Cuando pensamos en el Jubileo de los Jóvenes solemos imaginar mochilas ligeras, jóvenes alegres y entusiasmados. Pero a veces, el testimonio que más inspira llega con pasos más pausados y una mirada capaz de leer los gestos del corazón. Ana Bedia, enfermera de 37 años de la parroquia de San Germán, es una de las voluntarias que acompaña a los peregrinos madrileños en esta experiencia de esperanza.
Ana se define con humor: «Soy la de más experiencia… y la de más edad también». Pero el tono no es de nostalgia, sino de gratitud. Ha aprendido que la entrega se adapta a cada etapa de la vida.
Ana conoció al Señor en el Camino de Santiago, allá por 2004. Tenía 16 años y, como muchos adolescentes, no esperaba gran cosa de la experiencia. Pero ese encuentro le cambió la vida. «Me encontré con una persona viva que me quiere», recuerda.
Desde entonces, su vida ha estado marcada por el servicio. Empezó como catequista, siguió organizando actividades, animando coros, viajando en misiones, cediendo protagonismo a los más jóvenes cuando tocaba. Pero nunca desconectó del todo. «Cuando me alejaba por completo, me dolía el corazón. El servicio, aunque cambie de forma, no puede desaparecer».
«No somos máquinas, somos hermanos»
Cuando habla de lo que hace falta para servir, lo dice sin adornos: haber vivido Iglesia desde dentro. «Si no lo has sentido como algo tuyo, no entiendes el servicio». Humildad: «Aquí no hay ‘cracks’. Todos necesitamos ayuda. Y está bien reconocerlo». Confianza: «Cada experiencia es única. No te compares. Disfruta lo que Dios tiene para ti hoy».
Ana no compite con nadie. No tiene necesidad de destacar. Pero su presencia da paz. Transmite esa mezcla de serenidad y entrega que sólo los años bien vividos pueden regalar.
Sanar con mirada de madre
Enfermera de profesión, Ana cuida. Pero no se queda solo en la pastilla o una tirita. Sabe que hay jóvenes que no dirán que se sienten mal, pero lo muestran con la cara, con el silencio, con la forma de sentarse.
«Mi labor es mirar a los ojos, estar atenta, preguntar… cuidar como cuida Dios». Habla una maternidad espiritual, ese modo silencioso y atento de estar para el otro, sin invadir, sin protagonismo. Y lo dice con una certeza que toca el alma: «No somos nosotros quienes curamos. Sólo somos instrumentos. Dios pasa… y si quiere, nos usa».
Lo que espera del Jubileo
Ana no pide mucho. O tal vez sí. Pide que Dios actúe. Que los chicos se encuentren con Él y que ni se acuerden de los sanitarios. «Lo importante es que Él pase. Nosotros, si eso, ya nos vamos por detrás».
Y en lo personal, su petición es honda: que el Señor toque su herida. Que no la aparte. Que no intente taparla por su cuenta. «Quiero encontrarme con Él en mis límites, y dejar que actúe ahí».
Una vida entregada sin hacer ruido
El testimonio de Ana no busca likes. No necesita luces ni escenarios. Pero, curiosamente, es justo ese perfil —el que no quiere protagonismo— el que más enseña.
Porque en un mundo que premia la visibilidad, Ana recuerda que la fuerza verdadera está en lo escondido. En estar. En mirar. En acompañar. En cuidar sin esperar que te lo devuelvan.
Y así, casi sin querer, se convierte en referente. En faro. En ejemplo de que el servicio no caduca, sólo madura.