Homilías

Miércoles, 12 abril 2023 16:05

Homilía del cardenal Osoro en el Domingo de Ramos (2-04-2023)

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Queridos hermanos obispos. Vicario general. Vicarios episcopales. Cabildo catedral. Rectores de nuestro Seminario Conciliar y del Seminario Misionero Redemptoris Mater. Queridos seminaristas. Excelentísimo señor alcalde. Miembros de la corporación municipal. Hermanos y hermanas todos.

¡Bendito el que viene en nombre del Señor! Acabamos de repetir todos nosotros. Es el grito que resuena en el Evangelio en este domingo de Ramos. Es el grito de los discípulos y el grito de nuestra fe hoy también: bendito el que viene en nombre del Señor. Si os habéis dado cuenta, comenzaba el texto diciendo que iba a Jerusalén a la cabeza, Él va al frente. Se dirige a Jerusalén. Va montado en un borrico, y es aclamado por la masa de los discípulos. Este es el cuadro que estamos invitados todos nosotros a contemplar en este domingo de Ramos.

Lo primero que llama la atención es que Él dispone del modo de entrar en Jerusalén. En un borrico. ¿Por qué? Porque el borrico representa la mansedumbre y la paz, frente al caballo que era símbolo de la guerra. Y Jesús, Cristo, es el Mesías, lleno de mansedumbre y nde o violencia. Es el mismo que nos dijo a todos nosotros: «aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón». ¿Y por qué el detalle de un borrico que nadie ha montado todavía? Porque ningún rey de Israel, ningún jefe del mundo, ningún líder ha ejercido sin usar siempre a veces la fuerza y la violencia. Jesús es el primero que viene como rey y como Mesías. Manso. Lleno de mansedumbre. Trae la paz. Lleno de humildad.

Otro aspecto que cobra relieve es el entusiasmo, la alegría y la espontaneidad de la masa, de las gentes que lo recibían. Y cuando llega al Monte de los Olivos es cuando se desata el entusiasmo y, como habéis escuchado queridos hermanos, todos comienzan a gritar: ¡Bendito el que viene en nombre del Señor! ¡Paz en el cielo y gloria en lo alto! Y aquí hay algo especialmente importante. Detrás de todo esto hay algo importante. Este Dios, que aparece y se muestra en Cristo Jesús, rompe todos nuestros esquemas. No es el Dios de los puros y de los buenos o de los cumplidores, sino de los abatidos, de los pobres... No es el Dios de la grandeza, sino que es Cristo. Dios se revela como el Dios que ofrece a todos los hombres amor y paz.

Por eso, algunos fariseos querían contener ese entusiasmo. Para algunos fariseos, este Cristo, este Mesías, es irrespetuoso, inaguantable. Y piden que se calle. «Maestro reprende a los discípulos». Y ya sabéis la respuesta de Jesús: «si estos callan, gritarán las piedras».

Queridos hermanos y hermanas: después de 2000 años, deseamos seguir gritando y cantando a Cristo. El Señor que no defrauda a nadie. El Señor que viene con la paz. Por eso nosotros también decimos: ¡Bendito el que viene en nombre del Señor! Y benditos nosotros, que queremos seguir a Jesucristo.

Jesús, fijaos en la crucifixión, cuando está en la cruz dice: «Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen». En este relato de la Pasión que hemos escuchado, ha habido una invitación a la conversión. Sí. Recordad las palabras que dirige a uno de los malhechores que estaban crucificados junto a Él: «Hoy estarás conmigo en el paraíso». Lo que este relato intenta enseñaros es que nunca, nunca es tarde para convertirse. Y el Señor nos invita a esta conversión. «Acuérdate de mí», le decía aquel que estaba crucificado junto a Jesús, «cuando estés en tu reino». Y la respuesta de Jesús, «Hoy estarás conmigo en el paraíso», es la respuesta que nos da a todos nosotros, queridos hermanos.

Morir en manos de Dios Padre. Las últimas palabras que se ponen en boca de Jesús ya sabéis cuáles son: «Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu». Y, es que, el final de la vida terrena de Jesús empalma con el comienzo de la actividad apostólica cuando se escucha la voz que dice: «Tú eres mi hijo amado». Es el momento, hoy, de descubrir el dolor y la muerte: cuando parece que Dios lo ha abandonado, Jesús lo sigue viendo como Padre. Un padre bueno al que uno puede entregarse por completo. El relato de la Pasión, queridos hermanos, es un relato y una historia de dolor, de injusticia, de sufrimiento físico y moral para Jesús. Pero ha querido que sus últimas palabras nos sirvan de enseñanza y de consuelo, para que todos vivamos como Él: poner la confianza en Dios.

Por eso, yo os invito en esta mañana a volvernos a Cristo crucificado y decirle con vuestras palabras, pero más o menos así: «Señor, concédenos unirnos a Ti. Abandonándonos totalmente en quien Tú has puesto la confianza. Con la certeza de que la última palabra y la primera la tienes Tú. No la tiene la muerte. La tiene el triunfo del amor. Y Tú nos has elegido a todos nosotros para que ese triunfo del amor se manifieste en esta humanidad».

Por eso, esta mañana, juntos, nos volvemos a Jesús y le decimos: «Tu rostro es el rostro de tantos dolores, sufrimientos, soledades, angustias, muertes... Señor: enséñanos a descubrir lo que significa amar como tú nos amas. Enséñanos a participar de tu Misterio de Pasión y Muerte. Enséñanos a gozar el gozo de la victoria plena en la Resurrección».

Queridos hermanos, desde el fondo de nuestro corazón, hoy le podemos decir a Jesucristo también nosotros: «Bendito Tú, que vienes cada día a mi vida. Bendito Tú Señor, que me traes y me regalas la paz. Bendito Tú Señor, que me levantas y me llenas de esperanza, a pesar de todas las situaciones que pueda vivir».

Por eso, todos nosotros esta mañana, aquí, le decimos a Jesús: «Señor, solo Tú. Solo Tú puedes ser nuestro rey. Tú, que una vez más te haces presente aquí, en el misterio de la Eucaristía. Tú, que no nos abandonas. Tú, que nos das tu fuerza y tu amor. Tú, que no pones condiciones. Nos abrazas siempre». Cuando caemos en la cuenta de ese abrazo, podemos decirle: «Señor, sin Ti, no somos nada. Contigo podemos todo. Tú das sentido a nuestra vida. Das fuerza a nuestra existencia. Das presente, y das futuro. Tú, Señor, eres el Señor de nuestra vida. Deseamos, como miembros de la Iglesia, anunciarte y darte a conocer, porque deseamos ser testigos de tu amor. Porque es tu amir el que cambia todo». Todas las situaciones de este mundo las podemos cambiar regalando el amor de Jesucristo, a quien en esta mañana recibimos una vez más en el altar.

Que el Señor os bendiga y os haga vivir estos días santos con la fuerza que siempre, cuando aparece Cristo en nuestra vida, se manifiesta. Esa fuerza que nos hace entender que el seguimiento de Jesucristo es el don más grande que el Señor nos ha podido conceder en la vida: ser discípulos suyos y ser miembros de la Iglesia.

Que así sea.

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