Un saludo muy especial, cariñoso y agradecido a la Delegación de Misiones, la Dirección de obras Misionales Pontificias, a las misioneras y misioneros que vais a ganar el jubileo y a los jóvenes que vais a tener una experiencia misionera este verano. Gracias por venir a esta vuestra casa.
¡Qué inmensa alegría poder celebrar esta mañana al mismo tiempo la fiesta de la Ascensión y el jubileo de los misioneros diocesanos! Sí. La fiesta de la Ascensión del Señor representa el capítulo último de la vida de Jesús en la tierra. Al mismo tiempo, el envío a los discípulos “hasta los confines del orbe” es la puesta en escena del primer capítulo de la Iglesia naciente.
En efecto, Lucas —el autor del Evangelio y del Libro de los Hechos de los apóstoles— nos presenta, como si tuviera dos cámaras de grabación, con dos planos diferentes del mismo feliz acontecimiento.
Así, este texto es una bisagra entre el final del Evangelio de Lucas y el inicio de los Hechos. Entre «el tiempo de Jesús», que caminó entre nosotros y «el tiempo de la Iglesia en misión», tiempo del Espíritu Santo.
La primera lectura nos cuenta que Jesús puso a sus discípulos a caminar por el camino de Betania —el camino de la amistad y el sosiego— y, después de bendecirlos con cariño, se separó de ellos y subió, y una nube cubrió su presencia. No tenemos más detalles; tampoco los necesitamos.
Sabemos que este ascenso es para quedarse, es el descenso final a nuestro mundo donde Cristo se queda velado por una nube. Solo pide que los amigos lo desvelen y enseñen a los demás la manera en la que ha querido permanecer.
Sabemos bien que el mal, el pecado y la muerte no han tenido la última palabra sobre Cristo. Él ha vencido y ahora está unido al Padre: es uno en la gloria con Él. Con la ascensión se clausura el tiempo de las apariciones y se muestra la hondura que tiene la Pascua. Jesús es ya la meta de la historia humana, el horizonte definitivo hacia el que caminamos y el regalo que colma nuestro anhelo de esperanza.
«Los discípulos se volvieron a Jerusalén con gran alegría». Estaban felices porque había visto al Señor victorioso y encaminado hacia la derecha de Dios Padre. Ellos, que estaban atormentados por su cobardía ante su abandono, las torturas y la muerte injusta de Jesús, se llenan de gozo y empezarán a abandonar el territorio del miedo para lanzarse con valentía anunciar el Evangelio por todas partes, anunciando que Cristo se queda con nosotros.
Hermanos y hermanas misioneros. Vosotros y vuestras vidas nos recordáis intensamente que somos herederos de aquellos discípulos. Vuestra generosidad y valentía, vuestra pasión y entrega nos suben la moral y espabila la mirada de una Iglesia a veces demasiado centrada en ella misma y en sus problemas de sacristía. Portando un tesoro precioso en vasijas de barro y vuestra vida, vuestro testimonio es una joya preciosa para la Iglesia. Y un modelo para aprender a ser cristianos misioneros.
Así, desde luego, lo quiere reconocer hoy la Iglesia que peregrina en Madrid. No sabéis hasta qué punto nos sentimos orgullosos de vosotros. Vuestra vida expresa como nada la “Iglesia en salida” de la que hablaba el Papa Francisco. Los misioneros diocesanos de Madrid, sacerdotes, miembros de la vida consagrada y contemplativa, laicos y familias misioneras pregonáis con vuestra vida la bondad y la belleza del Evangelio. Hacéis presente, real y viva, la vida nueva en Cristo con obras y palabras, y mostráis con naturalidad y austeridad de vida hasta dónde somos para el Señor y servidores de su Iglesia.
¿Sabéis? Lo que más nos interpela dentro de la Iglesia y fuera de ella, es que no os dais importancia y esa naturalidad tan evangélica y tan normal que lleváis como sello de la marca «misionero, misionera de Cristo y su Iglesia». No os amilanan las dificultades, ni las persecuciones, ni la precariedad, ni los resultados a veces escasos de la misión. Hoy, como ayer, sois capaces de volver a la Jerusalén que toque en cada momento con gran alegría.
