Rita concreta en la cocina del comedor social San José de Carabanchel aquello de que «entre pucheros también anda el Señor», como decía santa Teresa de Ávila. Cada vez que esta mujer se pone a cocinar para los cerca de 500 beneficiarios de la Obra Social Álvaro del Portillo que acuden a las instalaciones, deja todo en manos de Dios. La clave para enfrentarse a los fogones y a esa cantidad de comidas es «mucha paciencia y mucho amor por los demás». Y luego ya «viene todo lo demás; lo haces con tanto cariño y tanto aprecio que todo sale bien». Las lentejas que remueve en una fuente inmensa son un claro ejemplo.
Ella es la jefa de cocina, llegada desde el comedor San José de la parroquia de San Ramón Nonato de Puente de Vallecas para enseñar a los que atienden el de Carabanchel. Abierto para cubrir las necesidades del barrio, el local es epicentro no solo de la atención del cuerpo, también del alma. Es el proyecto Amar siempre más, que la obra social puso en marcha hace años con el fin de evangelizar a los pobres haciéndolos a ellos protagonistas. Lo explica Susana Hortigosa, directora del proyecto: «Buscamos la santidad del beneficiario y su liderazgo, que les hace conscientes de que ellos son los responsables del comedor, y de que el comedor es suyo».
En el comedor no hay beneficiarios y voluntarios, «todos somos voluntarios», puntualiza Hortigosa, y esto les hace ver que «tienes mucho que aportar, que vales mucho y eres capaz de llevar un equipo, de sacar adelante y ayudar a otras familias, lo que revierte en tu propio crecimiento interior». Junto a ello, «al tratar con personas tan diferentes, de distintas culturas, se aprende paciencia, se aprende a querer a otros», beneficiándose las propias familias de los voluntarios. «Aprendiendo a querer a los compañeros, a los demás voluntarios, aprendemos a querer mejor dentro de nuestra propia familia», destaca la directora.
Además, «al estar tratando con personas necesitadas, con personas con heridas, estamos tratando con Cristo mismo, de tal manera que este voluntariado es un acercamiento a Dios». Es, en definitiva, una atención integral a los más vulnerables en su dimensión social, familiar y espiritual, que les hace a ellos responsables de su propia vida para «romper el círculo de la pobreza sostenida».
Ayudando a ayudar
En la inmensa sala del comedor nos recibe Katherine, que acudió en diciembre como beneficiaria y ahora es, además, una de las encargadas. Esta joven de 22 años llegó hace dos desde El Salvador con su novio con el objetivo de ayudar a su familia allá y, en algún momento, «traerme a mi mamá aquí». Trabajaba limpiando pisos turísticos, pero con la pandemia se quedó en el paro. Con la tarjeta de asilo, pero sin papeles, aguantaron al principio con ahorros y las horas que le iban saliendo a su novio, hasta que ya no pudieron más.
«La idea es que todos los beneficiarios hagamos el voluntariado porque es la forma de adentrarnos más» en el proyecto. Para ella, su forma de agradecer todo lo que ha recibido en el comedor San José «es ayudando a ayudar». Nos enseña el almacén, donde llegan las donaciones –«los martes y los viernes vamos a recoger género a Mercamadrid»– y que actualmente está lleno de patatas. «Llevávamos tiempo sin que nos vinieran», se sonríe Katherine, que añade que «el menú se va adaptando a lo que tengamos».
Hay dos tipos de entregas: de lunes a domingo, la comida hecha para llevar –cada beneficiario lleva su táper y se rellena en función de las personas que haya en casa–; y los viernes y sábados, además, se reparten los productos no perecederos en la entrega de carritos, que llaman. Para los carritos cuentan con ayuda adicional de voluntarios universitarios. Casi 100 personas acuden diariamente a por su ración –que se complementa con fruta, yogures, leche, porque «a los de táper hay que cuidarlos y consentirlos»– y unas 400 para los carritos.
Mientras hablamos con Katehrine, unos mayores charlan en las mesas del comedor. Son los del grupo Simeón, voluntarios-beneficiarios que también acuden para estar juntos, compartir vidas, rezar… «En este grupo queremos mucho a una señora que se llama alegría», señala Amparo. Y el resto asiente, la sonrisa detrás de la mascarilla, pero con sus dolores a cuestas. A Antonio lo conocen el comedor como san Pedro porque es el de las llaves. «Si yo no estoy, esto no se abre», y todos ríen. Su mujer está enferma y sobreviven gracias a la chatarra que ocasionalmente él pueda ir vendiendo. Primer dolor. Rafael fue profesor en su tierra, Venezuela, y ahora es el director de apoyo escolar de Amar siempre más en Carabanchel. Lo veremos recogiendo después su táper para llevarlo a casa con ración para cuatro personas. Segundo dolor.
Enriqueta, de Perú, es la encargada de cuidar y mantener limpio y ordenado el oratorio que hay en las instalaciones. Lleva seis operaciones a sus espaldas y nos cuenta, así del tirón sin apenas respirar, una sucesión de dificultades familiares y de todo tipo. Tercer dolor. Y entonces Amparo, voluntaria solo, de origen colombiano, abuela de cuatro niños, que era jueza en su país y este año ha comenzado a estudiar en la Universidad San Dámaso, coge la guitarra que tiene al lado y entona el Clavelitos. Lo han estado ensayando estos días. Ya lo decía ella, la alegría está invitada al grupo.
La capilla, en el centro
La capilla que cuida a Enriqueta está en el centro de las instalaciones, y no solo físicamente. Es pequeñita, pero constituye un oasis para descansar y rezar. Preside un gran crucifijo y las vírgenes patronas de todo el mundo. «Como este comedor acoge a todas las personas de todos los países...», cuenta Enriqueta. Y Susana Hortigosa añade que se trata de que «cada uno se sienta en casa, que todos se sientan acogidos por su Madre». Cuando nos vayamos, veremos a san Pedro recogido en oración. Y allí dejaron un día unos niños, en el altarcito, su tesoro más preciado como regalo para la Virgen: un dinosaurio de juguete.
Sí, el proyecto Amar siempre más también atiende a los más pequeños, hijos de beneficiarios y voluntarios. Acuden a formación como complemento de las catequesis que tienen en sus parroquias, tienen juegos, cuenta cuentos, manualidades, el apoyo escolar del que hablaba Rafael, y los últimos minutos rezan un ratito todos juntos. Y la lista de actividades continúa en la sede del comedor: orientación laboral, formación familiar, clases de inglés, cursos de geriatría o de lectoescritura, grupo de alcohólicos anónimos, grupos de oración y alabanza, retiros, convivencias... «Intentamos que en el comedor haya un ambiente de familia», concluye la directora.
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