Gracias a quienes os habéis acercado hoy a la catedral para celebrar la Eucaristía y para celebrar así juntos, diocesanamente, esta Semana de la Palabra. Gracias a los hermanos obispos auxiliares, gracias a los vicarios, sacerdotes también que queréis impulsar esta acción. Gracias a todos.
“Encontrando el tesoro”. Este es el lema que nos propone la Comisión que ha estado preparando esta Semana de la Palabra que inauguramos con esta Eucaristía. Gracias por vuestro trabajo y por los materiales que habéis elaborado para la Lectio Divina, también para los niños y para cada una de las celebraciones. Gracias, de verdad.
El Señor no para de proponer a su Iglesia que reviva el gesto del Resucitado, que abre para nosotros el tesoro de su Palabra para que podamos anunciar por todo el mundo la riqueza de la misma. Evangelii gaudium nos dice: “Nosotros no buscamos a tientas ni necesitamos esperar que Dios nos dirija la palabra, porque realmente Dios ha hablado, ya no es el gran desconocido, sino que se ha mostrado. Acojamos el sublime tesoro de la Palabra revelada” (EG 175).
La Palabra de Dios revelada es, ante todo, el mismo Jesucristo, el Verbo de Dios, la Palabra hecha carne. Por eso decía San Jerónimo, un gran estudioso de la Biblia, que “conocer las Escrituras es conocer a Cristo. Pero no basta con leer las Escrituras, es necesario escuchar a Jesús mismo que habla a través suyo”.
Lo vemos con claridad en este gran regalo que, como cada domingo, recibimos de la liturgia de la Iglesia para hoy. Es el pórtico de la Semana de la Palabra que siempre es concreta, es “viva y eficaz”, siempre actual.
1.- La Palabra nos coloca delante de la realidad, y nos ayuda a mirar la realidad de nuestras vidas desde los ojos de Dios.
El autor de la primera lectura, del Antiguo Testamento, es el profeta Amós. Se encontró con Dios en la vida cotidiana, mientras pastoreaba ganado y cultivaba higos por las colinas que limitan con el desierto de Judá. Estaba acostumbrado a contemplar la naturaleza y de ella aprende a hablar con esos signos al pueblo de Israel. Su cercanía con Dios, un Dios justo, le lleva a descubrir la injusticia que experimenta su pueblo, sobrecargado de tributos, desigualdades, corrupción y un materialismo sin disimulos. Desde aquí Amós mira y pone palabras a la Palabra que escucha de Dios. Sabe que él no habla con voz propia, no se detiene tampoco ante las dificultades, su propio pueblo, su propia gente o los poderosos. Amós sabe que un día el Señor le había dicho “ve y profetiza” y, sencillamente, eso es lo que hace. Denunciará a poderosos y a mercaderes que se aprovechaban con medidas falsas y todos despreciaban a los pobres. Dios mismo aparece jurando que no se olvidará de esas acciones en perjuicio de los más vulnerables. Escuchar a Dios y escuchar el clamor de los pobres, son acciones inseparables.
Hoy esa Palabra pronunciada sobre Amós nos lleva enfocar la mirada y no olvidar tantos lugares y situaciones de nuestro mundo donde se maltrata o se masacra a los más indefensos (Gaza, Ucrania y tantas guerras que no salen en los medios). O lugares donde la misma Iglesia es perseguida y martirizada (Nigeria, Nicaragua y tantos otros sitios).
Dios mira esta realidad y sigue pronunciando su Palabra. Como hemos repetido en el salmo, ante la injusticia que intentamos ocultar Dios se define, porque Él “levanta del polvo al desvalido y alza de la basura al pobre, para sentarlo con los príncipes de su pueblo”. La Palabra no se encarna si no se hace opción por los últimos.
Pablo da un paso más: en la carta a Timoteo nos propone que la lógica mundana, la forma más normal de situarnos ante nuestro contexto, debe ser respondida siempre en clave creyente, y no como lo hace todo el mundo. Es la opción no por la injusticia o el egoísmo, sino por el servicio desinteresado y honesto de quien tiene a Dios como su único Señor. Por eso, Pablo invita a rezar también por los gobernantes, para que tengan “las manos limpias de ira y divisiones”.
El Evangelio da un paso más, nos concreta aún más la mirada: se dirige hoy también a nosotros, los seguidores, para preguntarnos por las opciones de nuestra vida. La parábola que nos presenta Jesús es alrededor de la figura de un contradictorio administrador injusto.
