Homilías

Lunes, 17 abril 2023 15:34

Homilía del cardenal Osoro en la Santa Misa de la Cena del Señor (6-04-2023)

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Queridos hermanos obispos auxiliares de Madrid. Deán de la catedral. Vicario general. Vicarios episcopales. Queridos hermanos sacerdotes. Queridos hermanos y hermanas: los que estáis aquí, en nuestra catedral de la Almudena, en Madrid, y quienes a través de televisión estáis siguiendo esta celebración.

Quisiera acercar a vuestra vida lo que el Señor, en este Jueves Santo, nos dice a todos nosotros de una manera singular. Lo resume en unas palabras suyas: «Habiendo amado a los suyos, los amó hasta el extremo». Quisiera que, no solamente los que estamos aquí, en el templo, sino quienes seguís esta celebración, descubrieseis, sintieseis y percibieseis que Dios nos ama. Dios no nos deja solos. Dios nos quiere. En estas palabras, «habiendo amado a los suyos, los amó hasta el extremo», está condensado todo el Evangelio de este Jueves Santo.

En esta tarde del Jueves Santo, el amor de Jesús traspasa el espacio y el tiempo. Y este amor llega a cada uno de nosotros. Como nos dice el salmo 115: «¿Cómo pagaré al Señor todo el bien que me ha hecho?». «Rompiste mis cadenas». «Ofrezco un sacrifico de alabanza». «Invoco tu nombre en presencia de todo el pueblo».

Querría destacar tres aspectos en este Jueves Santo. En primer lugar, este día será memorable para vosotros. Lo hemos escuchado en la lectura del libro del Éxodo: «Comeréis el cordero en familia» (somos hermanos). «Tomaréis la sangre y la rociaréis sobre las jambas de vuestras puertas». «Hoy es la Pascua, el paso del Señor». «Nadie os tocará».

Queridos hermanos: es un día memorable para todos nosotros. Sí, el Señor, en el misterio de la Eucaristía, se acerca a nuestra vida y nos da de su propia carne. De su propio cuerpo. Nos da y nos alimenta a todos nosotros. Hoy pasa el Señor, y nos entrega su amor. No estamos solos. No. El amor de Dios sigue derramándose en los corazones de los hombres. Es más, Jesucristo ha querido permanecer entre nosotros en el misterio de la Eucaristía. Y lo hizo instituyendo la Eucaristía, e instituyendo el ministerio sacerdotal. Es el regalo más grande.

Permitidme que os diga algo personal En un recordatorio de mi Primera Comunión, que guardo con gran cariño, pusieron mis padres para mí ese día estas palabras: «El día más feliz de mi vida». Quién me iba a decir a mí, entonces, a los 6 años, que en verdad ha sido la felicidad vivir en esa comunión con Jesucristo, alimentado de Cristo. Y también felicidad para quienes conmigo, y a través de mi ministerio, podéis sentir y percibir la acción eficaz de un Dios que no quiere separarse de los hombres. Podemos contemplarlo, y podemos alimentarnos de Él. «Esto es mi cuerpo, que se entrega por vosotros. Haced esto en memoria mía. Este es el cáliz de la nueva alianza sellada con mi sangre. Haced esto cada vez que lo bebáis en memoria mía».

Un día memorable. Un día en que Jesucristo ha querido permanecer entre nosotros en el misterio de la Eucaristía. Queridos hermanos: la Eucaristía provoca un cambio existencial y social en quienes la vivimos. La Eucaristía limpia nuestra vida de egoísmos. Limpia nuestra vida de centrarnos en nosotros mismos, para convertirnos en servidores de todos los hombres. Pero, además, viendo en todos los hombres la imagen de Dios mismo. ¡Qué cambio radical tiene nuestra mirada cuando Jesucristo ocupa nuestra existencia! Os quiero explicar este cambio, y os invito a que invitéis a que todos los hombres vean lo que provoca Nuestro Señor cuando entra en nuestra vida, cuando la ocupa y cuando nos alimentamos de Él.

Hemos escuchado en el Evangelio que estaban cenando. El evangelista quiere que se nos grabe bien esta escena del lavatorio de los pies, y amontona los verbos: levantarse de la mesa, quitarse la ropa, ceñirse una toalla, echar agua en una jofaina, lavar los pies de los discípulos, secárselos. Levantar, quitar, ceñir, echar, lavar, secar. El evangelista describe la escena, plano a plano, como si fuera una película, como si quisiera suscitar en la comunidad cristiana una actitud de lo que tiene que ser siempre nuestra vida y nuestra existencia.

