Homilías

Jueves, 10 septiembre 2015 13:18

Homilía monseñor Carlos Osoro en la Misa de la fiesta anual de la Real Esclavitud de Santa María la Real de la Almudena (8-09-2015)

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Ilmo. Excmo. Sr. arzobispo Castrense, Juan del Río; Ilmo. Sr. Deán, Excmo. Cabildo catedral, queridos vicarios episcopales, queridos hermanos sacerdotes, querido diácono, Altezas Reales Duques de Noto, Excma. Sra. Presidenta de la Comunidad Madrid, autoridades, civiles, militares y religiosas. Queridos hermanos que formáis esta Real Esclavitud de Santa María la Real de la Almudena, que nos habéis llamado y habéis organizado e invitado a congregaciones y hermandades. Sois más de 140 las que estáis representadas aquí. Hermanos y hermanas todos en nuestro Señor Jesucristo.

Hoy es un día especial para todos nosotros. El celebrar esta eucaristía aquí, en la catedral de la Almudena, que como os decía antes es santuario también de nuestra Madre, la Santísima Virgen María, en esta advocación entrañable de Santa María la Real de la Almudena. Es un día de gozo, y hay que vivirlo como Ella lo hizo, como nos dice precisamente ese salmo 12 que acabamos de cantar todos y que acabamos de meter en nuestro corazón. Hay que vivir esta fiesta de la Virgen también, como Ella, en confianza con Dios. Somos de alguna manera, queridos hermanos y hermanas, peregrinos de la confianza. Hay que vivirlo acogiendo la misericordia de Dios, hay que vivirlo en diálogo permanente con el Señor: la fuente de ese diálogo es Dios mismo, no hay otro. Hay que hacerlo viendo y experimentando con el Señor, de muchas maneras, para auxiliarnos a todos nosotros; hay que hacerlo procurando vivir siempre y hacer el bien, dando los mismo pasos que nuestro Señor Jesucristo, aquellos que la Virgen Santísima se encargó de que diésemos todos nosotros cuando Ella misma nos dijo en las bodas de Caná, también a nosotros: haced lo que Él os diga.

Hay que vivir este día de gozo contemplando el rostro de esta mujer, que Dios la hace grande porque deja que su vida sea un recipiente que solamente contiene a Dios. Hay que hacerlo haciendo verdad lo que la Virgen María hace también después de visitar a su prima Isabel y comprobar también que Dios mismo, que habitaba ya en su vientre, hace saltar de gozo a un niño que no aún había nacido y hace prorrumpir en un grito excepcional, reconociendo dónde está la dicha del ser humano, cuando Isabel dice: dichosa tú que has creído, que lo que ha dicho el Señor se cumplirá. Hay que hacerlo, hermanos y hermanas, haciendo un cántico nuevo. Me gustaría que hoy, esta tarde, todos nosotros aquí, todos los que habéis venido, todos los que estamos aquí, hiciésemos en nuestra vida verdad un cántico que tiene la misma novedad que el que hizo la Santísima Virgen María. Ella dejó que su vida fuese un pentagrama escrito en todas sus notas por Dios mismo. De esto se trata, queridos hermanos y hermanas; esto es lo que de alguna forma vosotros, las congregaciones y hermandades, en esa religiosidad popular, en torno a la Virgen María, en torno a nuestro Señor Jesucristo, en torno a un santo, un hombre o una mujer de Dios que vivieron fieles en esta vida, dando los mismos pasos de Jesucristo, vosotros digo queréis mostrar también, a través incluso de vuestra presencia pública, y hacer un enjambre de tales relaciones entre los hombres, que sean relaciones de hermanos porque se sienten hijos de Dios.

Yo querría acercar a vuestra vida esta tarde lo que la Palabra de Dios nos acaba de decir. El Evangelio de San Mateo tiene una fuerza especial y desborda, nos hace desbordar de gozo: nos fiamos del Señor como María. Qué página más sublime la del Evangelio que hemos proclamado. En primer lugar nos invita a manifestar el poder de Dios. Sí hermanos. Cómo podemos hacer eso. Esta fue la pregunta también de la Santísima Virgen María, cuando anunciaba el ángel que iba a ser madre de Dios: cómo será esto, puesto que no conozco varón. Esto es lo que el Evangelio que acabamos de proclamar nos ha dicho: María, desposada con José, y antes de vivir juntos, esperaba un hijo por obra del Espíritu Santo. En María, hermanos y hermanas, se manifiesta el poder de Dios. Sí, se manifiesta el poder de Dios en la sencillez, en la pequeñez, como nos decía hace un instante el profeta Miqueas: Belén, pequeña entre las aldeas, de ti saldrá el jefe de Israel. No fue una ciudad grande, un lugar famoso, no fue un lugar extraordinario, no, algo casi desconocido en la historia, y si lo conocemos ahora es por el acontecimiento de que Dios vino a esa aldea a este mundo, tomó rostro humano en esa aldea. Dios manifiesta su poder en lo pequeño, en lo sencillo, en los lugares insignificantes, con personas elegida por Él, como es el caso de la Santísima Virgen María. Belén, pequeña entre las aldeas: de allí sale un jefe, de allí sale como nos ha dicho el profeta Miqueas un pastor fuerte, con la fuerza del Señor, que mostrará su grandeza en medio del mundo hasta los confines de la tierra.

