El «primer bebé» de José Manuel Horcajo llegó al año de estar como párroco en San Ramón Nonato, en Puente de Vallecas. Fue en el campamento de verano, con los chavales. Una niña de 13 años, Angélica, se puso de parto nada más llegar. Nadie, ni su familia, sabía de su embarazo. En el hospital, el médico titubeó al verlo: «¿Usted es el padre?». «Sí», respondió él rápidamente, acostumbrado a que le llamaran así en la parroquia. La cara de asombro le hizo explicarse: «Soy el padre José Manuel, el sacerdote de la parroquia». Lo refiere en uno de los capítulos de Al cruzar el puente, un libro en el que detalla su experiencia en una de las zonas más deprimidas de la capital. A los nueve meses, la madre, que era evangélica, y su hijo, recibieron el Bautismo en la parroquia.
Hoy, ese primer bebé del sacerdote se ha convertido en cientos. Siguiendo la impronta de su santo titular, patrón de las embarazadas y parturientas, la parroquia atiende a la maternidad de forma integral. Mujeres gestantes que acuden a través de amigas para recibir ayuda y que han dado forma a una realidad de atención pastoral que es muy propia. «Ellas son el comienzo de la vida cristiana», cuenta hoy el párroco. «En una embarazada veo un hijo de Dios al que hay que cuidar desde antes de nacer, y esto empieza por cuidar a su mamá».
Llegan «con miedo» ante una situación que en muchos casos les supera, solas muchas de ellas porque no tienen pareja o porque esta no las quiere acompañar, y en la parroquia encuentran el acompañamiento de otras madres. «Se ayudan unas a otras, las más antiguas a las más nuevas, y esa es la mejor terapia». Se les presta «ayuda social y, por supuesto, espiritual». Es el proyecto Ángelus, formado actualmente por cuatro grupos que en total aglutinan a cerca de 50 madres, que se reúnen para rezar y compartir vidas.
El nacimiento de cada bebé es una fiesta. Se acompaña a las madres en el hospital, se les lleva una canastilla, el sacerdote bendice al niño, les va introduciendo al sacramento del Bautismo y les regala un Evangelio y un rosario. «La Iglesia las recibe», resume el padre José Manuel. Después, siguen integradas en el grupo para atender esos «muchos cambios» que lleva consigo la maternidad, y cuando el niño cumple 3 años, inicia el despertar religioso y la vida de catequesis. Si las madres tienen pareja, son invitadas a que se integren en el grupo de matrimonios, «estén casadas o no», que es habitual también en muchos casos, y sucede que de este acompañamiento también surgen bodas. Las mamás embarazadas son «el punto de arranque de muchas cosas», indica el sacerdote y a través de ellas, «los niños, desde pequeños, ya están en la Iglesia».
Algunas de las madres gestantes llegan en situaciones prácticamente de calle. Con frecuencia, indica el párroco, «cuando el casero se entera de que están embarazadas, las echan», bien en ese mismo momento o les dan de plazo hasta que nazca el niño. Es bueno que ellas sepan que «si te quedas en la calle, tienes la Iglesia», como dice Horcajo. Y en su caso es literal porque en San Ramón Nonato hay cinco pisos de acogida en los que residen actualmente 15 personas. Una de ellas, una de esas mamás que llegó en noviembre embarazada tras sufrir, efectivamente, el rechazo de su casero.
También hay una familia, aunque el padre duerme en el piso de hombres y la madre y los dos niños, en uno de los de mujeres. «La idea es que no se acomoden porque esto es una situación temporal en la que están de paso». Pero lo cierto es que durante el tiempo en el que están allí, las mujeres viven «tranquilas su embarazo, dan a luz, pueden llevar al niño a la guardería y buscar trabajo» con la garantía de un techo y comida. Porque los acogidos de los pisos son usuarios también del comedor social San José de la parroquia. Unos pisos que igualmente forman parte de la red de acogida de la Mesa por la Hospitalidad, que atiende de emergencia a migrantes y refugiados en situación de calle.
Confesionario adaptado a los carritos
La maternidad configura san Ramón Nonato. Tanto, que el padre José Manuel decidió en un momento dado que tenía que adaptar uno de los confesionarios a los cochecitos para que las madres pudieran confesarse con tranquilidad, «¿dónde dejan al niño si no?». Las Misas siempre «están llenas de bebés, de niños, de carritos, lloran, las mamás les dan el pecho…». A veces a los más mayores les cuesta, reconoce el párroco, pero la realidad es así, «¡es la vida normal de la parroquia!».
Horcajo descubrió en Angélica, esa primera mamá-niña que atendió en el campamento, «la valentía» y la fe que tanto le emociona en estas mujeres. «Confían mucho en Dios y le encomiendan todo a Dios», reconoce. Le asombra el esfuerzo y la capacidad de sacrificio de las que acuden al templo, «vienen a por alimentos –otra de las grandes labores de caridad de la parroquia– empujando los carritos por la calle, con todo el esfuerzo, a veces con varios niños…».