Y siempre sois capaces de remitir a la Iglesia, no a los pequeños grupos. Apuntáis siempre a la Iglesia, a vuestra diócesis sin apellidos y como comunidad. Esa forma de señalar y esa alegría la necesitamos hoy aquí y es la que nos dejáis al pasar por esa puerta santa, signo de Cristo, peregrinado juntos. Gracias por enseñarnos a ser Iglesia diocesana y a aprender de vuestro estilo de anunciar a Cristo.
Ahora con alegría os recibe la Iglesia diocesana, con vuestro obispo, este día jubilar en vuestra casa, que aunque estéis lejos siempre tiene vuestra luz encendida y vuestro sitio preparado.Los misioneros madrileños, extendidos por casi 90 países de todos los continentes, os habéis quedado con la mejor parte del Reinado de Dios. Por eso, sin duda, como dice la carta a los Efesios, participáis del «Espíritu de sabiduría»; tenéis el corazón luminoso porque os habéis fiado de Dios y, sintiendo a Cristo como la cabeza, tenéis a la Iglesia, que hoy reza y agradece con vosotros y por vosotros, como cuerpo.
No dejéis de interpelar con vuestra coherencia nuestra tentación a la modorra, la comodidad y la desesperanza.
No dejéis, hermanos, de aprender de los misioneros. En vuestras oraciones, en las reflexiones y en los planes de evangelización. No dejéis de dejaros interpelar por ellos y de incorporar su sabiduría a la misión que debemos desarrollar en Madrid.
Tenemos necesidad de aprender de vosotros a anunciar hoy en Madrid. Todos estamos llamados a ser discípulos y misioneros, y necesitamos del ejemplo de vuestro celo apostólico, de vuestra pasión evangelizadora y de vuestro estilo eclesial. Sabemos que no surgen del voluntarismo, ni de vuestras cualidades personales sino, sobre todo, de la gracia del Espíritu que obra en vosotros. Por vosotros se nos pone delante de esta Iglesia diocesana.
«Se les presentó después de su pasión, dándoles numerosas pruebas de que estaba vivo, y, apareciéndose durante cuarenta días, les habló del reino de Dios». Vosotros, amigos misioneros, sois esos testigos y prolongadores de esta hermosa historia que relata Lucas a doble imagen con tanta ilusión.
En esta mañana habéis venido también quienes vais a recibir el envío de la diócesis y de su obispo a la misión: los jóvenes que este verano vais a vivir una experiencia misionera en diferentes partes del mundo.
Jesús se despidió de sus amigos bendiciéndoles. Subió al cielo dándoles la bendición que precede al envío. Vosotros también vais a ser bendecidos y enviados. Bendecir es haceros instrumentos de la bendición de Dios.
Dejaos interpelar por lo que veáis en vuestra experiencia misionera. Allí os espera el Resucitado, detrás de cada nube, de cada situación... No os lo quedéis para vosotros. Lo que aprendáis, devolvédnoslo a toda la Iglesia de Madrid que la que os envía. No son unos días de experiencias sino de siembra para vuestro corazón, vuestras comunidades de procedencia y para nuestra Iglesia diocesana.
Ojalá vuestro testimonio sea un semillero de futuras vocaciones para la misión ad gentes. No olvidemos que una Iglesia que no misiona es una Iglesia autorreferencial y sin alma; una Iglesia que no vive con pasión el anuncio del Evangelio no resulta creíble: aún peor, no es la Iglesia de Jesús sino de sí misma.
El día de la ascensión, con la experiencia a flor de piel del Señor resucitado, sus amigos saldrán por todo el mundo predicando, perdonando en su nombre, haciendo a todos participes de su salvación y de un modo nuevo de vivir, que es un auténtico regalo para la humanidad entera. Él ha descendido a lo más profundo de la humanidad y allí nos espera. Solo necesita amigos que lo descubran detrás de cada nube, y lo muestren a sus hermanos. Así se construye la única Iglesia en una misión única y compartida.
