Tiempo de Pascua. «Volved a Galilea», les ha dicho Jesús a sus discípulos, al sitio donde lo conocieron. Al amor primero. A ese amor primero de su ordenación vuelven este viernes, 9 de mayo, los presbíteros de la diócesis, invitados a celebrar el jubileo de los sacerdotes en la catedral de la Almudena y al acto posterior en el Seminario Conciliar de Madrid con motivo de la festividad de san Juan de Ávila. Allí serán reconocidos los sacerdotes que este año cumplen sus bodas de plata y oro sacerdotales.
A Antonio García Rubio, 74 años de vida y 50 de sacerdocio, le tuvo que ordenar el entonces obispo auxiliar de Madrid José Manuel Estepa porque la Policía advirtió al cardenal Tarancón de que no saliera de casa. Era el 19 de marzo de 1975, cuando se cantaban aquello de «Tarancón al paredón». A falta de la Almudena, las ordenaciones se hacían en la colegiata de San Isidro, que hacía las veces de catedral. «Una época muy convulsa» en la que, por ejemplo, el día anterior se había suspendido una «asamblea eclesial en Vallecas con el obispo auxiliar Iniesta».
Pero a pesar de la situación, ese día era «la culminación de una parte del sueño de cada uno de nosotros con Dios», llegar un día a que «te consagren las manos». Sucedió el día de san José, al que Antonio tenía «como protector nato de mi vocación», y ese día nevó en Madrid, al igual que 24 años antes, cuando nació, en Guadalix de la Sierra.
En su primera etapa de sacerdocio tuvo una «experiencia muy intensa» que le marcó para siempre. Ya de diácono había sido enviado a Aranjuez, complicado en aquellos años. «La llamaban “la pequeña Rusia”». Allí vivió en la misma casa con siete curas diocesanos, algo que le hizo despertar a «la comunidad, la fraternidad, la comunión, el esfuerzo por tratar de comprender a los compañeros y que a mí me comprendiese y me aceptasen con todas las novedades que llegas de joven, y más en aquella época que salíamos lanzados todos».
El atractivo del consuelo de Dios
Óscar García Aguado y Ángel Luis Caballero recibieron el sacramento del Orden el 18 de junio del año 2000, el año del jubileo. Ellos ya sí en la catedral de la Almudena, y de manos del cardenal Antonio María Rouco Varela, arzobispo emérito de Madrid. Cuenta con gracia García Aguado, oriundo del barrio de San Blas, que en su ordenación, en el momento de la postración en el suelo mientras se cantan las letanías, él intentaba recolocarse porque «como yo soy muy grande, estaba un poco molesto». Y mientras «intentaba recolocar la postura» por riesgo de «asfixia», se dio cuenta de que a su lado José Antonio Álvarez, actual obispo auxiliar de Madrid, «estaba llorando de la emoción». «Me estoy perdiendo este momento —se reconvino—, tengo que ponerme también delante de Dios y decirle “qué grande eres”».
Siendo jovencillo conoció a Manuel Bru, actual delegado episcopal de Catequesis. Óscar cantaba en el coro de la parroquia y a Manuel lo destinaron allí. «Mi idea era que todos los sacerdotes eran mayores», pero Bru entonces tenía 27 años y esto le llamó poderosamente la atención. En el San Blas de los 80, años duros de la droga en los barrios periféricos de Madrid, Manuel los llamaba para cantar en los «funerales de vecinos» jóvenes muertos por sobredosis o en reyertas. «Yo veía que se consolaba a las madres» sobre todo por «lo que decía Manuel en la homilía». «Si yo fuera como Manuel, qué le diría a esta buena gente», se preguntaba él. Y entonces lo empezó a pensar: «Este ministerio a mí me gusta». El atractivo del consuelo, «de ver cómo Dios consolaba a la gente», fue el germen para que surgiera en él la vocación.
Con los años, García Aguado reconoce que «he sido muy feliz, pero también he sufrido muchísimo». Ha tenido «miedo», y no lo esconde. «Miedo porque veía que se rompían los pilares fundamentales de la Iglesia en donde yo estaba: la comunión, la fraternidad, la misión». También, al igual que García Rubio, habla de la fraternidad sacerdotal. «Como decía uno de mi curso, “la relación que tenemos a mí me salva”». De hecho, comen todas las semanas juntos y cuando llega un aniversario, se dedican un día o dos de comunión para ellos. Y así, «se iban sumando los años pero también se iban sumando las mitras», ríe, aludiendo a la ordenación episcopal de sus compañeros Santos Montoya (2018) y de José Antonio Álvarez (2024).
«Ahora mismo firmo otros 25 años más»
Caballero, por su parte, recuerda el sentimiento de «gozo y de estar desbordado» del día de su ordenación. Día de calor, de personas, de encuentros, de sensaciones. Nacido en Barajas, hijo de padre trabajador de Iberia, «desde pequeño siempre quise volar alto». Su vida estaba muy encaminada así a la aviación, pero a los 19 años su directora espiritual le hizo la pregunta: «¿Tú alguna vez te has planteado que a lo mejor el Señor te está llamando?». Pues no, nunca se lo había planteado, y «fue como una bomba que detonó todo un proceso».
Igual que García Aguado, habla del dolor, la dificultad y el sufrimiento en este tiempo, «porque cuando te entregas y lo das todo, tienes muchos riesgos». Pero echando la vista atrás, «estoy abrumado por la cantidad de personas, de experiencias buenísimas, y me llena de felicidad». Y se acuerda de jóvenes, matrimonios, familias, enfermos… que «me han hecho como persona y con sacerdote» y le dabn las fuerzas «para seguir adelante». Y se sorprende, porque aunque parezca que uno tiene muchas capacidades y hace un montón de cosas, dice, «al final quien está haciendo realmente es Él». «Ahora mismo firmo otros 25 años más».
Enamorados de Cristo para que otros se enamoren de Él
«Yo lo que quiero es que se enamore la gente de Jesús». Esto es lo que mueve a Óscar. «Estoy enamorado profundamente del Señor y quiero que la gente se enamore de Él». En esto coincide García Rubio, él que nació del posconcilio, de ese redescubrir los laicos. «Que realmente conozcan a Cristo» es su vida. Y también Caballero, cuyo lema sacerdotal precisamente es la frase de san Pablo, «no soy yo, sino es Cristo que vive en mí». «Me encantaría poder ayudar a otros para que se enamoren como yo me he enamorado del Señor».