«¡Paz a vosotros!». Es el saludo que hace el Resucitado. Suena bien en nuestro mundo. Es todo un signo comenzar juntos esta Eucaristía abrazando también nuestras tradiciones y abriéndonos juntos a esta llamada del Señor de ser sacramento de unidad en medio de un mundo dividido y herido. Esa es la vocación de Pentecostés. Abrazamos hoy especialmente vuestra tradición, la tradición de la Iglesia armenia, con vuestra inagotable capacidad de florecer en la adversidad y de dar frutos a través de la santidad y la sabiduría de vuestros santos y mártires, la cultura de vuestros doctores y pensadores, y ese arte de tallar la roca y en ella el signo de la cruz como árbol de vida, testigo de la victoria de la fe sobre todo fuerza adversa del mundo y siempre, como cualquier cruz, signo de reconciliación, paz y entrega de la vida. Nos disponemos a caminar juntos con nuestras diversidades, pero la clave de nuestro encuentro es lo que hoy celebramos.

Hemos escuchado: «Pues todos nosotros, judíos y griegos, esclavos y libres, hemos sido bautizados en un mismo Espíritu, para formar un solo cuerpo. Todos hemos bebido de un solo Espíritu». Pentecostés, nuestra fiesta, abre las puertas hoy y ese anuncio de paz se produce en todos nuestros miedos. Así les sucedió a los apóstoles aquel día y así sucede cada vez que, como esta mañana, atinamos a estar juntos y a ponernos delante del Espíritu. A veces podemos andar encerrados en la tentación de vivir como siempre, por nuestros propios medios. Son esos caminos en los que no contamos con Dios, estos caminos en los que siempre estamos encerrados y siempre en el mismo lugar. Entonces irrumpe el Espíritu y todo cambia. Donde había miedo, ahora surge la valentía.

Fijaos como estaba la comunidad, aquella comunidad de Pentecostés. Creo que estamos como ellos muchas veces. Con ese corazón encerrado y al tiempo hambriento, necesitado y pobre. La respuesta de los discípulos estaba como la nuestra y a veces no había estado a la altura de Jesús: tras la pasión de Cristo habían huido, se habían fragmentado y habían sido presa del miedo. Cada uno buscó salvarse por sí mismo, pensando solamente en su propio interés. Y nos parece normal porque eso a veces nos sucede a nosotros: en momentos de miedo y tensión salimos por donde podemos.

Muchos dejaron la comunidad de Jerusalén, unos, camino de Emaús, otros volvieron a Galilea a sus trabajos, pero hubo un momento en el que Jesús los fue reuniendo y aprendieron antes que nada a estar juntos, como hoy aquí estamos juntos. Y allí donde no llegaban, allí donde habían perdido la esperanza, allí donde hubo un momento donde tocaron fondo, llegó el Espíritu. Allí donde estaban sin espíritu, fueron tocados por el Espíritu de Jesús. La respuesta de Dios a nuestra fragilidad y a lo que no llegamos, es el don del Espíritu Santo y es lo más grande que hemos recibido por medio de nuestro bautismo. El Espíritu Santo es el don de los dones. Es la misma presencia actuante y dinámica de Dios en nuestro interior. Es el alfarero que nos va moldeando por dentro, el que moldea todas nuestras actitudes y transforma el hombre y la mujer vieja, todo el antiguo y todo lo que está plagado de miedos y de pecado, y lo hace nuevo y nos renueva como renovó a los primeros cristianos. Nos conduce a la comunidad.

Yo os invito a que hoy aprendamos a reconocer el paso de Dios y el paso del Espíritu porque está entre nosotros y sigue actuando. A veces vamos tan ocupados en el día a día que hemos perdido este don de reconocerlo y señalarlo porque es como esa suave brisa que siempre nos acaricia y en los momentos más insospechados es la que nos da vida. Es esa fortaleza que encontramos cuando nos sentimos pobres y pequeños. Contempladla, no os perdáis en esta fiesta el subrayar en qué momentos de nuestra vida el Espíritu ha actuado. Y casi siempre con un mismo don: cuando sentimos el límite, allí interviene Dios y nos ayuda a vivir las cosas de otra manera.

