Queridos hermanos y hermanas:

1.- ¡Es un don poder celebrar esta Misa Jubilar en la que vosotros, migrantes y refugiados, hacéis visible el rostro universal de la Iglesia! Hoy esta catedral se convierte en una casa donde caben todos los pueblos, todos los acentos, todos los colores del Evangelio. Esto es el Reino de Dios presente y creciendo entre nosotros.

Mis primeras palabras son para vosotros, que habéis tenido que dejar vuestra tierra, vuestras raíces, vuestras familias, buscando un futuro mejor. En nombre de la Iglesia que peregrina en Madrid, os digo de corazón que la Iglesia quiere ser vuestra casa. No sois extraños. Esta Iglesia os quiere, os necesita y da gracias a Dios por vuestra presencia. Vuestra fe, vuestra esperanza, vuestro camino hasta llegar aquí y vuestra lucha diaria, nos animan y nos fortalecen.

Es bueno preguntarnos: ¿qué os diferencia en la manera de mirarnos unos a otros? ¿Qué nos diferencia en la manera de mirarnos a los ojos? Los partidos políticos de todo signo suelen convertir vuestro drama migratorio en cálculo electoral. El mundo suele dividir: habla de “nosotros” y de “ellos”, de “nacionales” y de “extranjeros”. Vuestras vidas, vuestro dolor, se convierten muchas veces en instrumento de intereses políticos o ideológicos. Pero en la Iglesia no hay “ellos” y “nosotros”. En Cristo solo existe un único nosotros, una única familia humana. Dios no tiene miedo de miraros a los ojos; y nosotros, como Iglesia, tampoco, vengáis de donde vengáis. En vuestra mirada vemos reflejado el rostro de Jesús, pobre, migrante, refugiado. Y en esa mirada reconocemos la riqueza espiritual y humana que traéis, la semilla de vida nueva que sembráis entre nosotros. Vemos personas, no problemas o etiquetas.

2.- Las lecturas de hoy nos iluminan y nos ayudan a entender este momento jubilar.

El profeta Habacuc eleva su grito a Dios, que sigue presente: “¿Hasta cuándo, Señor?”. Es el clamor de los que sufren violencia, desplazamiento, injusticia. 

¡Cuánto cuesta escuchar hoy el grito los que sufren! El Salmo nos invita a escuchar allí, en el grito de los que sufren la voz del Señor, y a no endurecer el corazón. Europa se ha vuelto un poco sorda a Dios. El Señor ha desaparecido del horizonte de la vida de sus pueblos y, sin darnos cuenta, eso nos lleva a actuar con falta de compasión, a anestesiarnos ante el dolor ajeno, a adormecer el anhelo de justicia y cruzarnos de brazos ante el empeño en la universalización de los derechos.

Por eso, vuestra presencia, hermanos migrantes, es una llamada viva para seguir peregrinando juntos para escuchar la voz de Dios sobre nosotros.  Nos invitáis a tener un corazón de carne, sensible, hospitalario; un corazón que entiende que la migración y el asilo son cuestión de justicia y de derechos humanos, no de ideologías ni de fronteras.

Queremos una migración segura, ordenada y humana. Debemos poner todos los medios para respetar el derecho a migrar y, también, el derecho a permanecer en el país de origen. Pero no podemos hacer de la integración una carrera de obstáculos donde solo sobreviven los más fuertes, o los que logran sortear una burocracia sin alma, o los que han sabido aprovechar mejor las fisuras del sistema. No. La dignidad no se gana, se reconoce.

San Pablo, en la carta a Timoteo, habla de un “espíritu de fortaleza”. Y es verdad: en vosotros vemos ese espíritu de fortaleza en nuestras comunidades. Como Timoteo —hijo de padre griego y madre judía— también vosotros sois signo de esa Iglesia donde ya no hay judío ni griego, esclavo ni libre, hombre ni mujer, porque todos somos uno en Cristo Jesús. Esa es nuestra Iglesia.