Como todos vosotros sabéis, lavar los pies en aquella cultura, en tiempos de Nuestro Señor, era un trabajo de esclavos. Jesús, lavando los pies, está realizando un gesto escandaloso. Lo que hace Jesús solo lo hacían los esclavos. Solamente. Por eso, con este gesto, Jesús provoca el desconcierto de los discípulos. Que Él, que preside la mesa, el Señor, el Maestro, el Mesías, se ponga a lavar los pies, es incomprensible para los discípulos. Yo os invito esta tarde a que contemplemos esta escena. A quedarnos contemplando esta escena.

Imaginaos que estamos también nosotros dentro de ese círculo de los discípulos y discípulas que nos encontramos frente a frente, con Jesús lavándonos los pies. Jesús, al arrodillarse ante cada uno de los discípulos, se inclina ante todo ser humano. Y también se ardilla ante cada uno de nosotros. Se arrodilla hoy también, queridos hermanos. Él toca lo sucio que hay en el ser humano, que hay en nosotros; toca nuestras fragilidades, toca nuestros pecados, y nos devuelve a nuestra dignidad. Nos entrega la libertad verdadera. Nos hace libres y no esclavos. Imaginaos. Es como si nos dijera el Señor a cada uno de nosotros: «Tu vida es valiosa, y yo la amo». Y también nos dice: «Ya no hay amos ni esclavos».

Queridos hermanos: el gesto de Jesús es revolucionario en ese contexto de hace más de 2000 años. Como nos dijo el Papa Francisco en un Domingo de Ramos: Jesús no es un iluso que siembra falsas ilusiones. Es un profeta. No es un vendedor de humo. Él propone una revolución del amor y de la ternura. Y nos ha llamado a todos nosotros, que somos discípulos de Él, a hacer esta revolución del amor y de la ternura. Pero no solos: en comunión con Él.

Jesús, con este gesto, como os decía, rompe todos los esquemas: los esquemas religiosos, los esquemas sociales, los esquemas culturales, invierte valores, derrumba la estructura del mundo injusto. El Dios de Jesús no actúa como soberano: actúa como servidor. Por eso, Jesús es peligroso para toda hegemonía. Destruye todos los totalitarismos. Para Pedro, eso es inaceptable. Por eso, se comprende la reacción de Pedro que hemos escuchado: «Señor, ¿tú lavarme a mí los pies?». Pedro protesta: «Tú no me lavarás los pies jamás». Pedro no admite la igualdad. Encarna el modo de pensar dominante. Cree que la desigualdad es legítima y necesaria. Por eso, no acepta en absoluto que Jesús se abaje hasta ese extremo. Que su maestro sea su amigo.

Jesús, ante la incomprensión de Pedro, no pierde la calma. Y le responde benévolamente: «Si no te lavo los pies, no tienes parte conmigo». Quizá Pedro, ante estas palabras, palidece. Imaginemos a Jesús de rodillas, ante cada uno de nosotros. Imaginemos a Jesús, pidiéndonos a nosotros que le dejemos que nos lave los pies. Imaginaos. ¿Qué sentís si Dios en este instante está arrodillado ante vosotros queriéndoos lavar los pies? ¿Seremos capaces de resistir, como Pedro? ¿O seremos acogedores de su amor? Que es lo que nos pide Jesús: que acojamos su amor. Pedro, de alguna manera, nos representa a todos nosotros. Pedro no entiende aún lo que significa el amor. No deja que Jesús manifieste ese amor lavándole los pies. No se deja amar. Y, queridos hermanos, ¿sabéis?: necesitamos, todos nosotros, necesitamos el toque de Jesús. Sí. Que nos toque Jesús. Que toque nuestra vida. Que toque los pies. Los pies significan la base de la persona. Lo fundamental. Nos mantiene en pie. Jesús tiene que tocar lo que nos mantiene en pie. Lo que nos hace humanos. Lo que nos hace hermanos. Lo que nos hace y nos permite descubrir que somos hijos de Dios.