No nos soluciona los problemas, pero nos ayuda a afrontar la vida de otra forma. Esta es la clave de Pentecostés: presentarle nuestros miedos, estar juntos, reconocer nuestros límites y dejar que actúe creando Iglesia. Dejad espacio a Dios en nuestra vida. Si miramos por encima, no dejaremos espacio a Dios. Si dejamos espacio a Dios y si señalamos su actuación, en segundo lugar, vemos que el Espíritu hoy en la Palabra nos dice que actúa en medio de la diversidad, eso que nos da tanto miedo en la vida. El Espíritu Santo crea la diversidad, pero es también el que crea la armonía, No imponiendo un orden rígido, sino infundiendo paz y unidad desde la diversidad de dones y carisma que cada uno percibe.

El Espíritu Santo no elimina las diferencias ni culturales ni personales, pero las armoniza, creando unidad en la diversidad. Esta armonía es la que se refleja la Iglesia y que estamos llamados a afrontar. Esta armonía a la que el Papa Francisco nos va llamando en clave sinodal: a mirar unidos a una misión y a dejar el Espíritu vaya armonizando los distintos carismas y dones. El Espíritu Santo es el que hace la Iglesia: sigamos construyendo esta Iglesia, no uniformemente, sino armonizando la diversidad y dejando que sea el Espíritu el alfarero.

Queridos hermanos, la diversidad no es mala. El Espíritu allí actúa. Seamos capaces de abrazar la diversidad y de reconocer allí la presencia de Dios. «La paz os dejo», dice el Señor. Y es la que nos presenta hoy y es la que necesita un mundo en guerra y polarizado. «¡Paz a vosotros! Como el Padre me ha enviado, así os envío yo». Pero juntos, en una única misión. Dice que, en este momento, Jesús exhala su Espíritu sobre los apóstoles y nos da un poder. Sí, el poder de la Iglesia, el perdón. Si queremos recibir la paz, recibiremos el poder y la autoridad que nos da el perdón. 

No tenemos otro. Es el que el Señor nos ha concedido. Ejerzamos hoy también nuestra apertura de corazón para recibir la capacidad de perdonar. Seamos transmisores de esa paz a través de la unidad, de la armonía en medio de la diversidad, a través del reconocimiento de la acción de Dios y a través de este don que se nos entrega, el don del perdón para llevar la paz a nuestro mundo dividido y que la necesita. Fijaos bien, Dios cuenta con nosotros para llevar esa paz a nuestro mundo.

Media

Sabemos que la creación entera hasta el presente gime y sufre dolores de parto. Y no solo ella. Nosotros en ella, aunque poseemos las primicias del Espíritu, también andamos envueltos en dolor y sed, como dolor y sed tiene nuestro mundo. No nos olvidamos de las inquietantes guerras y las situaciones de violencia y polarización que vivimos. No nos olvidamos de la crisis ecológica donde cada día más nos cuesta entender que somos creados y que vivimos en una Casa Común. No olvidamos las crisis económicas que, aunque se hable poco de ellas, cada vez dejan más víctimas. Y esta cultura de la indiferencia y del descarte que cuando surge alguna corriente de esperanza inmediatamente la absorben y la apagan. Eso lleva a que, en nuestro tiempo, cada día más, vivimos con desesperanza y con poca alegría.

Hoy, después de un día que habéis estado trabajando, en esta Vigilia, y donde nos reunimos y agradecemos el haber hecho el esfuerzo de venir esta tarde, juntos, de distintos movimientos y asociaciones. Juntos hacemos posible que resuene esto que dice Jesús: “Si alguno tiene sed venga a mí y beba el que crea en mí”. Y como dice la Escritura: “De su seno correrán ríos de agua viva”. Jesús es el río de agua viva del Espíritu Santo. Esa agua que brota de su corazón y de su costado que se atravesó y se abrió por una lanza y es esa fuente la que va lavando y la que va llenando nuestro mundo, pero a través nuestro. Somos el cauce de esta agua.

