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Miércoles, 08 junio 2022 10:50

El triunfo de un labrador

El triunfo de un labrador

«Oggi il Papa ha canonizzato quattro spagnoli e un santo». Así difundieron algunos malvados la canonización por parte del Papa Gregorio XV, el 12 de marzo de 1622, de Teresa de Jesús, Ignacio de Loyola, Francisco Javier, Isidro Labrador y Felipe Neri. Estaba claro que el santo era Felipe Neri, apóstol de Roma y fundador de la Congregación del Oratorio, y que a los italianos no les agradaba que solo este florentino estuviera entre cuatro españoles.

Bien es verdad que hoy se podría haber difundido esta múltiple canonización con otros titulares; por ejemplo, en clave feminista: «Una mujer canonizada junto a cuatro hombres». O en clave nacionalista: «Cuatro españoles y un solo italiano», con su versión futbolística: «España 4-Italia 1»; incluso se podría titular con cierto acento proletario: «El triunfo de un labrador», y hasta en clave eclesiástico-social: «Apoteosis de un seglar».

Sin quitar ningún mérito a san Felipe Neri, no se les pueden poner pegas a santos tan creativos y combativos como los españoles: Teresa de Jesús no se mordía la lengua al decir que, como los jueces eran hombres, se les notaba menos beligerantes con ellos que con las mujeres. Ignacio, militar, una especie de independentista del siglo XVI, que fundó una compañía, la Compañía de Jesús, extendida en pocos años por casi toda Europa y por muchos lugares de América, que contaba en esas fechas con unos 13.000 miembros uno de los cuales era Francisco Javier, incansable misionero que llevó el anuncio de la Buena Nueva al Oriente.

La realidad es que la canonización de la que celebramos ahora su 400 aniversario estaba rodeada de intereses políticos y estratégicos de las más importantes naciones europeas y de las congregaciones religiosas de los canonizados: jesuitas, carmelitas, oratorianos.

Por último, Isidro

San Isidro fue un labrador nacido a finales del siglo XI y principios del XII; mozárabe: era un cristiano que vivía en tierra de moros que, desde el sur de España hacia el norte, iban conquistando pueblos; uno de ellos era una colina privilegiada, con agua abundante, llamada Maǧrīţ, Magerit, fundada sobre un asentamiento visigodo del siglo VII donde en el siglo IX se acomodó Muhammad I. Aún hoy se pueden ver restos de la muralla que levantó para librarse de los ataques de los castellanos que, desde la lejana Covadonga, iban reconquistando poco a poco esas tierras ocupadas. Así hasta que, en 1085, Alfonso VI conquistó Toledo, la antigua capital visigótica, y de paso también la insignificante Madrid que por su situación fronteriza aguantó embates de uno y otro bando.

La mayoría de su contorno estaba formado por suelo agrícola y así lo demuestran algunos lugares, hoy céntricos, que conservan sus nombres, como plaza de la Paja, plaza de los Carros o plaza de la Cebada donde, precisamente, estaban la casa de Iván de Vargas, el amo de Isidro, y la iglesia de San Andrés donde fue bautizado y sepultado y adonde iba a rezar con más frecuencia de la que debiera según sus envidiosos compañeros.

Los monarcas de la dinastía Trastámara (XIV-XVI) se encontraron a gusto en Madrid y en ella celebraron varias veces las Cortes castellanas. Mal trago pasó la villa en la guerra de sucesión entre Juana la Beltraneja e Isabel de Castilla y peor en la guerra de las Comunidades (1520-1521), ya que la mayoría de su población era comunera.

El punto culminante de Madrid llegó en 1561 cuando Felipe II asentó en ella la Corte porque además de su situación privilegiada en el centro de la Península, tenía mucha agua, un Alcázar habitable y alrededores con muy buena caza.

¿Qué hizo Isidro?

En su exhortación Gaudete et exsultate de 2016, cuando el Papa hablaba de «los santos de la puerta de al lado», parece que estaba pensando en san Isidro: humilde, servicial, trabajador, caritativo… el vecino ideal.