Jesús nos lo dice claro y nos confronta: este administrador no actúa “desde Dios”, pero aun así es un hombre astuto. Y Jesús ensalza esa capacidad de ver más allá, aunque en el fondo sus intenciones no son limpias. Si alguien injusto es capaz de pensar así para sobrevivir y, por encima del dinero, busca vínculos y amigos; si por encima del tener y del dinero busca los vínculos, ¿cómo es posible que los hijos de la luz, los que creemos en Jesús, no seamos capaces de ver la vida desde Dios y de poner el dinero y cuanto oculta a Dios en su sitio?
Hay dos advertencias finales que no dejamos pasar de largo, especialmente en esta semana de la Palabra:
2.- Para responder es necesario ponerse a la escucha sincera de Dios. Sí, escuchar y dialogar con Dios, que os lo pido de forma especial esta semana
“En muchas ocasiones y de muchas maneras habló Dios antiguamente a los padres por los profetas. En esta etapa final nos ha hablado por el Hijo” (Heb 1,1). “Cristo es la Palabra absoluta, la plenitud de la revelación (cf. DV 4), que hay que recibir con la obediencia de la fe”.
Así, desde la mirada de Dios y sus propuestas, desde este Evangelio que hemos escuchado, acogemos la Palabra en esta celebración y en cada celebración, y siempre primero de forma orante, pues el tesoro de la Palabra aparece vinculado en la Sagrada Escritura siempre con la oración. Por eso pudo decir el Concilio Vaticano II –en Dei Verbum– que “la oración debe acompañar la lectura de la Sagrada Escritura para que se entable el diálogo entre Dios y el hombre; porque a Él hablamos cuando oramos, y a Él oímos cuando leemos las palabras divinas” (DV 25).
De modo semejante a lo que sucede con la Eucaristía, la proclamación de la Palabra de Dios en cada celebración nos lleva a reconocer que es Cristo mismo quien está presente y se dirige a nosotros para recibirlo y responder.
No basta escuchar: es necesario que la Palabra llegue al corazón y, así, nos haga discípulos y profetas. Con el corazón encendido y enraizado en la Palabra descubrimos la grandeza de la misión que compartimos y a la que somos convocados. Las Sagradas Escrituras son la fuente de la evangelización. Por eso es indispensable que la Palabra sea cada vez más el corazón de todas nuestras actividades eclesiales y misioneras.
Cuando es escuchada y celebrada –sobre todo en la Eucaristía– la Palabra nos alimenta, nos fortalece interiormente y nos hace capaces de dar testimonio. En definitiva, la Palabra proclamada nos prepara para acoger cada Sacramento, y en el Sacramento esta Palabra alcanza su máxima eficacia.
Es el “alma de la Teología” (DV 24), el alma de la predicación cristiana, que siempre ha de nutrirse de la Palabra de Dios. Pero no queremos que la Biblia sea patrimonio de unos pocos escogidos o expertos; es una carta personal de Dios a cada uno y a su Iglesia, carta firmada por Dios. Pertenece a todos los cristianos, convocados para escucharla y reconocer en esa Palabra qué es lo que nos une. Nunca insistiremos lo suficiente en la importancia que queremos dar en la diócesis a la formación cristiana integral para todos los bautizados, y especialmente de los agentes de pastoral, donde la Escritura y la Palabra de Dios tienen el centro.
No dejéis de poneros delante del Señor y escuchar sus palabras. Frecuentad la lectura de las Escrituras diariamente, ponedlas en el centro de las reuniones, aprovechad la lectio divina, que nos ayuda a acoger la Palabra no como una receta prefabricada, sino como una brújula que ilumina la vida.
Que vuestros grupos, temarios y planificaciones ayuden a escuchar la Palabra, pues su Voz se oye mejor en la Iglesia y no de manera aislada. Compartirla enriquece.
Queridos hermanos y hermanas: volvamos a las fuentes. Volvamos siempre a la Palabra para ofrecer al mundo el agua viva que calma sus anhelos. Mientras la sociedad y las redes sociales acentúan la violencia de las palabras, nosotros acogemos y celebramos una Palabra que no hace ruido, pero que nos interroga, nos conforta y penetra hasta lo más hondo del corazón.
Cultivad, de manera especial esta semana, las palabras del Señor. Agradezcamos también el trabajo de todos los que nos han preparado esta semana. El trabajo de los estudiosos de la Palabra, de los sacerdotes, diáconos, consagrados y consagradas, de los catequistas, de todos los laicos que la predican, la anuncian y dan testimonio con su vida. Acojamos la oración cotidiana de tantos que leen la Palabra en su oración y así fecundan a la Iglesia.
Pongamos en el centro de la vida pastoral de nuestra diócesis el Pan de la Eucaristía y el Pan de la Palabra. Que los dos nutran y alienten nuestro caminar en este inicio de curso, para juntos aprender a servir al Señor y practicar su justicia.
Él es el tesoro que hemos encontrado.
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