Queridos hermanos y hermanas,

que os habéis puesto en pie cuando se han dicho vuestros nombres y que es una forma bellísima de recordarnos el significado de ponerse en pie delante de la Iglesia para recibir hoy especialmente el abrazo y el envío a cada uno de vosotros: sacerdotes, consagrados y consagradas, familias. La vocación que vivís en cada uno de sus niveles, desde el laicado hasta el presbiterado, nos dice y nos señala hoy lo importante que es la vida de la misión y como hoy nos lo recordáis de una forma especial a toda la Iglesia. Desde pequeños nos dicen que lo bueno es ascender y ser reconocidos, ser tenidos en cuenta. Se nos dice que lo grande está en el cielo y siempre en lo alto. Cuando los discípulos buscan a Jesús, al amigo, cuando no lo ven como lo veían antes, los discípulos lo buscan en lo alto, por encima, pero resulta que ya no es como antes. Jesús hace con ellos toda una pedagogía que es necesario ver en la perspectiva de la vida. Jesús hace un proceso de ascenso muy peculiar.

El ascenso, para Él, es llegar al corazón del mundo: desde Belén, desde la cruz, desde la resurrección, Jesús lo que hace es vaciarse, poco a poco, para llegar al corazón del mundo y hoy lo contemplamos, como nos dice la Palabra de Dios, como la cabeza de un cuerpo que Él va constituyendo. La cabeza está en lo alto, pero lo que hace es coger el aire, dar vida a todo el cuerpo que Él va haciendo. Un cuerpo que hoy formamos y que nos sentimos tremendamente vinculados a esta cabeza porque sabemos que Jesús se vacía en nosotros, nos da su cuerpo, nos lo da para así seguir yendo al corazón del mundo. Ese es el objetivo de la ascensión.

Hoy somos parte de esta ascensión. Somos parte de este proceso de resurrección para el que Jesús cuenta con nosotros. Jesús quiere ir al corazón del mundo y por eso hoy nos envía confiándonos su cuerpo y la construcción de su cuerpo. La fuerza nos viene de este bautismo común, este que participamos todos y que es una fuerza, una consagración, no para ir cada uno por nuestro lado, sino para confluir en este cuerpo.

Por eso hoy, sí queridos amigos, interviene Jesús mismo y cuando os habéis puesto de pie es el mismo cuerpo de Cristo el que se pone en pie porque recibís el aire, el espíritu, el bautismo de Cristo y así nos lo hacéis recordar a todos nosotros. Hoy, contad con nuestra oración y con nuestro envío y en primer lugar contad con nuestro agradecimiento. Sí, gracias, gracias de verdad por recordarnos la misión y por recordarnos que merece la pena dar un paso adelante. Y que contamos con la fuerza del Señor para todo eso. Quedaros con nuestro agradecimiento y con el apoyo de toda la Iglesia, no solo ahora, sino también en los momentos más difíciles. También en las dificultades, porque cuando uno camina con la Iglesia y cuando cada uno de nosotros se lanza a una misión también atraviesa dificultades. Queremos estar allí y nos gustaría dar la talla como Iglesia que se preocupa de cada parte de su cuerpo. Gracias de verdad, gracias.

Y gracias también porque nos recordáis que somos enviados. Todos, no vais solos. Todo bautizado está llamado a la misión en la Iglesia y bajo su mandato. La misión, por tanto, la realizamos conjuntamente, nunca individualmente. En comunión con la comunidad eclesial y vosotros nos decís claramente que esto no va por iniciativa propia. Si hay alguno que en una situación muy particular lleva adelante una misión evangelizadora solo, siempre está conectado con nosotros y siempre en comunión con esta Iglesia que le ha enviado.