Según la bula de canonización: «En Mantua Carpetana, corte de los reyes de España, que se llama vulgarmente Madrid, en la diócesis de Toledo, nacido de humildes, pero de píos y católicos padres, floreció Isidro, […] hombre muy insigne y de admirable inocencia de vida, y gloria de milagros».

Pasa la bula a describir algunos de los milagros que hizo en vida y que son los que le acompañan en la iconografía popular. «Fue acusado para con su amo, cuya tierra labraba, que por ocuparse más en obras de piedad, parecía descuidar la labor. El amo, pues, lleno de cólera pasó para castigar a Isidro al campo, que creía no estar labrado, y le vio arar con tres yugadas de bueyes, una, y otra regían dos mancebos, ambos parecidos, vestidos de blanco, y la tercera Isidro, […] el amo llegó a entender ser verdad lo que muchas veces le había asegurado Isidro, que las horas que se empleaba al Oficio divino, no eran infructuosas».

También relata la bula cómo salvó a su hijo cuando cayó al pozo que hoy se puede ver en la casa-museo de Iván de Vargas, consiguiendo que subieran milagrosamente las aguas hasta la superficie. Asimismo aún hoy, en la pradera donde trabajaba, sigue manando el agua –con poderes milagrosos– que hizo surgir de la tierra para saciar la sed de su amo.

Estos relatos milagrosos y alguno más han llegado a nosotros gracias al códice medieval de 28 páginas, escrito por Juan el Diácono que se puede admirar en el Museo Catedral de la Almudena, descubierto junto al arca mortuoria de san Isidro en la iglesia de San Andrés. Esos milagros aparecen bella y sencillamente representados en esa arca de madera, regalada por Alfonso VIII que se encuentra ahora en el ábside de la catedral de Madrid.

Los devotos reyes españoles

La fama de santidad de Isidro permaneció en los madrileños unida a los innumerables milagros que realizaba (más de 40) no solo a la gente sencilla, a sus paisanos, sino a la nobleza e incluso a los reyes.

Pronto empezó esta relación; Alfonso VIII, a su paso por Madrid después de la batalla de las Navas de Tolosa (1212), reconoció en el cuerpo incorrupto de san Isidro al pastor que le enseñó un camino secreto por el que pudo obtener la victoria.

Siglos después, Felipe II se curó de una grave dolencia al beber el agua milagrosa de la pradera, pero fue Felipe III, por sobrenombre El Piadoso, el que se hizo llevar el cuerpo del santo hasta su alcoba del Alcázar para que le librara de una enfermedad maligna; en agradecimiento, inició los trámites para conseguir su canonización, aunque no llegó a verla pues murió en 1621 a los cuarenta y dos años.

Su sucesor, Felipe IV, el llamado muy exageradamente Rey Planeta, en 1661 fue proclamado rey en la plaza Mayor; ese mismo año, también en la plaza Mayor, se ajustició por corrupción a don Rodrigo Calderón, amigo del valido de Felipe III. Y un año después acogió las fiestas de la canonización de los cuatro españoles con celebraciones religiosas y profanas: teatro, música, bailes, toros, fuegos artificiales… La plaza Mayor servía para todo.

Los reyes españoles estaban muy interesados en que los festejos por la canonización del madrileño san Isidro, fueran extraordinarios, ya que así se afianzaba Madrid como capital del mundo hispánico, en aquellos momentos uno de los mayores imperios de la historia.

Posteriormente, ya en el siglo XVIII, también Carlos III, que no dudó en expulsar de España a la Compañía de Jesús, se hizo visitar por san Isidro con buen resultado. Desde entonces, el cuerpo de san Isidro se trasladó a la iglesia de los jesuitas que había quedado sin dueño y allí permanece en una urna de plata, regalo de los plateros de Madrid. Allí vivió, más o menos escondido, los avatares de la guerra de la independencia de Napoleón y la guerra civil española. Y allí acoge a los madrileños y españoles que quieran ganar el jubileo de este Año Santo otorgado por la Santa Sede.

