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Martes, 24 septiembre 2019 09:23

Fallece el diácono permanente José Luis Gómez Toledo

Fallece el diácono permanente José Luis Gómez Toledo

Este lunes, 23 de septiembre, fiesta de San Pio de Pietrelcina, ha fallecido José Luis Gómez Toledo, decano de los diáconos permanentes diocesanos de la Archidiócesis de Madrid. Casado con Merche, era padre de tres hijos y cuatro nietos.

En sus 28 años de fructífero ministerio desempeñó su servicio diaconal en una gran cantidad de ámbitos pastorales, todos ellos muy ligados al tema de la caridad, como en Cáritas y especialmente en la atención a las personas más marginadas de la sociedad, llegando a trasladarse como familia misionera a Guinea Ecuatorial. Actualmente desempeñaba su ministerio en la parroquia de Santa Catalina de Alejandría.

Bodas de plata de su ordenación diaconal

Con motivo de las bodas de plata de su ordenación diaconal, José Luis pronunció las siguientes palabras:

«Hoy, a mis 25 años de ser ordenado diácono, doy gracias, queridos hermanos, a Dios Padre todopoderoso que, en su providencia amorosa, me llamó desde el seno de mi madre a la fe y al diaconado. Doy gracias a Cristo Jesús que me hizo capaz, se fió de mí y me confió este ministerio diaconal. Doy gracias al Espíritu Santo, que, se derramó sobre mí, por manos de don Francisco Pérez y Fernández Golfín, entonces, obispo auxiliar de Madrid, hace 25 años y me ungió diacono, para siempre.

Doy gracias a la Iglesia, a mi iglesia, que me ha ido instruyendo en la fe, que me ha ido capacitando para el servicio y para seguir sirviendo a todos, sobre todo a los mas necesitados, todo el tiempo de mi vida, que me llamó hace 25 años y me sigue llamando ahora, por los caminos, que, la Providencia, ha considerado y siga considerando oportunos

Doy gracias a mi familia…..

Por eso a todos os digo: gracias sean dadas a Dios, Uno y Trino, Padre, Hijo, hermano y Espíritu. El Señor ha estado grande conmigo y estoy alegre, Él que es el Señor, reciba la gloria y la abalanza, ya que sin él, no soy absolutamente nada de nada.

Siempre me impresiona, queridos hermanos, y cada día mas, la frase que afirma que el ordenado, actúa en la persona de Jesucristo, pues rompe todos mis moldes, obligándome a actuar desde Dios y no desde mi gusto personal. Reconozco, que tras 25 años ordenado, y lo sé mejor que nadie, lo lejos que están mi vida y mi ministerio de esta realidad, en mi,  esta frase y otras del momento de la ordenación. Mi corazón y el alma, se estremecen, cuando, desde mi pequeñez, desde mi grisura, desde mi mediocridad, me paro a meditar, casi siempre en la oración, a quien represento, en nombre de quién actúo. Me consuela la confianza y la certeza de que Él es fiel y grande y que Él suple lo mucho, que falta en mi.

La palabra que se acaba de proclamar nos ilumina, también, para entender mejor la identidad y la misión del cristiano, pero especialmente la de mi diaconado. Soy el ciego del camino, que te busco Señor, para que ilumines mi vida y des luz a lo que soy y cuando ande por el camino, ilumine con tu palabra y no haga caer al pozo, a nadie,  con mi antitestimonio. Por ello, solo desde la alabanza, solo desde el Magníficat, acabo aceptando el misterio y la gracia, que supone ser padre de familia y diacono y tomar conciencia efectiva, de esa grandeza que Dios ha confiado, a mis humildes y pobres vasijas de barro, logrando hasta el día de hoy, no romperlas, solo arañarlas.

Por ello, por todo ello, hermanos, permitidme que esta tarde os confiese y proclame, junto a mi emoción y limitación personal, ante esta grandeza del ministerio, diaconal, que merece la pena ser diacono. Que necesitamos a nuestros hermanos sacerdotes, para ser su bastón, sus piernas y su boca, si hace falta, siempre en su compañía, nunca solos, nunca sin ellos. Nunca se nos olvide, que somos diáconos, servidores, siempre detrás, nunca delante. Que debemos hacer todo lo posible para ser el complemento que ellos necesitan, para llegar a la gente, sobre todo a la que ellos, no pueden llegar.

Os confieso, asimismo que según han ido pasando los años, me convenzo cada vez, mas, de que la clave del diacono, no es otra que el amor y que, por ello, el diacono, debemos ser testigos y servidores del Amor. Pero, eso sí, llenándonos, de él, cada día, para poder regalarlo, pues nadie da lo que no tiene. De ahí, la necesidad de una  vida interior, que reactualice la gracia de la imposición de manos. Se trata de una vida nutrida de la Eucaristía y de la Palabra de Dios, animada en la fidelidad matrimonial y en el gozo de la comunión eclesial. El diácono, que no somos nada sin Jesucristo y sin su Iglesia, estamos para servir el amor, un amor del que debo ser testigo en primera persona.

He descubierto, a lo largo del tiempo, que el mejor mensaje de ese amor, soy yo con el ejemplo de mi vida, como diría Angeloso: fray ejemplo.  Siendo testigo.

Nuestro mundo, tan lleno y repleto de palabras, de mensajes, de imágenes y de consignas, sólo se conmueve ante el testigo, solo se estremece ante el amor del testigo, de quien con sus cicatrice, cura las nuestras, de quien con sus llagas, sana las nuestras, de quien con su amor, nos cubre y nos reviste de amor, del Amor verdadero.

En mi juventud, se me quedó grabada la frase: Ámame más que a nadie en el mundo, para ser digno de mi. Os aseguro que no entendía nada de nada. Hoy sigo sin comprenderla del todo, pero es una deliciosa maravilla poder amar a mi Señor, sabiendo que solo É, Él solamente es el amor, y que me ha llamado a repartirlo a todos mis hermanos: la humanidad.

En este atardecer otoñal, con mis manos vacías y mi corazón conmovido, quiero proclamar mi compromiso, débil y, a la vez, convencido, de que solo una cosa es importante: el amor. El amor del Dios encarnado, crucificado en Jesucristo y resucitado, que me quiere: con mi delicioso matrimonio, diácono, clérigo, para siempre. Como os quiere a vosotros: testigos y servidores de su amor. Solo a Él la gloria y la alabanza, por los siglos, porque sólo Él, es ese amor».

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