Homilías

Miércoles, 01 marzo 2023 15:41

Homilía del cardenal Osoro en la clausura de la Semana del Matrimonio (19-02-2023)

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Querido deán. Hermanos sacerdotes. Queridos delegados de la diócesis de Matrimonio y Familia, de la Delegación de la Familia. Queridos hermanos y hermanas.

Un día singular y especial el que estamos celebrando todos nosotros, con un recuerdo para algo que para todos los que estamos aquí tiene una importancia especial. Hemos nacido en una familia, hemos tenido unos padres, hermanos... Para todos nosotros, la singularidad que tiene la familia es especial. Y especial también cuando se configura la familia cristiana. La familia cristiana es un hogar donde el amor nos une, y donde el amor formula las vidas de todos los que pertenecemos a ella. Y no cualquier amor, sino ese amor que nos describe Nuestro Señor cuando miramos a la cruz, entregando la vida los unos por los otros, con todas las consecuencias. Por eso, este día, para nosotros, es un día especial. Nos lo ha dicho el Señor en el salmo que hemos recitado: «Él es compasivo y misericordioso». Tiene pasión por nosotros, y tiene misericordia. Es un Dios que nos bendice; es un Dios que nos regala todo lo que somos; que nos perdona; que nos cura; que nos rescata siempre, y nos hace ver dónde está el fundamento de la vida; que nos colma de gracia y de ternura; que tiene compasión por todos los hombres. Ningún ser humano, haga lo que haga, está exento del amor de un Dios que nunca se aleja de nosotros, sino que, como Padre que es, siente ternura por todos los hombres, como nos decía el salmo que hemos recitado.

Queridos hermanos. En este día en que la Iglesia quiere reconocer con más fuerza la significación del matrimonio cristiano y de la familia, hemos escuchado esta Palabra de Dios que llena nuestra vida y nuestro corazón. En primer lugar, el Señor nos hace una afirmación: seréis santos, porque yo soy santo. Y la santidad no va a depender de vosotros, ni de vuestras fuerzas, sino de la capacidad que tengáis, y que tengamos todos, para ponernos bajo la mirada de Dios y para poder dejar entrar a Dios en nuestra existencia. «Yo, el Señor, vuestro Dios, soy santo y os hago santos». Es más, nos ha hecho mucho más. Como nos decía hace un instante el apóstol Pablo en esta primera carta a los Corintios que hemos escuchado, somos templo de Dios; contenemos a Dios; contenemos la vida de Dios, que se nos ha regalado por el Bautismo, y que es esa vida que queremos dar y entregar en los lugares donde estamos: en la familia, en el trabajo, en la vida social. 

«Templo santo de Dios sois vosotros», nos decía el apóstol san Pablo. Que nadie se gloríe en los hombres. Lo presente. Lo futuro. Todo lo vuestro. Vosotros sois de Cristo, y Cristo de Dios. ¡Qué maravilla, queridos hermanos! Oiréis muchas palabras hoy, pero ninguna como esta: somos de Cristo, y Cristo es de Dios. Somos miembros vivos de una Iglesia que peregrina en este mundo y en esta tierra; de una Iglesia que quiere hacer noticiable a este Dios que ha venido a este mundo, a esta tierra; que se ha hecho hombre, y que nos ha dado una manera de vivir y de ser. Por eso, el Evangelio tiene una fuerza excepcional: «Sed perfectos, como vuestro Padre celestial es perfecto». Pero añade algo desde el inicio, como habéis escuchado: «Amad a vuestros enemigos». Estas palabras de Jesús al final del sermón de la Montaña tienen una novedad asombrosa: no hay ninguna que tenga esta novedad, no ha habido en este mundo nadie que entregue esta novedad. Resultan desconcertantes, es verdad. Es más, son provocativas. Porque rompen con lo convencional. Rompen con lo que comúnmente está establecido. Por eso, en nosotros, al escucharlas, surgen preguntas como esta: ¿hasta qué punto estas palabras son razonables? «Amad a vuestros enemigos»? ¿Acaso estas palabras están dichas realmente para este mundo en el que vivimos? 