Jesús y su victoria dan sentido a nuestra vida y a nuestra muerte. Él es la fuerza en nuestra debilidad, Él nos conduce con mano firme por caminos de solidaridad con los más pobres y, al mismo tiempo, nos regala una impagable cercanía íntima y gozosa con nuestro Dios.
Somos peregrinos de esperanza. Hace un año, un día como hoy, se proclamaba la bula convocando el Jubileo de la Esperanza. No olvidemos su invitación: «Hermanos y hermanas, que el Señor resucitado y ascendido al cielo nos dé la gracia de redescubrir la esperanza, de anunciar la esperanza y de construir la esperanza». Feliz jubileo de esperanza. Feliz misión.
Es una alegría estar en esta Vigilia con vosotros aquí. Es una alegría el que estemos unidos como los apóstoles en Pentecostés, cada uno con su carisma, con su toque, con su ministerio.
Gracias, vicarios episcopales, cabildo de la catedral, sacerdotes que nos acompañáis. Gracias también a los diáconos. Gracias a Susana, como directora del Secretariados, punto de encuentro en esta labor. Gracias, Luis Manuel, director de la Comisión Episcopal de Laicos, Familia y Vida, que hoy nos acompaña. Gracias a cada uno de vosotros. Veo que hay muchos de los responsables de movimientos, de grupos y de asociaciones hoy en esta catedral, después del día que se ha compartido.
Me alegra especialmente veros y que estemos aquí hoy porque siempre es necesario vernos. Los vínculos no se crean solo en la cabeza; también, como cada familia, necesitamos vernos. Y vernos unidos especialmente desde la comunión entre nosotros, dispuestos –como hacemos en esta Eucaristía– a responder a la misión de dar testimonio de Cristo sin tregua, como hicieron los apóstoles en el primer Pentecostés. Ellos, llenos del Espíritu Santo, libres de todo temor, se lanzaron a dar testimonio de Cristo a hombres y mujeres de diversas culturas, lenguas y naciones y, sorprendentemente, siempre con el único sostén del Espíritu recibido.
La llamada que tenemos y que hoy renovamos, es responder juntos a una única misión, que es de Cristo y no nuestra. Por eso nos reunimos, como discípulos que somos, pero no como algo que tengamos que proponernos. Queremos reunirnos sabiendo que esto de la misión, de la respuesta y de la vocación, es un don que exige también de nuestra parte la perseverancia en el Espíritu Santo.
Madrid está lleno —la comunidad diocesana— de movimientos: desde el Apostolado Seglar, desde la Acción Católica general, la especializada, cada uno de los movimientos que estáis alrededor, cada una de las asociaciones. Todos apuntamos a algo, algo que este curso ya hemos iniciado a ahondar y profundizar, algo que seguiremos trabajando el año que viene: la importancia del descubrimiento de la vocación bautismal, el descubrimiento de la vocación laical como una aportación especial a nuestra Iglesia. Para esta empresa os necesito especialmente; necesito especialmente vuestras reflexiones, vuestras aportaciones y vuestra tarea en toda la vida diocesana, para que, juntos, profundicemos en el significado hondo de la vocación bautismal recibida.
Como os decía, tenemos mucha suerte en nuestra diócesis por tanta riqueza y tanta pluralidad de vida cristiana. En cada rincón, en cada ambiente, en cada barrio y en cada pueblo, a poco que miremos descubrimos la presencia de múltiples carismas laicales expresados en esta riqueza que esta tarde ponemos delante de la Eucaristía. Es un gozo, pero también, para todos nosotros es una gran responsabilidad.