También el Señor a nosotros, como eligió a María, nos ha elegido. Esta tarde no estamos aquí por casualidad ninguno de nosotros. Las casualidades son las que se nos ocurren a los hombres decir. El cristiano no tiene casualidades. El cristiano tiene tiempo de Dios. Su tiempo, y en su tiempo, se manifiesta Dios en su persona. Y en esta fiesta de la Natividad de la Virgen María, el Señor a través de Ella nos quiere decir que dejemos que se manifieste el poder de Dios. Ese poder de Dios que hace hacernos siempre el bien, a todos, sin excepción. Ese poder de Dios que nos hace mirar a quienes tenemos a nuestro alrededor como hermanos, porque todos los hombres son hijos de Dios. Ese poder de Dios que nos hace ver en todos que ciertamente el diseño del ser humano ha sido hecho por Dios mismo: nos hizo imágenes y semejanza de Dios, a su imagen y semejanza nos hizo. Qué invitación más bella, queridos hermanos, hoy, que en esta fiesta de la Natividad de la Virgen, del nacimiento de María, del ser humano más perfecto que jamás ha existido, del ser humano que prestó la vida para que Dios se hiciese presente y tomara ese rostro en este mundo, de este ser humano donde se manifestó el poder de Dios, que trastocó todas las leyes del ser humano, todas las leyes de la naturaleza, el Señor quiere llamarnos a nosotros para que, como su madre, a quien Él nos entregó como madre, haga posible que manifestemos el poder de Dios, en nuestra vida. El poder de Dios en nuestra vida, queridos hermanos, se manifiesta cuando se crea la fraternidad, cuando se recrea la comunión entre los hombres, cuando se recrea y se hace la paz, cuando se construye la vida desde la justicia, cuya expresión y rostro de la justicia es el mismo Cristo. Qué maravilla: podemos manifestar el poder de Dios, hermanos, lo podemos hacer; solo hace falta que, como la Santísima Virgen María, digamos, como Ella hizo: aquí me tienes, Señor, hágase en mí según tu palabra.

En segundo lugar, hoy el Señor nos dice y nos revela la fuerza transformadora de la fe: la fe cambia el mundo, hermanos. Qué diferencia más abismal está en pasear por este mundo viendo al lado enemigos, viendo contrarios, y naturalmente hay que estar defendiéndose, hay que estar con el arma. Qué diferencia más abismal tener la fe y poder decir, con el apóstol San Pablo, que Cristo nos ha hecho hermanos, poder escuchar al apóstol que dice: no hay esclavos, libres, hombres y mujeres, todos hermanos, todos hijos de Dios.

En María, esto se manifiesta. Se manifiesta, como os decía antes, en las bodas de Caná, cuando aquella gente que estaba en apuros, que no podía celebrar la fiesta... Y, hermanos, estamos en un momento de la historia en que no se puede celebrar la fiesta. Y este momento requiere, más que nunca, que estemos dispuestos a escuchar a nuestra Madre, que nos dice: haced lo que Él os diga. Pasead por este mundo como paseó el Señor. Sí, hermanos. A la oscuridad, Él trajo la luz; de tener las puertas cerradas a quienes a mí me parecía que no se las podía abrir, las abre. Construye la fraternidad, construye la reconciliación, y entrega la misericordia, y entrega el perdón, y entrega la verdadera libertad.

La fe es fuerza transformadora. ¿No habéis visto en el evangelio que acabamos de proclamar, también, a José, el esposo de María? Nos dice el Evangelio que era justo, y en la Biblia el justo es el hombre o la mujer que están mirando a Dios, se ponen de cara a Dios. No es que no sean pecadores, pero la diferencia está en que el pecador decide volver la espalda a Dios, marchar por su cuenta, ser Dios él mismo, y el justo mira a Dios y le dice, como aquel que entró en el templo, que mientras uno decía ‘yo soy bueno’ el otro decía ‘yo soy un pobre pecador’. Pero miraba a Dios, mientras que el otro se miraba a sí mismo. José, que es justo, en principio no entiende por qué se han trastrocado todas las leyes: su mujer va a tener un hijo, y él no quería denunciarla, y él, bueno y justo, decide repudiarla en secreto. Pero, mirad, se aparece Dios a través del ángel en su vida y le dice a José: José, llévate a María, la criatura que hay viene del Espíritu Santo, dará a luz y tú además le pondrás nombre, el nombre de Jesús. Lo más grande, queridos hermanos, es poder poner nombre. ¿No habéis visto a Dios en la creación, que pone nombre a las cosas? Al hombre y a la mujer los llamó Adán y Eva. Y Dios nos da ese poder, el poder poner nombre. A José nada menos que poner nombre a Dios mismo. José es justo, escucha a Dios, es el prototipo singular de la fuerza transformadora de la fe.