Sanar las heridas del aborto
En una de esas colas para recoger comida en la parroquia, el sacerdote vio un día a una mujer llorando. «Vamos a hablar», la animó. Y se encontró con una de las grandes tragedias que aplastan el alma de muchas mujeres: el aborto provocado. Hace tiempo que en la parroquia tienen en marcha el proyecto Talita para atender y sanar las heridas de las que han abortado, «algo que está muy extendido» según el párroco. «La vía de llegada es la confesión», y de ahí el sacerdote las remite a la esponsable del proyecto, Ana de la Calle, y a las otras dos personas del equipo. Con ella hacen un recorrido que termina en «una liturgia en la que ponemos nombre al niño». El principio y el fin es Iglesia.
«Algunas se han confesado hasta dos y tres veces de lo mismo, pero aún no se sienten perdonadas», explica De la Calle. Lo primero que hace con ellas es tomarse un café, «que sepan que estoy a su entera disposición; nos hacemos amigas para que se sientan queridas». Siempre poniendo todo en manos de Dios, hacen una primera aproximación a quiénes son ellas para «conocerse a sí mismas y poner en orden sus circunstancias vitales desde que han sido pequeñas». «No se las juzga, lo único que vamos a pedir a la Iglesia es la sanación porque el perdón ya está dado».
La responsable las anima a mirar al futuro, porque «la Iglesia no quiere gente que piense todo el rato lo mal que lo ha hecho». «Dios nos quiere libres y felices –les recuerda–; Él ha hecho borrón y cuenta nueva». También les cuenta que «tu hijo o hijos –porque hay algunas que acarrean varios abortos– están en el cielo y no te pueden odiar; ellos te aman, ¡devuélveles tú ese amor!».
Por eso, el proceso pasa también por empezar a querer a sus bebés, algo que en el momento del aborto arrancan de su corazón: «No han querido quererlos para no sufrir, pero ellas en el fondo saben que son sus hijos, no un conjunto de células del que se han desecho». Entonces, les escriben cartas que les leen ante el sagrario de la parroquia, y van buscando un nombre para ellos. En la ceremonia final con el sacerdote se hace un Bautismo de deseo del niño, se bendice a la madre y a su hijo y se les impone el nombre.
«¡Más pecadora que yo…!»
Otro proceso que hacen durante el recorrido es perdonarse no solo a ellas mismas, sino a su entramado social: «La pareja, la madre que la obligó a hacerlo, el médico que no la informó bien…». Aunque a veces esto no es exactamente así. Teresa (en la imagen superior) abortó tres veces en su juventud y lo hizo, reconoce ella misma, sin que nadie la obligara y pensando que «no pasaba nada, peor era traer esos niños al mundo». Esta mujer colombiana de 65 años, que después tuvo «varios maridos» y cinco hijos que viven en Estados Unidos, llegó hace tres años a San Ramón Nonato en busca de comida y trabajo, pero alejada de Dios y de la Iglesia. «Una católica light; una mujer mundana», que ha tenido una «vuelta a casa» arrolladora, y lo cuenta igual, arrolladoramente.
«Yo fui por interés a la parroquia pero uno no sabe los propósitos de Dios», porque Teresa se apuntó a las catequesis, a los retiros espirituales... «Empecé el camino a Dios de nuevo, a enamorarme de Dios y mientras, enamorándose mi Dios otra vez de mí». Se hizo voluntaria para ayudar a preparar las Misas, en el coro, y un día, en uno de esos retiros espirituales, el sacerdote les dijo: «Vayan preparando la caja negra que vamos a desocuparla». Y 40 años después de su última confesión, Teresa extrajo de esa caja todo, y también lo que más le dolía: sus abortos.
Tuvo que volver a hablar con el padre José Manuel después porque «no sentía que el Señor me había perdonado». Y cuando él le dijo que el sacerdote actúa en el nombre mismo de Dios, «¡ya te perdonó, no dudes!», sintió una paz como nunca en su vida. «Yo lo que necesitaba era el perdón de Dios porque a mí nadie me obligó; lo hice por rebeldía, por falta de amor familiar, por el rechazo de mi madre… Lo que hicieron conmigo, yo lo hice con mis bebés».
No obstante, Teresa reconoce que «todavía me arde mi corazón; qué dolor tan grande haberle faltado a Dios Nuestro Padre de esta manera y más con una criatura que no tenía nada que ver». Pero sabe de la misericordia del Señor, «¡más pecadora que yo, que falté a los diez mandamientos!». Por eso, asegura que a Dios «no hay que tenerle miedo, porque el miedo lo da el enemigo; hay que confiar en Él». También hace un llamamiento: «Nosotras lo único que necesitamos es apoyo, seguridad, que alguien te diga, “tranquila, no pasa nada”». Y cuando a Teresa va una mujer con dudas, «que es que no tiene trabajo», ella, descomplicada y confiada, le dice: «Pero Dios te ha dado voz, no estás muda, ya con eso puedes ir a buscarlo».
—Teresa, ¿qué nombre pusiste a tus bebés?
—David, Jesús y Tomás.