Los cristianos laicos en Madrid, tenemos el reto de continuar unidos en la comunión de la Iglesia y, así, escuchar juntos y ahora –no hace 10 años ni 20– la misión que tiene la Iglesia en el mundo de hoy, lo que el Espíritu espera de la Iglesia en Madrid en el mundo de hoy.Por eso habéis sido hoy aquí doblemente convocados:
En este año jubilar marcado por la proclamación de Jesucristo como la esperanza del ser humano, de la Iglesia y del mundo, celebramos con alegría esta Jornada para que ahondemos en la vocación recibida, única y especial; pero también para cultivar la virtud teologal de la esperanza, no en general ni ideológicamente, sino con un horizonte muy concreto: ser signos de esperanza en el mundo.
Sin duda estáis llamados a ser signos de esperanza en vuestros hogares, porque vuestras familias, además de ser iglesias domésticas, son las principales células de la sociedad, y, por tanto, los laboratorios en los que se ensaya y se construye la vida de la Iglesia en esta misión de construir la civilización del amor.
Estáis llamados también a ser signos de esperanza en vuestros grupos, en vuestros movimientos y vuestras comunidades. Pero sin encerraros en cada uno de ellos, sino sabiendo que cada realidad eclesial esta llamada a ser una puerta que acceda a la totalidad de la Iglesia. En vuestras manos está, de un modo muy especial, el que podamos avanzar hacía una Iglesia más pobre, es decir, despegada de cualquier forma de poder mundano, más humilde y atenta a los signos de los tiempos, más sinodal y, por tanto, más participativa y menos clerical, y más misionera, más capaz de dialogar y acompañar a todos; y más dispuesta a servir a esta sociedad que nos llama, antes que a criticarla, siendo antes madre que maestra.
Y ejerciendo esta vocación y este apostolado seglar desde vuestra vida cristiana, estáis llamados a ser testigos de esperanza aún más allá. Sabéis que vuestro horizonte no tiene límite, porque estáis llamados a ser signos de esperanza no solo en los espacios más o menos protegidos y cómodos, sino en el mundo, en un mundo que tiene en cuenta cuáles son aquellas periferias esenciales, aquellos lugares últimos. Estas periferias son lugares que nos están llamando: las del misterio del pecado, las del dolor, las de la injusticia, las de la ignorancia, las del pensamiento, las de toda miseria; ahí se nos está esperando.
Qué importante es que os sepáis llamados a estar en la vanguardia de la evangelización en el mundo, a responder al envío que Cristo nos hace a todos juntos. Un mundo que debemos mirar con ojos de misericordia y de complicidad, el mundo precioso que nos ha tocado vivir y, por tanto, el mundo concreto al que antes que nada debemos amar; debemos amarlo porque Dios lo ama hasta el punto de que, como nos dice San Juan, «tanto amó Dios al mundo que le entregó a su propio Hijo» (Jn 3, 16).
Como veis, queridos hermanos, la vocación a la que se nos convoca está vinculada íntimamente a la Iglesia. El Espíritu, ese que recibimos y que renovamos hoy, nos envía a responder juntos a la única misión que Cristo nos ofrece.
Por eso quiero ofreceros dos subrayados de respuesta a este Pentecostés, a esta Jornada y a esta peregrinación:
El primero es que, como peregrinos que hemos entrado a la misma iglesia, a la puerta de Jesucristo —la única puerta que es común a todos—, miréis y escuchéis a esta misión única de toda la Iglesia. Una misión que está más allá de las miradas de nuestros grupos y carismas. Los movimientos, la vida del Apostolado seglar forma parte fundamental en la evangelización; por ello, antes que nada, juntos hemos de escuchar esa llamada que Cristo está lanzando ahora mismo.
Bien lo sabéis, sólo desde la comunión profunda y sincera, efectiva y afectiva, con el Papa, con vuestro obispo, con la Iglesia Universal, con la Iglesia diocesana, con las comunidades cristianas donde vivís, y con todos los demás movimientos, vuestro apostolado dará frutos, como los sarmientos que están unidos a la vid.El Papa León XIV lo tiene grabado en su corazón con esas palabras de San Agustín de su lema episcopal: En el Uno, somos uno, en el Dios que es uno, nosotros somos uno. Escuchar la misión.
