Homilías

Lunes, 27 febrero 2023 15:55

Homilía del cardenal Osoro en la Misa del 18 aniversario del fallecimiento de monseñor Giussani (18-02-2023)

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Querido don Pedro, párroco de esta comunidad. Vicario episcopal. Rector de nuestra Universidad de San Dámaso. Queridos hermanos sacerdotes. Querido diácono. Queridos hermanos y hermanas.

Un año más nos reunimos en esta parroquia haciendo memoria del 18 aniversario del fallecimiento de monseñor Giussani, y también haciendo memoria de ese 41 aniversario del reconocimiento pontificio de la Fraternidad de Comunión y Liberación. Quiero dar gracias a Dios por poder estar un año más con todos vosotros en esta celebración, por aquello que decía el Papa de vuestro fundador: «que arda en vuestros corazones esa santa inquietud profética y misionera».

Don Giussani fue padre, maestro, servidor de todas las inquietudes y situaciones humanas que iba encontrando en aquella pasión educativa y misionera que tenía y vibraba en su corazón. Nosotros, cuando lo recordamos, no somos adoradores de cenizas, sino que queremos mantener vivo el fuego que a través de él regaló a la Iglesia de nuestro Señor. Por eso celebramos también el recuerdo agradecido de él, y celebramos sobre todo la pasión que tuvo él de encontrar modos, lenguajes, para alcanzar a todas las personas y a todos los ambientes.

Acabamos de recitar el salmo 102: «El Señor es compasivo y misericordioso». Le decíamos al Señor que nos diese su bendición y que nunca olvidásemos los beneficios que nos da, entre otros el de tener la fe en Jesucristo nuestro Señor. Y el beneficio también de poder estar reunidos aquí, en torno al altar donde Jesucristo nuestro Señor se va a hacer realmente presente. Porque es el Señor el que cura, el que nos rescata de todas las situaciones en las que podamos vivir, el que nos regala su gracia y su ternura. Y lo hace con compasión, es decir, una pasión; una pasión de Dios por darnos su abrazo; y con su misericordia. No nos trata quizá como merece nuestra vida, la que hacemos, las inconsecuencias que tenemos; sino que nos trata como un padre que siente ternura por todos nosotros.

La palabra de Dios que acabamos de proclamar en este séptimo domingo del tiempo ordinario nos ayuda a ahondar más en lo que el Señor nos está pidiendo también a nosotros en estos momentos. Y lo hacemos cuando tenemos el recuerdo, la memoria y la oración por don Giussani. «Seréis santos porque yo soy santo». La santidad no es algo que alcanzamos por nuestras fuerzas. No. La santidad es un regalo que nos hace nuestro Señor. Como el regalo de la fe que tenemos, y el regalo de la pertenencia eclesial en la que vivimos. Miembros de la Iglesia. Miembros vivos de una Iglesia que tiene que anunciar siempre a Jesucristo, y que lo tiene que hacer en este momento histórico que estamos viviendo. Santos. Pero para ello tenemos necesidad de acercarnos a quien nos hace ser santos y nos regala su santidad, que es Dios mismo. Conscientes, queridos hermanos, de lo que nos decía el apóstol Pablo en este texto que hemos proclamado de la primera carta a los Corintios: conscientes de que somos templo de Dios. Sí. Somos templo de Dios. Por eso, no podemos gloriarnos en nosotros o en nuestras fuerzas, sino que nos gloriamos en Jesucristo nuestro Señor, que nos ha hecho este regalo de poder ser ese templo que camina por este mundo y da noticia de Dios a todos los hombres.

El Señor hoy nos invita a ser perfectos como el Padre celestial lo es. Nos invita a vivir de una forma singular y especial en nuestra vida. Nos invita a amar, también a nuestros enemigos. Estas palabras de Jesús, que son dichas al final del sermón de la Montaña, tienen una novedad asombrosa. Son palabras que a veces resultan desconcertantes, e incluso yo diría más: provocativas. Porque rompen con lo convencional. Rompen con lo que comúnmente está establecido. Por eso, quizá, en nosotros surgen preguntas. ¿Hasta qué punto son razonables estas palabras? ¿Están realmente dichas para este mundo en el que vivimos nosotros, y nos toca vivir? Porque lo primero que aparece, si os habéis dado cuenta, es la ley de Talión –ojo por ojo y diente por diente–. La ley del Talión pertenecía al derecho penal, y consistía en hacer sufrir al delincuente un daño igual al que había causado él. En el mundo de hace más de 2000 años esta ley no era una ley de venganza salvaje, sino todo lo contrario: era una forma de frenar la violencia, de poner límite a la venganza y hacer posible la convivencia. Era una ley podríamos decir progresista en la cultura primitiva. Sin embargo, Jesús viene a decir que con la llegada del Reino se hace presente el amor de Dios. Un amor comprensivo. Un amor sin medida. Un amor que rompe las leyes de la correspondencia porque Dios nos ama sin medida.