Gracias por revitalizar nuestras parroquias con vuestra fe viva, con vuestras canciones, vuestras celebraciones, vuestros rostros. La Iglesia necesita de esta integración, y necesita vuestro fuego, vuestra esperanza, vuestra manera concreta de vivir el Evangelio.

Damos gracias por esa evangélica red de parroquias y comunidades que están sabiendo acoger, por la Mesa de la Hospitalidad y por tantos que integran la diversidad en nuestros barrios y pueblos con total normalidad. Así se construye el Reino de Dios: abriendo puertas, no levantando muros.

Como pedíamos los obispos no hace mucho, queremos construir comunidades acogedoras y misioneras. Comunidades donde cada persona se sienta reconocida como hijo de Abraham, el arameo errante; donde cada historia migrante sea mirada como camino de fe, como una peregrinación interior que nos acerca a Cristo.

3.- “Señor, auméntanos la fe”, es la súplica de los apóstoles. También nosotros la repetimos hoy. A esta petición Jesús responde con una lección de humildad: “Somos siervos inútiles, hemos hecho lo que teníamos que hacer”.

Humildad es la clave para aumentar la fe, es la clave para escuchar a Cristo. La fe verdadera no se mide por su tamaño, sino por su raíz. Y la raíz está en el amor humilde, en servir sin buscar recompensas, en hacer el bien porque ese es el camino de Cristo.

Para no olvidar la hospitalidad, no hay nada como la humildad del encuentro personal. Mirar a los ojos frente a todo intento de instrumentalizar los desplazamientos forzosos y de cosificar a las personas que los padecen.

Frente a la intoxicación ideológica, el uso partidista del sufrimiento, los discursos de rechazo —que a veces se cuelan también en nuestra Iglesia—, el olvido de las causas y el dolor de los desplazamientos obligados, tenemos que dar a conocer los numerosos relatos positivos de integración y de participación de los migrantes y refugiados en la Iglesia y en la sociedad.

Muchas de vuestras vidas, hermanos y hermanas migrantes, son la narrativa más efectiva y vital que destruye todos los prejuicios.

Las migraciones están siendo utilizadas como “ariete geoestratégico” y una forma de guerra híbrida para polarizar a la opinión pública, desestabilizarnos e inocular el virus del “miedo al diferente”. En un mundo que usa las migraciones como arma política, nuestra Iglesia solo tiene una respuesta: la defensa pacífica y radical de la vida y de la dignidad humana, en todas sus etapas y circunstancias.

Muchos de vosotros seguís siendo invisibles ante la ley, pero sois imprescindibles para la vida cotidiana: recogéis cosechas, limpiáis hogares, cuidáis mayores, trabajáis donde pocos quieren hacerlo. Sois el corazón silencioso de nuestras ciudades. Y sois también ejemplo de familia, de vínculos fuertes, de sacrificio generoso. No perdáis esa riqueza. Cuidar la familia es cuidar el alma.

Sí. Necesitamos escuchar vuestro testimonio de vida y vuestro relato de superación y de solidaridad familiar a kilómetros de distancia. Vuestros esfuerzos por integraros y formar una nueva ciudadanía. Nos ayudáis a entender mejor la propuesta jubilar de esperanza. Los migrantes y refugiados conserváis el carácter de nuestros abuelos: la cultura del esfuerzo, el coraje de salir de la tierra propia para buscar un futuro mejor, el sacrificio para legar una vida más justa a los descendientes.

Por eso, la persona desplazada forzosamente tiene un carácter sacramental y se convierte en un lugar de Dios. Por eso somos invitados no solo a ayudar y acoger, cómo no, sino también a descubrir cómo manifiestan sus vidas cotidianas la presencia de Cristo encarnado.