En segundo lugar, me gustaría pediros hoy para responder a esta misión una palabra: complementariedad. Todo el mundo habla de la coordinación o de llevarnos bien; yo pediría más: una palabra que tiene mucho que ver con la comunión. No vale que cada carisma se coordine o solo sea respetuoso con los otros. Si queremos responder a la única misión, hemos de aprender que somos complementarios, que dependemos para nuestra existencia unos de otros. Desde el participar del mismo Espíritu os invito a seguir haciendo todo lo posible para que vuestros carismas permanezcan siempre al servicio de la unidad de la Iglesia y se ensamblen unos con otros, no solo que se superpongan. Esta es la artesanía que da el Espíritu: la de saber que necesitamos para ser Iglesia de los otros.
Hoy lo estamos haciendo al celebrar este momento reunidos y agrupados como laicos, como sacerdotes, en esta gran familia que es la Iglesia que peregrina en Madrid, unidos a vuestro obispo, a vuestros sacerdotes, a los religiosos y las religiosas que con vosotros embellecen esta gran sinfonía de los carismas en esta diócesis.
San Pablo, en la carta a los Romanos, unos capítulos después del texto que hoy hemos escuchado, nos dice que “así como en un solo cuerpo tenemos muchos miembros, y no todos los miembros cumplen la misma función, así nosotros, siendo muchos, somos un solo cuerpo en Cristo, pero cada cual existe en relación con los otros miembros”. Por eso, es necesario ponernos en relación a través del amor cordial de unos a otros. Pablo nos da la clave: “cada cual estime a los otros más que a nosotros mismos” (Rom.12,5.10), que cada cual estime a las otras comunidades, a los otros carismas, a los otros movimientos, más que a nosotros mismos.
Esto es lo que os propongo. Y esto es lo que propone una mirada eclesial de complementariedad de unos con otros. Y siempre unidos a vuestras parroquias, a vuestras comunidades más cercadas, aquellas que están a “la vuelta de la esquina”, que serán siempre escuelas de comunión y de misión donde todos cabemos y donde todos podemos participar.
Queridos amigos, gracias por celebrar este milagro de la comunión y de la complementariedad. Vivid el júbilo de este jubileo universal también aquí, en vuestra catedral. Y demos gracias a Dios por estar no solo esta tarde, sino siempre en este templo de la diócesis donde os reconocéis en la unidad de la Iglesia, y donde sois llamados por la Iglesia a la misión en el mundo, en este rico y variado mundo, espejo y crisol de todo el mundo, que es Madrid.
Gracias por hacerlo posible. Gracias por hacer esta tarde un nuevo Pentecostés.
«Al cumplirse el día de Pentecostés…». Así empieza hoy el relato que hemos escuchado. No dice simplemente «aquel día», sino «al cumplirse el día», como si todo lo que Jesús había prometido encontrara por fin su plenitud. Como si, por fin, el tiempo ese que nos va y se nos pasa, el tiempo se llenara de sentido. Como si algo se cerrara y, al mismo tiempo, algo nuevo empezara.
Los discípulos aparecen con frecuencia todos juntos en los últimos días de la vida de Jesús. Los discípulos están juntos, como cuando una familia se une en los momentos de desconcierto. Es el estar junto, es el encuentro lo que les predispone a la recepción del Espíritu. El encuentro es como una secreta pedagogía que Dios quiere que desarrollemos: esperar juntos en las noches es antesala para poder enterarnos y poder recibir de forma nueva el Espíritu.
Una de estas ocasiones de encuentro familiar, de reunirse juntos, fue al cumplirse el día de Pentecostés, «al cumplirse el día». Tiene que ver con algo muy grande, con el cumplimiento de aquella promesa que habían recibido todos y que transforma la vida y la historia. En medio del miedo y la perplejidad, al lado de tantos sentimientos que tenían los discípulos de fracaso y decepción, el grupo de los amigos de Jesús experimenta un auténtico terremoto que escala humana jamás podrá medir. Ese terremoto llega hasta hoy, hasta esta catedral, hasta cada uno de nosotros.
