietzsche, hacía esta pregunta: «¿Dónde está Dios? Yo os lo voy a decir –decía él–: nosotros lo hemos matado. Vosotros y yo. Todos somos asesinos. ¿Cómo hemos podido hacer esto? ¿A dónde nos dirigimos sin Dios?». Pues, queridos jóvenes, queridos amigos y hermanos: sin Dios, el hombre es víctima de una neurosis radical. Porque la viña es este mundo. La tierra en la que hemos nacido, y a la que hemos venido a vivir, la viña, es la humanidad entera que el Señor ha plantado. Y en esa humanidad el Señor ha plantado la cepa cristiana que somos entre otros nosotros también. La viña es de alguna forma la Iglesia. Esa Iglesia de la que somos parte, que quiere garantizar la fidelidad al Señor. Esa Iglesia que tiene que hacerse creíble entre los hombres. Siempre, pero en estos momentos también. Es un momento importante de unirnos, de crear fraternidad, de buscar a los que más necesitan. Es un momento importante para devolver la dignidad al ser humano. Es un momento importante para descubrir que no podemos matar a nadie, y menos a quien va a nacer, que no se puede defender de nada. Es un momento importante en nuestra vida para dar solidez a nuestra existencia, para situarnos, como nos ha dicho el Evangelio que hemos proclamado y que habéis escuchado hace un instante: se trata de que nosotros escuchemos lo que dice la Escritura. «La piedra que desecharon los arquitectos es ahora la piedra angular». Y la piedra angular es Jesucristo nuestro Señor, que da solidez.

Jesús es alguien que fue rechazado. Y el rechazo de Jesús se prolonga en la historia de la humanidad; se prolonga en la tragedia que atropella a miles y miles de seres humanos, a pueblos enteros, padecida siempre por los más pobres. Hoy nos podemos preguntar nosotros ante el Señor: Señor, después de escuchar tu Palabra, ¿sobre quién estamos construyendo nosotros la vida? ¿Sobre quién estamos diseñando el futuro de la humanidad? ¿Sobre qué, y sobre quién?. ¿Quizá construimos en las apariencias? ¿En el personaje que tenemos que ser? ¿En la ambición de poder? ¿O construimos nuestra vida sobre ti? Que significa tener la certeza profunda de que existe una fuerza segura en la que podemos confiar siempre: Cristo. Una fuerza además que cambia nuestro corazón y nuestra vida; que cuando escondemos la mano, Tú mismo nos impulsas a dársela a quien más lo necesita. Eres el único que cambias nuestra vida. Por eso, queridos amigos, en esta oración, y cuando el domingo próximo vamos a celebrar esta jornada primera para la Comunión, renovemos nuestra confianza en el Señor. Él es el verdadero fundamento de la vida. Y redescubramos esta parábola. Sí. Redescubramos todo lo que nos dice el Señor. Él es el propietario. Él ha hecho lo que existe. Él nos lo ha dado a nosotros. Ha hecho una viña. Una viña que es la Iglesia de Cristo. Una viña que tiene que dar frutos buenos. Una viña que no está para tener propietarios que maten a los demás. No. Está para hacer vivir. Y está para que viva en el fundamento, que es Cristo. En esa piedra que es Jesucristo.

El encuentro con nuestro Señor es esencial para vivir la comunión. Sin el encuentro con Él, el «yo, yo, yo», no lo superaremos nunca. Porque la tentación siempre es no salir de mí mismo. Y Jesús lo que me propone es: sal de ti mismo, busca al otro, dale la mano siempre, busca al que más necesita. Esto sí que es volver a esa normalidad que estamos deseando que venga en esta pandemia. Pero que la normalidad verdadera es la que nos pide Jesucristo nuestro Señor: que demos la vida por los demás y sustentemos la vida en Él, que es el creador de la verdad, de la fraternidad, de la ayuda, de liquidar nuestros egoísmos, de limpiar todo aquello que estropea la convivencia entre los hombres. Que así sea.

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