Queridos hermanos: conscientes de esto en este domingo -Dios me ama, Dios nos ama, sin medida- no hagáis frente al que os agravia. Al contrario: si uno te abofetea en la mejilla derecha, preséntale también la otra. Un día Jesús, lo recordáis, por su palabra fue abofeteado en la mejilla, y no puso la otra, sino que preguntó el porqué a quien lo golpeó: «¿por qué me golpeas?». Intentó ponerlo ante la verdad y ante la responsabilidad. ¿Qué querría decir Jesús? Quiere decir que no recurramos a la violencia. Y esta actitud de no violencia la explica con ejemplos gráficos. Jesús nos invita a la no violencia. Cuando devolvemos mal por mal, entramos dentro de ese círculo infernal de violencia y de destrucción. Amarás a tu prójimo y aborrecerás a tu enemigo. Yo, en cambio, os digo: amad a vuestro enemigo. Era un principio de los esenios el aborrecer a los enemigos. También está en el Levítico. Pero la alternativa que Jesús propone es la superación de ver a ese otro como enemigo: «amad a vuestros enemigos y rezad por los que os persiguen para que seáis hijos de nuestro Padre celestial». Este es el distintivo de todo discípulo de Jesús. El amor universal, que no hace diferencias. Amar al enemigo no quiere decir introducirlo en el círculo íntimo de nuestras amistades, pero sí quiere decir que lo acepto como persona. Amar al enemigo no significa tampoco tolerar las injusticias y retirarse cómodamente de la lucha contra el mal. Amar al enemigo significa aceptarlo, respetarlo y mirarlo con misericordia. Jesús, si os habéis dado cuenta, en todo el evangelio insiste en que liberemos nuestra capacidad de amor incluso ante quienes lo rechazan. «Si amáis a los que os aman, ¿qué mérito tenéis?»

Si vivimos contra el amor, nos destruimos recíprocamente y destruimos el mundo en el que vivimos. Y el Señor nos ha mandado a construir, a cambiar este mundo. Cristo ha revelado en su vida el amor más grande. Jesús ha entregado su vida por todos, superando así las divisiones ratificadas por una ley que divide a los hombres entre malos y buenos. Jesús termina diciéndonos a todos nosotros hoy también: «Sed perfectos, como vuestro Padre celestial es perfecto». Pero, en el contexto de los evangelios sinópticos, la expresión ‘perfecto’ habría que traducirla por misericordioso. Misericordiosos como el Padre.

Queridos hermanos. Ciertamente, ante una sociedad cada día más violenta, más competitiva, a gran escala y también a pequeña escala, ante la violencia de las guerras que están a nuestro lado, el terrorismo, las leyes injustas, la violencia o las violencias de cada día, las que se sufren en casa y en el trabajo, las que nosotros mismos a veces podemos practicar, Jesús en el evangelio propone una alternativa: desarmar el corazón. Tener la paz interior, el amor, el perdón. En este camino entrasteis vosotros en el movimiento. Mantened este camino. Es una invitación a liberarnos de la trampa de la violencia, de la trampa del rencor, de la trampa de la competitividad que desgasta, que mata las energías de la vida. El mensaje del evangelio de este domingo yo os diría que es como una especie de retrato robot del corazón de nuestro Señor Jesucristo a quien queremos seguir cada día más. Y es bueno recordar nosotros en este día a don Giussani ¿Por qué? Porque el movimiento nace precisamente para vivir con el corazón del Señor. Para romper la violencia, la competitividad, aquello que mata al ser humano. Para darnos energías y vivir en una línea, y en una dirección, y en un camino. Por eso, quizá hoy, haciendo esta memoria y esta oración por don Giussani, vueltos a nuestro Señor, podemos decirle: Señor, deseamos ser tus discípulos. Deseamos aprender de tus labios. Deseamos tener siempre un gozo renovado en nuestro corazón y en nuestra vida. El amor del Padre por todos los seres humanos deseamos que esté en nuestra existencia. Que esté en nuestra vida. Esta es la liberación que tenemos que llevar a este mundo y a esta tierra. Sí. Deseamos, Señor, que el amor del Padre por todos los seres humanos, y especialmente por aquellos que más lo necesitan, esté en nuestro corazón y en nuestra vida.

Queridos hermanos: el Señor nos da esta palabra cuando recordamos a don Giussani. Pero yo creo que es el mejor homenaje y el mejor recuerdo, porque el camino del movimiento fue un camino precisamente para, ante una sociedad competitiva, violenta, pequeña, proponer una alternativa con el movimiento: desarmar el corazón, entregar la paz de Jesucristo, regalar el perdón y crear ese movimiento que llega de verdad y toca el corazón de las personas. Porque, cuando se lleva el amor del Señor, se toca el corazón de las personas, a veces no con palabras, sino con gestos y con hechos.

Queridos hermanos: os decía al comenzar que don Giussani fue padre, maestro, servidor de todas las inquietudes, de todas las situaciones humanas, que obraba encontrando en su pasión educativa y misionera la razón de su vida, de su quehacer y de su hacer. Que todos nosotros, en la celebración de este recuerdo agradecido de su persona y de esta oración, encontremos modos, lenguajes, para que el carisma del movimiento alcance nuevas personas y nuevos ambientes. Así nos encontramos con nuestro Señor Jesucristo esta noche en el misterio de la Eucaristía. Y nos encontramos para que entre el Señor en nuestra vida. Nos desapropiamos de lo que a veces está en nuestro corazón, que nos hace sufrir no solamente a nosotros, sino que hace sufrir a los demás. Y queremos decir al Señor: entra en nuestra vida, Señor, y haz que seamos cada uno de nosotros los que paseemos por este mundo regalando lo que Tú nos has dicho; que vayamos por el mundo y anunciemos la buena noticia que eres Tú mismo; y que te haces presente no solamente en la Palabra que nos has entregado, sino en la realidad de tu cuerpo, en el misterio de la Eucaristía. Y podemos compartir, o Tú compartes con nosotros, ese misterio tremendo que nos hace salir de una forma renovada por este mundo.

Que el Señor os bendiga. Que el Señor os guarde. Que dé el descanso eterno a quienes fueron capaces de tener –don Giussani– la experiencia de Dios tan fuerte para lanzarse a promover una forma y una manera de servir a la Iglesia en esta tierra. Que el Señor os bendiga siempre. Amén.

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