Pintura y poesía isidriles

Domingo de Mendoza (1549-1624) era un fraile dominico residente en el convento de la virgen de Atocha, la más antigua patrona de la ciudad de Madrid, especial protectora de los reyes de España y patrona de la monarquía.

Este dominico se había especializado en promover a santos españoles en Roma, entre ellos a san Isidro del que, además de conocer el códice del Juan del Diácono, había recogido material sobre su vida y milagros desde que empezó el proceso de beatificación en 1593. Quizás fuese el que mejor lo conocía, ya que había estudiado e investigado en los archivos de la villa y pueblos de los alrededores. Su trabajo, junto con el apoyo incluso pecuniario del Ayuntamiento madrileño y posteriormente del rey, consiguieron su beatificación en 1619 y posterior canonización.

Fray Domingo de Mendoza tenía también el deseo de promocionar las tradiciones religiosas en Madrid, como por ejemplo las procesiones de Semana Santa y cofradías. Esta vocación publicista le llevó a ofrecer los datos que había recogido sobre san Isidro a Lope de Vega que, al parecer, incluso llegó testificar en su proceso de canonización. Tampoco hacía falta mucha documentación porque todos los madrileños tenían noticia de la vida y milagros de san Isidro conocidos por tradición.

A Lope se le encargó la organización de un certamen literario con el nombre de Relación de las fiestas en la canonización de san Isidro y compuso además una obra de 10.000 versos titulada Isidro con gran éxito editorial, ya que consiguió reeditarse seis veces.

La iconografía de san Isidro es muy amplia. Empezando por las pinturas sobre la primera arca donde se depositó el cuerpo de san Isidro, siguiendo por lienzos anónimos, hasta las obras de pintores más conocidos como Alonso del Arco, José Leonardo, Juan van der Hamen, Francisco Ribalta, Bartolomé González, Alonso Cano e incluso Francisco de Goya. En todos aparece san Isidro ataviado con ropas ocres y atuendo de labrador del siglo XVII, acompañado de los aperos propios de su trabajo y generalmente sobre un paisaje campestre. El milagro de los bueyes arando es el que tiene mayor representación; también el del pozo cuyo mejor exponente es el lienzo de Alonso Cano que se conserva en el Museo del Prado [en la imagen principal]. Algunas de estas obras se pueden visitar en la muestra que a propósito de estas canonizaciones se exponen en la madrileña Casa Museo Lope de Vega.

Las paradojas del santo

«San Isidro fue amable a Dios y a los hombres; y siendo un simple labrador, tuvo la ciencia y la fortaleza de los santos». Así empieza la biografía de Juan el Diácono, recalcando esa primera paradoja de la vida de san Isidro: era sencillo, iletrado (aunque, según estudios posteriores, parece que sabía escribir), sin grandes pretensiones, pero consiguió la ciencia de los santos. Su humildad le llevó a ser preferido del pueblo al que pertenecía, pero obtuvo el favor de los reyes que obtuvieron milagros de él a pesar de que quizás le usaron para reafirmar sus legítimos poderes.

Vivió y murió en Madrid, pero su culto se ha extendido por otros lugares de España e Hispanoamérica. Hoy son muchas las ermitas de muchos pueblos dedicadas a san Isidro Labrador que se levantaron lindando con los campos de labor y que gracias al crecimiento de los últimos años han quedado engullidas dentro de sus calles.

Madrid sigue teniendo con orgullo como patrón a san Isidro Labrador, cuando esta ciudad, que ahora acoge a más de 3,3 millones de personas, ya hace tiempo que no tiene en su recinto ni alrededores campos cultivados.

Acogedor de rogativas, no es raro que en los días de su fiesta y para disgusto de algunos habitantes de ciudad, haga llegar la lluvia a los campos ya sedientos por los primeros calores de la primavera.

Un Isidro al que le tacharon sus vecinos de vago es hoy ejemplo del cristiano trabajador que no encuentra obstáculos para vivir su amistad con Dios en la vida diaria y que en su tiempo y también ahora muestra que no es necesario retirarse del mundo y olvidarse de formar una familia para ser modelo de santidad.

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