Homilías

Martes, 04 abril 2023 14:34

Homilía del cardenal Osoro en la Misa Crismal (4-04-2022)

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Querido don Antonio, cardenal arzobispo emérito. Queridos obispos auxiliares. Queridos obispos que nos acompañáis hoy en esta celebración de la Misa crismal. Vicario general. Vicarios episcopales. Queridos hermanos sacerdotes. Hermanos y hermanas.

Reunidos hoy aquí en nuestra catedral de la Almudena, un año más hacemos memoria del día feliz de la institución del sacerdocio y del de nuestra propia ordenación sacerdotal. Damos gracias a Dios porque el Señor nos ungió en Cristo con óleo de alegría y esta unción nos está invitando permanentemente a recibir y a hacernos cargo de este gran e inmenso regalo: la alegría y el gozo sacerdotal.

Queridos hermanos. La alegría del sacerdote es un bien precioso, no solamente para el propio sacerdote que ha recibido este regalo del ministerio sacerdotal, lo es también para todo el pueblo santo de Dios. Sí, ese pueblo fiel del cual ha sido llamado el sacerdote para ser ungido y al que es enviado para ungirle.

Queridos hermanos, hemos sido ungidos con «óleo de alegría para ungir con óleo de alegría». ¿Sabéis dónde tiene su fuente la alegría sacerdotal? Sencillamente en el amor del Padre; en el amor que tiene Dios hacia nosotros. Y el Señor desea que la alegría de este amor esté en nosotros y sea plena como nos dice san Juan en su Evangelio. Me gusta y me agrada pensar siempre en la alegría contemplando a la Santísima Virgen María, a nuestra Madre. Ella es manantial de alegría para los pequeños, como nos dice la exhortación apostólica Evangelii gaudium.

No creo ni exagero si digo que los sacerdotes somos personas muy pequeñas, pues la inconmensurable grandeza del don que se nos ha regalado y dado es tan grande, es tan inmenso, es tan sin medida, que nos sobrepasa. ¡Cuántas veces hemos pensado que el sacerdote es el más pobre de los hombres si es que Jesús no lo enriquece; es el más inútil si es que Jesús no lo llama amigo; el más necio e ignorante si es que Jesús no lo instruye como lo hizo con Pedro, el más indefenso de todos los discípulos, si es que el Señor no lo fortalece en medio de su pueblo y en la misión que Él nos regala para todos los hombres!

Queridos hermanos. Nadie es más pequeño que un sacerdote si es que es abandonado y dejado a sus propias fuerzas. Quizá aquí conviene bien mirar a nuestra Madre, la Virgen María, y poder decir con Ella: «Soy sacerdote porque Él me miró con bondad y miró mi pequeñez». Y gracias a esto asumimos nuestra alegría. ¡Alegres en nuestra pequeñez!

Me gustaría acercar a vuestras vidas tres rasgos que han de ser significativos en nuestra misión vivida desde esta alegría sacerdotal. En primer lugar, una alegría que nos unge y que no nos vuelve presuntuosos. Es decir, que entró de lleno en nuestro corazón, nos hizo y nos hace ser hombres para todos, se acercarnos a todos. No somos unos discípulos de círculos cerrados. Una alegría que unge a todo el santo pueblo de Dios: bautizamos, curamos, curamos, consagramos, bendecimos, consolamos, evangelizamos a todo el pueblo santo de Dios. Es una alegría que nos unge.

Pero también es una alegría incorruptible, que irradia a todos y nadie nos puede quitar, y se hace presente cuando el pastor está en medio del pueblo. Siempre elimina el aislamiento, la tristeza, las sombras, la apatía.

Y en tercer lugar, no solamente una alegría que nos unge e incorruptible también. Es una alegría misionera: es para todos y atrae a todos siempre. Una alegría que el pueblo fiel de Dios custodia, protege y abraza, y nos abre el corazón. Una alegría que nos custodia al rebaño y fiel pueblo de Dios. Y una alegría con tres hermanas: la pobreza, la fidelidad y la obediencia.

A través de los años que llevo como obispo enviado por el Sucesor de Pedro a diferentes Iglesias particulares, con comunidades cristianas con identidad propia: en mi tierra de origen, Santander, como presbítero, y después en Orense, Oviedo, Valencia y ahora en Madrid. En todos los lugares, he visto y percibido que la identidad de los sacerdotes no la encontramos solamente buceando introspectivamente en el interior: hay que salir de uno mismo. ¡Sal de ti mismo! ¡Sal en búsqueda de Dios en la oración! ¡Sal y dale a tu pueblo lo que te fue encomendado! Así el pueblo santo de Dios te hará sentir y gustar quién eres, cómo te llamas de verdad, cuál es tu identidad.

Queridos hermanos sacerdotes. Si es que no salimos de nosotros mismos, el óleo se vuelve rancio y la unción se vuelve poco fecunda. Porque salir de uno mismo, salir de sí mismo, supone despojo de sí, entraña pobreza también.

La alegría sacerdotal tiene un manantial que es el que engendra la alegría: la pobreza, ese sal de ti mismo; la fidelidad: «apacienta mis ovejas», y la obediencia: a la Iglesia, al obispo, a la comunidad a la que se te envía, a las licencias ministeriales que se te dan, a la tarea particular, a la unión con Dios y a esa disponibilidad con todos y para todos. La alegría sacerdotal tiene un manantial, que es el que engendra la alegría. En esta Misa crismal pido al Señor que nos haga descubrir y que haga descubrir también a muchos jóvenes el ardor del corazón que enciende la alegría cuando apenas uno tiene esa audacia feliz de responder al Señor con prontitud cuando nos llama. Hoy le digo al Señor: «Cuida, Señor, a los sacerdotes de nuestro presbiterio diocesano, cuida a los jóvenes sacerdotes, cuida a los que somos mayores, para que nunca perdamos la alegría que mana de la conciencia de haber sido llamados a vivir con este tesoro incorruptible que es el ministerio sacerdotal. Cuida nuestro seminario, cuida a quienes han sido llamados a recibir el ministerio sacerdotal y a prepararse para ello».

Hermanos, hemos sido ungidos con óleo de alegría, pero hemos sido ungidos para ungir también con alegría. Y sabéis, como os decía antes, que la fuente de la alegría tiene una realidad: el amor inmenso que Dios nos tiene, y el deseo de que esa alegría y ese amor no solamente esté en nosotros, sino lo irradiemos a quienes servimos.

Queridos hermanos sacerdotes y queridos hermanos todos. Sé el valor que vosotros también dais al ministerio sacerdotal. Nosotros esta mañana damos gracias por habernos llamado el Señor a este ministerio y por poder ejercerlo aquí, en nuestra archidiócesis de Madrid.

Que el Señor os bendiga a todos, nos bendiga y bendiga a nuestra diócesis. Pido al Señor muy especialmente también por nuestro seminario metropolitano, donde se forman los sacerdotes, y también por nuestro seminario misionero, los que están dispuestos a salir a otros lugares para anunciar el Evangelio.

Que el Señor os bendiga a todos, bendiga vuestras comunidades a las que servís, nos bendiga a todos los que esta mañana queremos vivir junto a vosotros la gracia del ministerio sacerdotal.

Amén

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