Hay siempre en las casas de monjas un aire de hogar acogedor, de lugar seguro, de paz. En la de las Esclavas de la Virgen Dolorosa es muy palpable, además, la pulcritud y la armonía, aun con las muchas imágenes religiosas que adornan sus estancias. El lugar destacado lo ocupa la capilla, en la que reposan los restos de los cofundadores, Madre Esperanza y el padre Manuel Herranz. Los de su fundadora, Madre Desamparados y sus compañeras nunca se hallaron. Murieron en la guerra civil, todo apunta a que en la checa del Cuartel de la Montaña. No hay certeza, como tampoco cuerpos.
Pero sí olor a santidad, y por eso en 2004, en el mismo salón en el que hablamos con la madre Isabel, actual superiora, y con la hermana Maite, postuladora (en la imagen inferior, a la derecha), decidieron iniciar una investigación más exhaustiva sobre ellas para poder abrir una causa de beatificación. Las ayudó en estos comienzos el padre Ernesto Barea, claretiano, historiador, que además escribió una biografía y crónica de la vida y muerte de la fundadora. Ahora, la congregación está a punto de vivir un momento histórico con el cierre de la causa en su fase diocesana, que se celebra este martes 28 de octubre, en un acto presidido por el cardenal José Cobo, arzobispo de Madrid.
«Mañana será un día de mucha acción de gracias» para las hermanas. La postuladora de la causa lo expresa como el salmista, «cantaré eternamente las misericordias del Seños», quién le iba a decir a ella cuando empezaron que llegarían a este punto. La madre superiora está deseando que llegue el día «y que pase, porque contar con mártires en la congregación es motivo de mucho orgullo». Y la postuladora añade que este «es el máximo regalo que nos puede hacer el Señor: es posible vivir y ser fieles, igual que lo ha sido nuestra madre».

Mujer de carácter fuerte
María Guadalupe Serneguet y Gállego nació en Valencia el 15 de septiembre de 1887. Era hija de Mariano, un empresario de una industria de fundición, y de Elena, y de jovencita quería ser bailarina. Una noche, sin permiso de su padre, se escapó junto a unas amigas para asistir a una fiesta. Mariano, «que fundía bronce pero también almas» — se sonríe la hermana Maite— la envió interna a las adoratrices. Esto cambiaría por completo el curso de su vida porque en ella se despertó su piedad e inclinación a la vida religiosa.
Ingresó en Madrid como Hija de Casa, la rama de las adoratrices para las que habían sido colegialas, y pronto se ganó la confianza de su superiora para ir resolviendo los casos que les llegaban, entre ellos los de muchachas solteras embarazadas, en una época en la que esto suponía rechazo familiar y desprecio social absolutos. Ante la imposibilidad de atenderlas, y puesto que no era la misión de las adoratrices —dedicadas a las situaciones de prostitución— María, tras un proceso de discernimiento, consiguió que las adoratrices la apoyaran, pero fuera de la congregación. También había contado con el apoyo inestimable del obispo Leopoldo Eijo y Garay. «Lo que esta mujer lleva en el corazón tiene sentido y fundamento», les dijo a las adoratrices.
El día 19 de marzo de 1935 se abre una casita para este fin en la calle Luisa Fernanda, 6, en el barrio de Argüelles, que se conocerá como Refugio Nuestra Señora del Amparo. Allí se traslada María Guadalupe, a quien se conocerá desde entonces como Madre Desamparados, con algunas compañeras Hijas de Casa, y se inicia así la Congregación Esclavas del Espíritu Santo y de la Caridad.
En el padrón de aquel año aparecían censadas 20 personas en el Refugio. «Era una familia numerosa en plan cristiano», dice la hermana Maite, en la que se ayudaba a las mujeres «a ser madres y a sentirse queridas y acogidas; en aquella época qué hacían estas pobres criaturas…». En la casa atendían a las chicas hasta el parto; cuando daban a luz, los niños quedaban en la inclusa mientras las madres se recuperaban y, después, generalmente, se les buscaba trabaja en el servicio doméstico. La adoración eucarística marcó la espiritualidad de la fundadora, influenciada por su vida junto a las adoratrices. «Con que no se ofenda a Dios y se le ame un poco más, soy la mujer más feliz», decía.