Lo primero que aparece en el Antiguo Testamento es la ley del Talión: ojo por ojo y diente por diente. La ley del Talión pertenecía al derecho penal, y consistía en hacer sufrir al delincuente un daño igual al causado por él. En el mundo de hace más de 2.000 años, esta ley no era una ley de venganza salvaje. Era una forma de frenar la violencia y poner límite a la venganza, y de hacer posible la convivencia. De alguna manera, era una ley progresista en la cultura primitiva. Pero, ¡qué maravilla, queridos hermanos! Jesús viene a decir que, con la llegada del Reino, se hace presente el amor de Dios. Este que tenéis vosotros en vuestro corazón y en vuestra vida. Un amor comprensivo; un amor sin medida; un amor que rompe las leyes de la correspondencia, porque Dios nos ama sin medida, hagamos lo que hagamos. Nunca nos abandona. Por eso el atrevimiento de Jesús, cuando dice estas palabras: «no hagáis frente al que os agravia. Al contrario, si uno te abofetea en la mejilla derecha, preséntale la otra». 

Recordad que un día Jesús fue abofeteado en la mejilla; no puso la otra, pero sí que preguntó por qué a quien le había golpeado. «¿Por qué me golpeas?». Quiso ponerlo ante la verdad, y ante la responsabilidad. ¿Qué quería decir Jesús? Jesús quiere decir que no recurramos a la violencia. Y esta actitud de no violencia la explica con ejemplos gráficos. Jesús nos invita a la no violencia. Cuando devolvemos mal por mal, entramos en un círculo infernal de violencia y de destrucción. Sin embargo, el Señor, como habéis escuchado, nos dice: «Amarás a tu prójimo». «Habéis oído: “Amarás a tu prójimo y aborrecerás a tu enemigo”. Sin embargo —continúa Jesús—, yo os digo: amad a vuestro enemigo».

Los esenios tenían el principio de aborrecer a los enemigos. Está en el Levítico. Pero la alternativa que Jesús propone es la de superación de ver a ese otro como enemigo, y verle como hermano. «Amad a vuestros enemigos. Rezad por los que os persiguen para que seáis hijos de Nuestro Padre celestial». Queridos hermanos. Este es el distintivo de los discípulos de Jesús: el amor universal que no hace diferencias. El inicio de la evangelización fue este: los apóstoles salieron del solar de Palestina a un mundo desconocido para ellos. Amar a los hombres. Y esto es lo que ponía en ascuas a quienes se encontraban con ellos. Este distintivo, el amor universal que no hace diferencias, es el nuestro. Queridos hermanos, ¿no creéis que este momento histórico que estamos viviendo, donde se formulan diferencias grandes, los cristianos tenemos que hacer algo? Los discípulos de Cristo estamos llamados. 

Amar al enemigo no significa tolerar sus injusticias. No significa retirarse cómodamente de la lucha contra el mal. Amar al enemigo significa aceptarlo, respetarlo y mirarlo con misericordia. Jesús insiste en que liberemos nuestra capacidad de amor incluso ante quienes nos rechazan. «Si amáis a los que aman, ¿qué premio tendréis?». Si vivimos contra el amor, nos destruimos recíprocamente y destruimos el mundo en el que vivimos. Cristo ha revelado en su vida el amor más grande. Y esto, queridos hermanos, donde más se manifiesta es en el matrimonio. En la familia. La familia cristiana tiene un distintivo especial: el amor de dos personas que se quieren; que se perdonan permanentemente; que amplían el círculo de ese amor con los hijos; que construyen la vida, no desde otras fuerzas, sino desde el amor, desde el respeto, desde la entrega del uno al otro. «Sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto». Cristo ha revelado en su vida el amor más grande. Jesús ha entregado su vida por todos, superando las divisiones ratificadas por una ley que separaba entre malos y buenos. «Sed perfectos». 