Por eso hoy, como los apóstoles, decimos juntos: “Señor, auméntanos la fe”. Una fe que se apoya en el Evangelio, que pone su confianza en Jesús y que defiende siempre a los más vulnerables. Y, en ese mismo espíritu, la Iglesia quiere seguir defendiendo los derechos de quienes viven entre nosotros, trabajan entre nosotros y ya son parte de nuestra sociedad. La hospitalidad no es una opción, es un deber moral y social. Nadie debería vivir en la sombra.

Fiel a ese espíritu, es bueno recordar hoy que la Iglesia respalda la Iniciativa Legislativa Popular para que las personas que han echado raíces entre nosotros, conviven pacíficamente entre nosotros y trabajan en la economía sumergida, puedan aflorar y participar en los deberes y derechos colectivos. Mantener en la economía sumergida y en un limbo jurídico a quienes comparten vida honrada con nosotros, es olvidar la moral y apostar por los problemas y la descohesión social. “La hospitalidad no es una opción, es un deber moral y social”, dijo con rotundidad la Conferencia Episcopal Española[1]. Así es. Rotundamente, nadie debería permanecer en situación de ilegalidad, sobre todo después de haber mostrado con hechos y con su vida su empeño por integrarse.

Queridos hermanos y hermanas migrantes, sois “peregrinos de esperanza”. Gracias por enseñarnos a ser una Iglesia que arriesga, que sale de sus zonas de seguridad, que abre sus puertas a los demás. Gracias porque con vuestra fe hacéis fuerte la nuestra, porque nos recordáis que la fraternidad es una realidad siempre en continua construcción. Para hacerla posible, para seguir posibilitando el plan de Dios, pidamos juntos en esta Eucaristía: “Señor, auméntanos la fe”.

[1] Nota sobre Migraciones y hospitalidad, 2023.

Media

Queridos hermanos y hermanas: 

Hoy hemos entrado todos por la misma Puerta. Ese gesto lo haremos sacramento en esta Eucaristía. En la vida tenemos muchas entradas, tenemos muchas posibilidades que se abren a nuestro paso. A menudo competimos por elegir una u otra puerta, pero hoy el Señor nos ha abierto una amplia puerta nueva y jubilar, y hemos entrado por ella.

Venimos como peregrinos de esperanza y ponemos nuestra vocación en manos del Señor para educar y catequizar con esperanza.

Hace poco el Papa León XIV nos recordaba con fuerza: «¡Cuánto necesita el futuro hombres y mujeres que sean testigos de esperanza!» (2 agosto 2025). Y esto es verdad: que en el futuro haya personas capaces de vivir con esperanza depende, en gran medida, de vosotros, educadores y catequistas. Porque sois llamados, vocacionados, a sembrar en la mente y en el corazón de niños, adolescentes y jóvenes razones para esperar, motivos para vivir día a día con confianza.

1.- Hoy las lecturas iluminan este peregrinaje y esta entrada conjunta como pueblo en Dios. Somos testigos de la fe en Cristo Jesús, y por eso estamos llamados a sembrar esperanza en aquellos que Dios nos ha confiado. No los hemos elegido ni han venido por simple casualidad, Dios os los ha confiado en la escuela o en la parroquia.

San Pablo lo decía con palabras llenas de entusiasmo: «¡Qué hermosos los pies de los que anuncian la Buena Noticia del bien!» (Rom 10,15). Y eso sois vosotros: portadores de la buena noticia, que cada día se hace concreta en los procesos de iniciación cristiana y en los procesos educativos. En unos, con la misión de conducir al discipulado de Cristo. En otros, para transmitir los valores de Cristo.  Y, en todos, para engendrar vida, para despertar el deseo del bien y la alegría de vivir en Dios.