Hoy dice Jesús a nuestro mundo, y lo dice desde cada Iglesia y lo pronuncia desde cada lugar donde esta noche se reúnen a escuchar la Palabra de Dios, que, ante la sed de este mundo, Él tiene el agua. Pero necesita portadores de esa agua. Necesita portadores y cauces de esa agua viva. No es que hoy recibamos al Espíritu o empecemos de cero: lo recibimos en nuestro bautismo.

Lo que hacemos esta tarde es tomar conciencia y ahondar que el Espíritu Santo habita en nosotros y así, siendo conscientes, podemos avivar su presencia, su fuerza y todo lo que implica. Ahondar en la fuerza del Espíritu es reconocer que somos hijos de Dios. Todos hijos de Dios. Y que el Espíritu es quien nos da y nos hace tomar conciencia de esa misma agua que participamos todos y de ese mismo bautismo en el que participamos todos, desempeñemos el ministerio que desempeñemos. El Espíritu, el tomar conciencia de Él, nos hace caer en la cuenta que Él es el quién nos ilumina para entender el Evangelio de Dios y que nos da fortaleza para hacer las obras de Jesús. Que la actuación de Jesús pasa por nuestra acogida y por nuestras manos y por todos nosotros. Que Jesús se pone en nuestras manos y por eso nos posibilita entenderlo y dejarnos iluminar por el Evangelio.

Si el Espíritu nos dice que somos hijos y nos posibilita entender el Evangelio, este último nos posibilita la oración. Sí, la mejor forma para entender el Espíritu y justo en este momento donde el Papa Francisco nos dice que también es la mejor forma para entender este Jubileo que se nos convoca para el año que viene. La oración, quizás como un subrayado especial o como aquel momento de dejar traspasar la vida por la experiencia de Dios. No se trata de rezos, se trata de escuchar la voz de Dios. Es curioso que hay cristianos que les cuesta y que hablan mucho a Dios, pero no tienen experiencia de la escucha de Dios y de ponerse ante su mirada. La oración nos introduce en ese diálogo y solo a través de ella seremos conscientes de cómo el Espíritu va pasando a lo largo de la vida y cómo la va a iluminando y hace que tenga valor y que sea lugar de Dios.

Dios, gracias al bautismo, nos capacita para vivir este misterio y este milagro. Dios nos capacita para mirar hacia adelante y agradecer este gran puzle que habéis presentado esta tarde. Que pueden ser piezas separadas, pero que quizás hoy en la Vigilia de Pentecostés tienen una llamada más. ¿Qué podríamos hacer? Esta tarde, renovando nuestro bautismo y con los distintos movimientos y asociaciones que venimos dentro de la vida de la Iglesia, yo os llamaría en primer lugar es a aprender y seguir escuchando a Dios en medio de nuestra ciudad. Si hay gritos tendremos que escuchar el gemido de Dios en medio de nuestra ciudad. Es lo que hizo Moisés y el pueblo de Israel como hemos escuchado en la Primera Lectura.

Y nos pregunta, hoy y esta tarde, si nosotros somos capaces de juntos escuchar el gemido de nuestro pueblo. Dios ha decidido intervenir y para eso envía a Moisés para liberar a su pueblo y suscitar esa experiencia de libertad. Dios que escucha, envía. Nosotros estamos llamados a escuchar antes de ser enviados. A veces cuando hablamos de escuchar o de ponernos en marcha, rápidamente nos preguntamos cómo nos tenemos que organizar. Yo no sé si el Espíritu sabe mucho de estructuras y de calendario, pero hay un previo. Si queremos cambiar, caminar y escuchar al Espíritu, antes que nada, tenemos que ahondar en la experiencia de escucha y sintonizar con el gemido del Señor. Se trata de abrir los ojos y los oídos, pero sobre todo de escuchar con el corazón. Solo entonces nos pondremos de verdad en camino y sentiremos dentro de nosotros el gozo y el fuego de Pentecostés. Ese fuego que nos impulsa a gritar a la gente de nuestra ciudad, a nuestros vecinos, a nuestras familias, que su esclavitud ha terminado y que Cristo es el que nos conduce a la ciudad del cielo y que da sentido a nuestra vida.
Hoy nos pide a los cristianos que escuchemos, pero que escuchemos juntos. Porque a veces cada uno escuchamos desde nuestro rincón. Hoy, como habéis hecho durante el día, es un buen ejercicio de ponernos juntos a la escucha de Dios.