Sí, queridos hermanos. Por eso, necesitamos anunciar a Jesucristo. Necesitamos de vuestras cofradías, la Iglesia os necesita: las cofradías, las hermandades; esa fe de los sencillos, pero de los que no tienen miedo ni les da vergüenza el manifestarla y entregarla a los demás, el hacerla pública, el defenderla, el hacer descubrir, no con las fuerzas que a veces utilizamos los hombres, sino con la fuerza de Dios.

Permitidme que haga un paréntesis y os cuente una cosa que a mí me impresionó mucho: en la primera procesión que hice del Corpus Christi, siendo arzobispo de Valencia, se me presenta un señor mayor y me dice: te voy a contar una cosa para que la sepas, en Valencia siempre hubo procesión del Corpus Christi, incluso cuando las prohibieron. ¿Cómo la hubo?, decía yo. En mi casa se guardaba el Santísimo y venía el sacerdote a buscarlo para, después, llevárselo a los enfermos o a quien quería comulgar. Y ese día mi padre pidió permiso, colocó al Señor, guardado en una cajita de plata, lo puso en su pecho, y todos sus hijos de la mano. Él de la mano de sus hijos, y los otros por detrás, iban con el padre, pero en silencio hicieron el mismo recorrido que hoy mismo se hace, el mismo que ha estado en toda la historia de Valencia... Queridos hermanos: la fe de los sencillos, la fe transforma el mundo. Y aquel hombre creía que Jesucristo transforma esta tierra, la cambia.

Hoy necesitamos esa fe. Mirad: el Papa Francisco nos está invitando a algo que a veces nos cuesta a los cristianos, que es a convertirnos, a dar la versión de nuestra vida, la de Cristo no la que queramos nosotros, no de Cristo a nuestro gusto, sino de Cristo la que Él nos da, la que Él nos regala. Y, por otra parte, nos está invitando a ser discípulos misioneros, a ser hombres y mujeres que, especialmente con obras, damos a conocer a Jesucristo, acompañadas también si hay que explicarlo de palabras, pero que no sean meras palabras. La fuerza transformadora de la fe.

Y, por último, hermanos y hermanas, el Señor nos invita a implantar la alegría en este mundo. Sí, esa alegría que decía el Evangelio y que escuchábamos hace un momento: Dios con nosotros. Hermanos, convenzámonos de esto: Dios nos ama, Dios nos quiere, Dios no es un extraño, sabemos cómo se ha comportado paseando como uno de nosotros por este mundo. Dios nos está invitando a que seamos ese buen samaritano que se acerca a todos los que encuentra en el camino y, especialmente, a los que están heridos, por el motivo que fuere. Dios cuenta con nosotros y Dios nos regala una tarea impresionante: transformar este mundo y cambiar el corazón de los hombres. Pero no a la fuerza, no. Siendo testigos, como lo fue el mismo Jesucristo, el Hijo de María, y como lo fue María.

Mirad. Un santo de Madrid, San Pedro Poveda, dijo en un momento determinado de su vida cómo tenían que ser los cristianos, y a él le tocó vivir un momento difícil de la historia de España. Pero dijo que teníamos que ser como Jesús: entró en el camino de los hombres, por el camino de Emaús, y se encontró con dos que estaban desencantados, estaban heridos, no había sucedido lo que ellos querían, y el Señor entra en conversación con ellos por el camino y se van dando cuenta de que su corazón está ardiendo, que su vida se transforma cuando les va contando cosas. No lo conocen y, sin embargo, cuando llega un momento en que el Señor se va a marchar, como ellos le necesitan le dicen: Quédate con nosotros que atardece. Y San Pedro Poveda dice: así tendrían que ser los cristianos. Hombres y mujeres que, caminando por este mundo con los demás, los demás sientan necesidad de decir: Quédate con nosotros. Pero yo añado: tendríamos que ser, queridos hermanos, como la Santísima Virgen María, porque quizá nos es más cercana a nosotros ahora mismo. Ella sale al camino, y llega donde Isabel, y es capaz de hacer sentir gozo a un niño que aún no había nacido, que estaba en el vientre de la madre, y salta de gozo. Y es capaz de hacer reconocer a Isabel dónde está la grandeza del ser humano: dichosa tú, que has creído, que lo que ha dicho el Señor se cumplirá. Isabel lo siente junto a María. María provoca esto. Dejémonos dar la mano como María para provocar esto.

Hermanos y hermanas: manifestad el poder de Dios, creed en la fuerza transformadora de la fe, implantad la alegría. Esa alegría de la que el papa Francisco nos ha hablado: la alegría que nace del Evangelio. Cristo es la alegría, es el Evangelio, se hace presente entre nosotros. Acojámosle y démosle a conocer. Amén.

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