2.- Cuando Jesús ascendió al cielo nos dejó una misión muy clara para todos, que está inserta en el bautismo de todo cristiano, en ese que hemos recibido y, gracias él, estamos aquí, gracias a la fuerza que nos da el bautismo. En ese bautismo se nos marcó a fuego diciéndonos: «Id, pues, y haced discípulos a todos los pueblos, bautizándolos… enseñándoles a guardar todo lo que os he mandado» (Mt 28,19-20).

Y eso sois vosotros, que venís hoy aquí desde el manantial del bautismo de cada uno y de vuestra vocación; vosotros sois la vanguardia de esa misión. Porque hacer discípulos y bautizar toca de lleno a los que estáis metidos en los procesos de iniciación cristiana. Porque el bautismo es el que entreteje el proceso de discipulado, y se trata de presentarles lo que es la fe cristiana. Dejemos a un lado la preparación para un momento y dediquémonos a hacer cristianos, y contadlo así. El cristiano es aquel que se prepara, que hace un proceso y que guarda la Palabra, esa Palabra que le acompaña en los procesos a través de los sacramentos, pero que es un proceso largo que no se termina. No iniciéis para un momento.

La catequesis se convierte en una enseñanza: hacer memoria de Dios, dejar que la Palabra toque el corazón y transforme la vida, y haga así cristianos.

Hacer discípulos y bautizar, este es el mandato. Pero también Jesús continua con el mandato: enseñar a guardar lo que os he enseñado. No se agota en la catequesis, sino que se prolonga en toda la educación cristiana. No se reduce a la clase de religión, sino que atraviesa todos los ámbitos de la formación humana. Así lo recordaba el Concilio Vaticano II: “La escuela es lugar privilegiado donde el cristiano puede crecer según la nueva criatura que es en el bautismo, iluminando la cultura, el conocimiento y la vida desde la fe”. (cf. Gravissimum educationis, 8). 

Así «La educación cristiana es un acto de esperanza: cree en la posibilidad de crecimiento del hombre redimido por Cristo.» (Catechesi tradendae, 60), cree en la posibilidad de crecimiento de la persona, y vosotros sois los instrumentos de esa esperanza.

Tanto en la catequesis como en la escuela sabéis bien que nada de esto sería posible si no hay comunidad. La fe solo crece en una comunidad que celebra, anuncia y vive la fe, la esperanza y la caridad. Porque todo se sostiene en la promesa del Señor: «Yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo» (Mt 28,20). Posibilitad el desemboque en las comunidades. Sed constructores de comunidades. Si no, la catequesis y la educación no se sostienen.

Tanto en la catequesis parroquial como en la educación escolar, la Iglesia nos recuerda que hemos de ser fieles en dos direcciones: fidelidad a Dios y fidelidad al hombre, O como recoge el Directorio para la Catequesis: fidelidad al mensaje y fidelidad a la persona en el contexto en que vive (DC, 95).

La fidelidad al mensaje supone respetar los procesos, la gradualidad, el tiempo que necesita cada persona para descubrir y confiar en el misterio de Dios (cf. DC, 179). Porque, como nos enseñó Benedicto XVI, uno no se hace cristiano por una idea o una decisión ética, sino por el encuentro con una Persona, con Cristo vivo (Deus caritas est, 1). Y ahí necesitamos procesos, tiempos, en la catequesis y en la educación; se trata de mostrar los signos de la acción de Dios en la persona y ayudar a descubrir la presencia de Dios en su vida, para luego proponer el Evangelio como fuerza transformadora que da pleno sentido a la existencia (cf. DC, 179).

Pero también está la fidelidad a la persona, a su situación concreta, a lo que son cada uno de ellos. Y sabemos que en Madrid nuestros niños y jóvenes viven situaciones a veces muy complicadas: la soledad, la desmotivación y la confusión. 