Lo segundo que nos pide Jesús hoy, si queremos dar pasos, es beber de este manantial y dejar que el Espíritu Santo actúe en nosotros. Los que se dejan mover del Espíritu de Dios son los hijos de Dios y a veces lo que intentamos beber es en nuestras fuentes y cada uno tiene las suyas. A veces bebemos exclusivamente de nuestros movimientos, ideas, de lo de siempre, de nuestros libros o teologías, de nuestras fidelidades. Sí, y son buenas. Pentecostés lo que nos pone delante es una fuente mucho más grande, más amplia y honda. Solo cuando somos capaces de entrar en esa fuente y dar pasos más allá de lo nuestro y de lo mío, entonces entraremos a formar parte de esta gran corriente de la vida de la Iglesia. El Espíritu Santo es el alma de la Iglesia y, por tanto, hemos de poder tocarla porque es accesible. Es esa corriente que se nos da para que nosotros la entreguemos. Escuchad al Espíritu Santo. Porque no viene a resolvernos todo, pero viene a calmarnos la sed y no solo la tuya, sino la de nuestro mundo.

Beber del Espíritu Santo es estar en mi movimiento y en mi asociación creando el vínculo entre mi movimiento y asociación y ese grito de Dios y la vida de la Iglesia. Y nos convierte en instrumentos de ese manantial a los que hemos venido aquí esta tarde. Vínculos de escucha y de esta corriente. El Espíritu Santo siempre trae armonía. El que bebe de esta fuente se convierte en instrumento de armonía. Que no quiere decir uniformidad o que tengamos que ser todos iguales.

El Espíritu Santo también crea la diversidad, pero necesita corazones como los vuestros. Necesita bebedores de esta fuente que ahondando en el Espíritu se transformen en los elementos que vayan propiciando esta armonía. Eso es lo que quiere el Señor: no se trata de imponer nada, se trata de armonizar. Y esta noche recibimos también el envío y la misión de ser instrumentos de armonía para que todo suene conjuntamente y suene a Dios en tu movimiento y asociación, en tu familia y dónde estés. Que no haya notas disonantes. Y esa capacidad que nos da el Espíritu la puedes instrumentalizar y vivir. Puedes ser mediador de todo eso.

Y, en tercer lugar, si escuchamos y bebemos de esta fuente de armonía, quizás hoy el Espíritu nos está pidiendo dar pasos nuevos y salir de nuestros círculos de seguridad, como el Pueblo de Israel y como Jesús les propone a los discípulos. «Siempre ase ha hecho así»: quizás dentro de nuestra Iglesia es la frase que más escuchamos. ¿Por qué no nos atrevemos a dar el salto? ¿Por qué no nos atrevemos a dar un salto de armonía?

Hoy habéis estado trabajando sobre el significado de la sinodalidad: nos coloca en un piso distinto. No «siempre lo he hecho así», sino, ¿qué está pidiendo el Señor que hagamos juntos? ¿Qué está pidiendo el Señor que hagamos juntos en la Iglesia de Madrid? ¿Qué está pidiendo el Señor que armonicemos y que pongamos cada uno lo que tenemos? ¿Cómo hacemos sonar al Espíritu en la Iglesia de Madrid?

Para eso quizás hay que hacer cosas que no se han hecho nunca. Porque cada tiempo es distinto y esto significa un camino de oración y escucha de la Palabra, significa un camino de escucharnos unos a otros, de corazón a corazón, y esto significa crear, inventar, atreverse. Esto significa valorarnos, valorar el laicado, los que tienen más y los que tienen menos. Eso es un paso del Espíritu. Y trabajar en esa eclesiología y en esa Iglesia que es la que Dios va haciendo y que es integral y que va diciendo que Dios tiene un sueño sobre todos nosotros. Juntos. Y podemos realizarlo, más allá de las individualidades. «El que tenga sed que beba»: yo es lo que os invito esta noche. Beber de la Eucaristía y beber del Espíritu para sacar todo lo que llevamos dentro y para dejar que el Espíritu llegue allí donde a veces nosotros no llegamos.

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