Queridos hermanos: la propuesta de Jesús es extraordinaria. Es verdad que a veces resulta difícil. Es verdad. Pero todos hemos vivido en una familia donde hemos experimentado el amor más grande: el amor incondicional. Los cristianos, los discípulos de Jesús, tenemos necesidad hoy más que nunca de presentar el modelo de la familia cristiana como lugar de construcción de la vida; de visibilizar lo más grande que un ser humano puede tener para vivir: rodearse del amor de quienes tienes al lado, que expresan de alguna manera el amor mismo de Dios. Ciertamente, ante una sociedad en la que a veces lo que surgen son violencias, que es cada vez más violenta, más competitiva; ante la violencia de la guerra, del terrorismo, de las injusticias; ante la violencia de cada día, la que a veces se sufre en casa, en el trabajo, la que nosotros practicamos... Qué maravilla hoy, queridos hermanos, en este día en que recordamos el matrimonio y la familia; maravilla, porque el Evangelio nos propone otra alternativa distinta: desarma tu corazón. Ten la paz interior que Dios te entrega. Ten su amor. Ten su perdón. Oferta este perdón. Es una invitación a liberarnos, queridos hermanos, de la trampa de la violencia; de la trampa de la competitividad; de la trampa del rencor, que desgasta y mata. Todo el mensaje del Evangelio de este domingo, el que acabamos de escuchar, es como un retrato robot del corazón de Cristo, al que queremos seguir cada día. 

En este día en el que la Iglesia, de una forma especial, celebra y vive lo que es el matrimonio cristiano y la familia, seamos capaces los discípulos de Cristo de ofertar en esta sociedad, donde se discute, el amor entre dos personas: entre un hombre y una mujer; un amor que a veces se parcializa, y que no es para toda la vida. Descubramos el corazón de Cristo, que nos dice que Él nos revela el amor más grande. El amor que es capaz del perdón también. De empezar siempre de nuevo. De regalar lo más grande que un ser humano puede tener. Hoy nosotros, vueltos a nuestro interior, podemos decirle al Señor: «Señor, deseamos ser tus discípulos. Deseamos aprender de tus labios. Deseamos tener el gozo renovado en nuestra vida. Deseamos tener el amor del Padre: ese amor que manifestamos en los más próximos, pero que se lo queremos dar a todos los seres humanos».

Queridos hermanos: la alegría, la liberación, la luz, el asombro viene con el amor de Dios. Ojalá los cristianos sepamos llevar esto al matrimonio, a la familia. La gran novedad que los discípulos de Cristo entregaron en el mundo pagano cuando comenzó a predicarse el Evangelio fue precisamente este amor de Dios. Y las familias que se convertían eran lugares de experiencia del amor de Dios. En este momento de la historia, lo primero que aparece no es la ley del Talión; lo primero que aparece es lo que nos dice Jesús: «Amad». Amad. Rezad por los que tenéis al lado. Vivid en el amor incondicional que Dios nos tiene a nosotros. Y que una vez más se manifiesta, queridos hermanos, porque se va a hacer presente realmente en el misterio de la Eucaristía Jesucristo Nuestro Señor. Es incondicional. Pues ese amor incondicional que tiene para todos nosotros es el que nos pide que tengamos nosotros para los demás y, muy especialmente, en el matrimonio y en la familia. Hoy, el desarrollo de una sociedad libre, auténtica, con futuro y con presente, parte también de buscar y de meter, de vivir, el matrimonio y la familia como un lugar singular de experiencia del amor, y de regalar ese amor en el entorno donde cada uno de nosotros vivimos.

Que el Señor nos bendiga, y que el Señor nos guarde. Y sintamos el gozo de recibir a Jesucristo en nuestra vida en estos momentos. Amén.

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