3.- Tres notas que, para ser atentos a la persona, nos preocupan en los niños, adolescentes y jóvenes, esos que vienen y que Dios nos entrega en nuestras parroquias y en nuestros colegios: la soledad, la desmotivación, y la confusión, a las que a nosotros nos toca dar respuesta como “peregrinos y mensajeros de la esperanza”. Frente a eso, entrando por esta puerta y siendo peregrinos de esperanza, nuestra misión es clara, tendremos que salir por la misma puerta que hemos entrado con una misión: acompañar, generar vida y anunciar esperanza.

Acompañar.
La soledad reclama compañía. León XIV nos recordaba hace poco: «Apoyar la cabeza en un hombro que te consuela, que llora contigo y te da fuerza, es una medicina de la que nadie puede privarse, porque es signo de amor» (15 septiembre 2025). Eso es lo que hacéis vosotros. No dais clase ni catequesis a grupos anónimos, sino a personas concretas. 

Acompañar los procesos de iniciación cristiana en la catequesis y acompañar procesos de maduración personal en la educación escolar, no es para vosotros solo un acicate y un criterio educativo, sino que es vuestra seña de identidad, el modo de vivir el amor al prójimo con aquellos que la Iglesia, la familia y la escuela os han encomendado. Especialmente si la vulnerabilidad de su juventud o de su infancia lleva consigo otras vulnerabilidades consecuencia de los entornos de pobreza y marginalidad en los que muchos de ellos viven.

Acompañarlos significa quererlos con un amor atento, uno a uno. Conocéis sus nombres, sus familias, sus estados de ánimo, sus capacidades y problemas. Y, sobre todo, los queréis. Ellos lo saben, aunque no lo digan. Y ese amor es el que queda a lo largo de toda la vida, y es el que un día reconocerán porque les marcó en su conciencia y en su vida, 

El buen maestro y el buen catequista no moldean, acompañan. No imponen, sino que despiertan lo que el Espíritu ya ha sembrado.

Generar. Estáis llamados a generar, a generar vida. 

La desmotivación reclama vida con sentido. Hay jóvenes sin esperanza; es triste comprobarlo, porque sin ella el futuro se hace opaco y los sueños se apagan. Es cierto que no siempre podéis cambiar sus circunstancias, ni evitar los condicionamientos familiares o sociales que los golpean. Pero sí podéis estar ahí, a su lado, para generar vida: vida verdadera, vida plena. Porque la Iglesia, a través de vuestra misión -siendo instrumentos de ella– no es solo maestra; a través de vosotros la Iglesia es madre que engendra y da vida. 

Sabemos que en lo profundo de todo ser humano habita un anhelo de plenitud, de belleza, de verdad, de amor. Vosotros ayudáis a despertar ese anhelo y a mostrar que solo en Cristo se encuentra la respuesta. (Fratelli tutti, 55). Estáis llamados a generar vida, ayudándolos a encontrar el sentido de la vida, una y otra vez, en cada etapa de su proceso de crecimiento y de maduración personal. Pero no solo y no tanto con vuestro saber, sino más bien compartiendo con ellos esa sabiduría que se nos ha dado por gracia. Y, por tanto, siendo para ellos esa fuente, ese manantial donde siempre podrán encontrar vida, donde siempre podrán saciar su sed de Dios.  «Educar y catequizar es sembrar en el corazón de las personas algo que dará fruto cuando Dios quiera», nos decía el papa Francisco.

Anunciar la Esperanza

La confusión de nuestro mundo pide la luz de la fe, y esa luz llega siempre a través del anuncio. San Pablo lo dijo con claridad: «¿Cómo creerán en aquel de quien no han oído hablar? ¿Cómo oirán hablar de Él sin nadie que lo anuncie?» (Rom 10,14). Vuestra tarea, en este mundo a veces oscuro, en la catequesis y en la escuela, es anunciar de muchas formas: unas veces con gestos de paciencia y ternura, otras con palabras claras y directas, otras con silencio y coherencia de vida.