Ha pasado la cruz, ha pasado la resurrección, pero tanto a los discípulos como a nosotros el miedo sigue ahí. Y, de pronto, en medio de esa mezcla de fe temblorosa y esperanza incierta, pasa algo que ninguna palabra humana puede explicar. Viento, fuego, ruido, pero, sobre todo, Espíritu. No se trata solo de un fenómeno, de algo que pasó, es algo que irrumpe en la historia. Es un terremoto que llega al alma, imposible de medir con instrumentos humanos o con nuestra mente.
Los amigos de Jesús le habían conocido, sabían quién era: habían visto su fuerza, su ternura, su mirada que leía los corazones. Pero esto es distinto, esto les sonaba a nuevo. Esto es entrar en el Espíritu del Maestro, comprobar que su Presencia no se va. No se cuela tímidamente por las rendijas, sino que irrumpe –esa es la palabra– aun cuando las puertas están cerradas y atrancadas. Es el Espíritu del Maestro el que entra con fuerza, pero no para imponerse, sino para transformar.
Y al no saber cómo explicarlo, ellos se quedan con tres palabras. Tres palabras que resumen el Evangelio y definen nuestro ser discípulos, que nos marcan, si hoy también queremos renovar la recepción del Espíritu. Tres palabras: paz, envío y perdón.
– Paz, porque el miedo paraliza, pero la paz del Resucitado nos vuelve a poner en pie. Paz es el contexto, el signo y seña de que el Espíritu está entre nosotros; si no hay paz, el Espíritu no está. Paz es nuestro compromiso y la señal de allí hay cristianos.
– Envío es una palabra nueva. No se trata de quedarse en la seguridad de la casa, no se trata de quedarse en la seguridad de los templos o en los espacios fáciles. Se trata de salir, de ir, de arriesgar. Recibir el Espíritu Santo es atreverse a arriesgarse, y el Espíritu lo que nos pregunta es si nos arriesgamos, si nuestra fe es arriesgada, porque esa es la señal del discípulo.
– Perdón, porque el amor cristiano no se mide por la sonrisa solamente, sino por la capacidad de perdonar incluso cuando no tiene sentido humano hacerlo. El único poder que recibimos, el único poder que recibe la iglesia es el perdón. No tendremos poder para tener éxito, ni para que todo nos salga bien; no tendremos poder para llevar siempre la razón. El poder que se nos da para caminar es el del perdón. No hay otro.
Tres son las palabras sagradas, y son palabras actuales. Son palabras que todavía hoy necesitamos tatuarnos en el corazón y desarrollar en cada una de nuestras vidas si queremos desarrollar el Espíritu. Antes morir que matar, antes salir y arriesgar que permanecer en casa atrincherados, antes perdonar que hacer cálculo de eficacia del perdón. Porque dos mil años después seguimos necesitando paz en medio de la violencia, envío en medio del encierro, y perdón donde tantas veces triunfa el rencor y la violencia.
No es de extrañar que todo lo que provoca este acontecimiento de Pentecostés es nuevo: estruendo, viento, llamaradas con forma de lenguas. El resultado es que toda la casa, toda la Iglesia, quedó llena de Espíritu Santo y ellos, los discípulos, llenos también. Y así empezaron a comunicarse en toda suerte de lenguas. Y en medio de aquel estruendo, el milagro: cada uno los oía hablar en su propia lengua.
El Espíritu, queridos hermanos, no anula las diferencias, las armoniza. La unidad no es uniformidad, es sintonía. La Iglesia, desde Pentecostés, está llamada no a ser de un solo color, está llamada a ser universal, pero con una sola gramática: la del amor de Dios. Un lenguaje que se entiende en Guinea, en India, en Galicia, en Japón… Un lenguaje que es universal porque el Espíritu hace eso: un solo corazón en muchos acentos; un solo corazón por encima de diversas ideologías, de gustos y de culturas.