El martirio
Lo que pasaron en los meses previos a su martirio fue «espeluznante». Viendo el devenir de los acontecimientos, Madre Desamparados anima a las acogidas y a las religiosas a abandonar la casa y buscar lugares seguros. Se suceden los registros, los interrogatorios, las vejaciones, las detenciones y liberaciones, pero la fundadora decide quedarse, porque «no va a abandonar su obra» y a sus acogidas. Qué verían en ella algunas, se pregunta la hermana Maite, para decir, «la suerte que corra usted, madre, será la nuestra; no nos vamos». Vivían ya desde hace tiempo, como en todas las congregaciones religiosas, un espíritu martirial. «Si me matan —decía Madre Desamparados— no os apuréis; pues si yo, una pobre mujercilla, soy capaz de hacer esto, que decís tan grande [sobre su obra], ¿qué será cuando esté en el cielo?».
Cuando fueron a detenerlas, en la casa había siete mujeres con ella: tres religiosas y cuatro madres. La causa abierta es la de Madre Desamparados y compañeras (hay dos de las que apenas se conocen sus nombres de pila). La fecha de la muerte, aunque tampoco es segura, se sitúa el 29 de noviembre de 1936. «Ahí parece que termina todo», resuelve la hermana Maite, pero no. El carisma de Madre Desamparados seguía vivo en jovencitas a las que no les había dado tiempo a ingresar en su recientísima congregación. «Os dejo lo mucho que he hecho en tan poco tiempo», parece que decía.
Y así es como este carisma llegó al conocimiento del padre Manuel Herranz, sacerdote en Carabanchel, que ya tenía de por sí la sensibilidad hacia mujeres en la situación de las que Madre Desamparados atendía. Eijo y Garay volvió a mostrar su entusiasmo en la continuación de la obra y, como a Madre Desamparados no le dio tiempo a formalizar su inscripción como congregación religiosa, se decidió inscribirla con un nuevo nombre, Esclavas de la Virgen Dolorosa, para para que el proceso no se demorara. El sacerdote recurrió a las adoratrices para buscar una primera superiora general: Madre Esperanza (su tumba, en la casa general de las Esclavas, en la imagen inferior).

En esos años establecen dos casas en Pinar de Chamartín, una para madres mayores de 30 años, y otra para menores de 30 años. A su vez, perciben que muchos de los embarazados se dan en mujeres con discapacidad intelectual que, precisamente por su condición, han sido víctimas de abusos. Esta intuición, que ya había tenido Madre Desamparados, las lleva a crear una rama de atención a estas situaciones. En la actualidad, la obra de Madre Desamparados continúa en Madrid gracias a la Casa General y a dos centros en Pozuelo.
Se han adaptado a la realidad de los tiempos, puesto que ahora la mayoría de las atendidas son madres migrantes. No ocurre así en las dos que tienen en México, donde «todavía siguen siendo lo que eran en nuestros inicios las madres solteras». Cuenta Madre Isabel que la primera que atendieron allá tenía 10 años y un bebé de meses. «En una visita les fui a dar chucherías a los niños y ella me puso la mano —cuenta madre Isabel—; “yo también soy niña”, me dijo».
Nos despedimos de las hermanas. La madre Isabel, preparado una cruz con claveles blancos y rojos que se colocará a los pies del cuadro de Madre Desamparados en el acto de clausura. Y la hermana Maite, con otra de sus descripciones sobre la fundadora: «Tenía que tener un corazón de madre que no cabe en el mundo; y la fuerza de luchar contra todo cuando tenía clara la voluntad de Dios».