Anunciar, porque el Evangelio nunca excluye a nadie. Todos tienen derecho a escuchar que Jesús es camino, verdad y vida (Jn 14,6). Y, tanto con el anuncio implícito como con el explícito, concurren en hacer “discípulos” de Cristo, y en “enseñarles a guardar” lo que él nos ha mandado. 

Queridos hermanos y hermanas. Al final, todo se resume en esto: acompañaréis a quienes se os confían en sus procesos de crecimiento, generaréis la vida de Dios en ellos, vida plena y con sentido, y les anunciaréis el Evangelio que salva y da esperanza. Así, seremos juntos testigos de esperanza y, gracias a vosotros, muchos niños, adolescentes y jóvenes se constituirán también en testigos de esperanza.

La misa terminará y saldremos juntos por esta puerta, pero saldremos como pueblo, llamados a estar juntos, llamados a experimentar la indulgencia de Dios y su misericordia, y a sembrar aquello que hemos celebrado.

Gracias por hacerlo, gracias por ser peregrinos de esperanza, y gracias por ser instrumentos de Dios e instrumentos de la Iglesia.


ENVIO FINAL

JUBILEO DE ENSEÑANZA Y CATEQUESIS

Terminamos poniéndonos en marcha y aprendiendo a peregrinar por el mismo camino, y saliendo juntos por la misma puerta por la que hemos sido acogidos. 

Caminando juntos tenemos la certeza de que esta Iglesia de Madrid no se queda sin el anuncio de Jesucristo, porque si doce discípulos desplegaron el anuncio inicial, los que estáis aquí seguro desplegaréis el mejor anuncio de la bondad del Evangelio. No dejéis de anunciar y vivir juntos esta misión.

Gracias por vuestra tarea, por vuestro peregrinar, por vuestros sufrimientos a veces. Gracias. Seguid adelante.

Solo os pido una cosa, ya que estáis educadores y catequistas: poneros de acuerdo y transitemos puentes entre nosotros, como hemos comenzado a hacer. Sed testigos para seguir imbricando las parroquias y los colegios católicos. Todos compartimos una única misión, no tenemos que competir, nos jugamos el rostro de Jesucristo. Que nos vean juntos y puedan en nuestra unidad descubrir el rostro de Cristo.

Ayudadnos unos a otros a conectar, porque el “Id y anunciad” que recibimos no es solo para ti, es para todos, y con un mandato de caminar con “nosotros” grande. Ayudadnos, como lo estáis haciendo. Creo que estamos en un tiempo precioso. Ayudadnos a no solo coordinar, sino a sentir juntos sin competencias, sin dobles líneas, sin individualismos. No es tiempo de particularismos. 

Si alguien puede establecer vínculos entre el colegio y la parroquia, que lo haga, ponérselo fácil. Si alguien de la parroquia puede ir al colegio, que vaya y haga notar que lo importante es ir como Iglesia a cada chaval integralmente. Y lo que podáis hacer a aunar, no dejéis de hacerlo.  ¿No es el mismo Jesucristo? ¿No es la misma misión que va a la vida, más allá de la del colegio o de la parroquia?

Viéndoos aquí PENSAMOS QUE ES POSIBLE, QUE VAMOS DANDO PASOS. Jesucristo va a seguir siendo anunciado, porque vosotros así lo hacéis y lo hacemos juntos como peregrinos de Esperanza.

Gracias por tantos desvelos. Gracias por ser puentes. Gracias por compartir esta única misión que todos tenemos. 

Y gracias a Dios porque se ha fiado de nosotros, de todos juntos. Y si se ha fiado, vamos a responder lo mejor posible con nuestra fe y nuestra manera de ponernos en marcha.

Gracias también a todos los sacerdotes que estáis aquí y también que estáis en esta labor de conectar, de hablar. Gracias a todos vosotros, catequistas y educadores, llamados a esta preciosa aventura. 

Recibimos la bendición del Señor para tener fuerza y para ser instrumentos de este mandato del Señor, de su bendición y de su esperanza a todos nosotros.

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