Sin esta experiencia básica de amor no podemos vivir, queridos hermanos. Dejémonos amar por el Señor. Dejémonos alcanzar por su amor en lo profundo de nosotros mismos. Os hago esta pregunta, a quienes estáis aquí y a quienes estáis viendo y siguiendo esta celebración por televisión: ¿dejarás que hoy a ti te toque los pies el Señor? Jesús dice unas palabras de una belleza extraordinaria, y de un compromiso singular para nosotros. Cuando termina de lavarles los pies a los discípulos, les dice, y nos dice, queridos hermanos: «¿Habéis comprendido lo que he hecho con vosotros? Si yo, el Señor y el Maestro, os he lavado los pies, también vosotros debéis de lavar los pies unos a otros».

No hacen faltan muchas explicaciones para entender esto, queridos hermanos. Lo único que se nos pide es que nos dejemos amar por el Señor. Y también que nosotros nos amemos de verdad. ¿No es lo más necesario en este momento de la historia que estamos viviendo? ¿No tiene quizá un protagonismo especial Jesucristo Nuestro Señor en este momento de la historia? ¿No es necesario oír, escuchar una y otra vez, estas palabras de Jesús? Lo único que nos pide es que nos dejemos amar por Él, y que con su amor amemos a los demás. Jesús nos lava los pies para decirnos qué es amar de verdad. Para revelarnos la verdadera dignidad, el valor de nuestra persona y el valor de todo ser humano.

A lo largo de la historia, y actualmente en la Iglesia, ha habido siempre personas que han estado dedicadas al cuidado de los enfermos, de los ancianos, de los niños, de las mujeres en riesgo, de los pobres del mundo entero. En definitiva, la Iglesia, nosotros, que somos miembros de la Iglesia, no podemos olvidar este amor que nos ha dado el Señor. Y es lo más necesario, queridos hermanos. El lavatorio de los pies es esencial. Por eso, hoy es el día de la Eucaristía: el pan partido y repartido entre todos como expresión del amor hasta el extremo. La Eucaristía es una protesta y un derramamiento del amor hasta el extremo, a todos los hombres. Esta tarde, nosotros celebramos este amor. Este querer dar vida a todos los hombres. Este eliminar aquellas fuerzas que matan, que dividen, que rompen, que exterminan a los hombres. Es necesario, urgente, hacer llegar el amor del Señor. Este día del amor fraterno es un amor inclusivo, que se extiende a todos los seres humanos, comenzando por los que están más cerca y por los más necesitados.

Pero también hoy la Iglesia celebra el ministerio sacerdotal. Queridos hermanos: nuestro mundo está sediento de Dios, y necesita sacerdotes. Necesita hombres testigos de la trascendencia, testigos de la vida y de la esperanza. Gracias a Dios, todos estos jóvenes que veis ayudándome son seminaristas nuestros. Gracias a Dios. Porque tenemos, y el Señor nos regala vocaciones: nos regala personas que, teniendo un futuro distinto, dejaron su carrera o incluso su profesión para aceptar la propuesta que nos hace el Señor. «Derrama mi amor. Entrega mi amor. Medita y haz descubrir a los hombres lo que significa llevar a este mundo sediento de Dios la trascendencia, el testimonio de lo que es la vida verdadera, la esperanza, y llevar también este amor tan necesario, el amor de Jesús».

Queridos hermanos y hermanas. Esta tarde todos nosotros nos volvemos al Señor, y le decimos: «Señor Jesús, compartimos contigo la cena en la que nos revelas todo tu amor. Que podamos comprender que eres nuestro amigo. El que permanece siempre a nuestro lado. Que eres nuestra alegría, que nadie jamás podrá arrebatar. Que eres el presente de los hombres. Que es necesario que esto lo comuniquemos, como lo hicieron tus primeros discípulos, que salieron de la tierra de Palestina conocida de entonces, por el mundo conocido, para anunciar a Jesucristo, Nuestro Señor. Y que tú sigues insistiéndonos a todos nosotros que hagamos sentir y percibir que lo que cambia este mundo de verdad, en lo profundo, sin matar a nadie, y dando vida siempre, es tu amor».

La alegría que nadie jamás nos podrá arrebatar es Jesucristo, Nuestro Señor, que se hace una vez más presente en este altar, en este Jueves Santo. En este día en que celebramos la institución de la Eucaristía y del ministerio sacerdotal. Día de la fraternidad. Porque la fraternidad no se consigue con propuestas soñadoras: se consigue con el amor de Jesucristo, Nuestro Señor. Y, queridos hermanos, para poder entender esto hay que remitirse a la historia de la humanidad.

Que el Señor nos bendiga y nos haga sentir en el corazón hoy el amor de Jesucristo, Nuestro Señor, que se nos manifiesta en la Eucaristía.

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