Eso que sucedió es lo que sucede hoy, porque nadie puede encerrar al Espíritu. El Espíritu no es propiedad privada de la Iglesia, ni de ningún grupo o comunidad. Sabe estar dentro, pero también se mueve fuera. Se cuela por las rendijas del mundo, susurra en los márgenes, arde en las periferias, grita entre los pobres.Por eso hemos podido rezar hoy con el salmo: «Envía tu Espíritu, Señor, y repuebla la faz de la tierra». Porque nuestra tierra –nuestras comunidades, nuestras ciudades, nuestros corazones– necesitan ser repoblados de vida, de esperanza y de consuelo al ritmo de paz, el envío en una única misión y con el perdón como arma.
San Pablo también nos lo recuerda: un solo Espíritu, un solo cuerpo, muchos miembros. No todos hacen lo mismo, pero todos importan. La comunidad de Corinto, a la que escribe Pablo, lo había olvidado. Entre otras cosas tenían la manía de colocarse por encima de los demás y no valorar al resto.
Y por eso Pablo les llama a la unidad, porque la Iglesia dividida no deja hueco al Espíritu. Impide que entre. Porque donde hay divisiones, el testimonio se debilita, el mensaje se desdibuja. Solo el Espíritu de comunión hará creíble a nuestros vecinos y vecinas el Evangelio de hoy.
Pidamos, entonces, al «dulce huésped del alma», al «Padre amoroso del pobre», que entre hasta el fondo de nuestras entrañas y visite lo rincones más oscuros y escondidos de nuestros corazones y de la Iglesia. Así, como hemos escuchado, sanará nuestro corazón enfermo y nos regalará su gozo eterno, como hemos dicho en la imponente secuencia antes del Evangelio. De este modo, no tendremos otro título que nuestra igual dignidad de bautizados, de testigos y de discípulos misioneros.
Por eso, queridos hermanos, queremos una Iglesia en salida, como decía el Papa Francisco. Una Iglesia que no se encierra en sus miedos ni en sus costumbres. Una Iglesia de discípulos y misioneros, de bautizados que saben que todos los dones que recibimos se pudren si los conservamos para nosotros mismos. Los dones recibidos están al servicio de los demás para complementarse unos con otros; no para competir, sino para compartir.
Todo esto –Paz, Envío, Perdón– se nos entrega desde la misma experiencia de la Resurrección. «Paz a vosotros», nos ha dicho Jesús, aun cuando las puertas están cerradas, y los ojos y los oídos también. «Paz a vosotros», y tras mostrarles las señales de su Pasión –esas heridas que son su carné de identidad– sopla sobre ellos y les da el Espíritu. Es el aliento de Dios, como aquel aliento del principio de la Creación, porque cuando se recibe el Espíritu sucede una nueva Creación.
La Iglesia, ahí, nace con la misión de reconciliar, de sanar, de llevar paz. No se trata de ser perfectos, sino de ir a las heridas abiertas, esas llagas del Resucitado que, como ventanas, nos muestra su rostro.
La fiesta de Pentecostés, queridos hermanos, arranca y se celebra en la fiesta de la cosecha del trigo. Pero se desborda: ya no es la cosecha del trigo como aquel primer Pentecostés, es la cosecha del alma. Es el final de la Pascua y el inicio de la misión. Es el fuego que no destruye, sino que impulsa.
Pentecostés, por tanto, es regalo del Padre y del Hijo. Él es el consuelo en la pena, la fuerza en la debilidad, el empuje cuando nos falta el ánimo. Él ora en nosotros cuando ya no nos salen las palabras. Él hace nuevas todas las cosas, aun cuando creemos que todo está perdido.
Queridos hermanos y hermanas: feliz inicio de una nueva etapa, feliz nuevo día. ¡Feliz Pentecostés! Que hoy el Espíritu nos visite en esta catedral de nuevo. Y que nuestras vidas, nuestras comunidades, nuestras Iglesias, puedan ser testigos vivos de la paz que reconcilia, del envío que impulsa y del perdón que siempre libera.
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