En efecto, no es casual que el Señor Jesús, cuando envía a la misión los discípulos siempre dice «id», siempre al menos de dos en dos. El testimonio de los cristianos, que se da a través de Cristo, siempre tiene este carácter comunitario. Por eso siempre se os llama, a partir de una comunidad, pero a construir una comunidad, por pequeña que sea porque en eso consiste llevar la misión. La esencia de la misión es dar testimonio de Cristo, de su vida, pasión, muerte y resurrección. Y de transmitir el amor de Cristo a la humanidad. Esa es vuestra tarea: es Cristo, es el Resucitado al que os enviamos a testimoniar y nos pedís que nosotros también, desde aquí, testimoniemos y compartamos.

Los misioneros no sois enviados a comunicaros a vosotros mismos. El centro es ofrecer a Cristo en vuestras palabras y en vuestras acciones anunciando esta gran corriente de salvación, de alegría y de franqueza que da Cristo, como los primeros apóstoles. Por lo tanto, os enviamos a evangelizar.

El Evangelio de hoy nos da a vosotros y a nosotros que estamos aquí los signos de esta evangelización y lo que nos acompañará no será el éxito o que todo el mundo nos aplauda. Fijaos, los signos de nuestra evangelización serán a echar demonios, aunque no se vea, a eliminar el mal allí donde esté. Donde hay un misionero, en cualquier ambiente, el mal se aleja. No porque hagamos cosas raras, sino porque está Jesús y porque es Él mismo el que está presente en cada ambiente y eso siempre aleja el mal. Seguid echando demonios. «Hablarán lenguas nuevas» que es el lenguaje del amor y ese todo el mundo lo entiende, siempre. No olvidéis que ese es el mejor traductor de cualquier lengua y todo el mundo lo va a comprender.

Dice Jesús que «tomarán serpientes en las manos y todo aquello que nos da miedo». Siempre digo que el tomar serpientes por las manos, aunque sea un poco desagradable, para nosotros es coger el toro por los cuernos. Afrontar el mal, afrontar las dificultades, no dejarlo para otro día. El testigo y el misionero coge con ardor porque viene de Jesucristo. «No le hacen daños los venenos»: por muchos que tenga nuestra vida y nuestro mundo. Nos pueden dejar algo tocados, pero no nos harán daños porque es Jesucristo el antídoto y es la comunidad la que nos da ese antídoto.

Y, por último, «impondrán las manos y sanarán». Esa es la misión. Sois y somos las manos de Cristo para sanar, no para abofetear ni para dividir o imponer, para sanar y para tocar las enfermedades de nuestro mundo y hacer que, por medio vuestro y por medio de nuestras comunidades, Jesucristo siga sanando a todo aquel que tiene una enfermedad de cuerpo o alma. Somos enviados para esto. Sentid que no estáis solos, queridos hermanos. Sentid, todos los que hemos venido aquí a esta catedral, que quedamos implicados en vuestra acción. Sentid que sois una forma de decirnos a todos lo que somos.

Y nos recordáis algo: que el Señor nos llama a cada uno de nosotros hoy. Sí, igual que a vosotros. El Señor nos llama a renovar nuestra vocación y nuestro envío. La felicidad es descubrir la intención que tiene Dios sobre todos nosotros y hoy, a todos los que aquí estamos aquí, nos ponemos en pie para ser enviado a donde la Iglesia nos dice. ¿Nos atrevemos a entender que la felicidad por ahí? ¿Qué la plenitud de nuestra vida va en hacer ese gesto que habéis hecho vosotros? Ponernos en pie y decir: voy donde la Iglesia me envíe porque sé que allí es el Señor el que me envía. Cristo nos llama a cada uno de nosotros por nuestro nombre. Hoy os invito a que cada uno de nosotros, mayores y pequeños, demos un paso de fe porque allí es donde Dios actúa. Él actúa y sigue haciéndonos misión. Cada uno de nosotros somos los que realizamos esa misión, con nuestra felicidad y con nuestro sí. Cristo sigue amando a su pueblo y sigue haciendo su cuerpo. Cristo asciende como cabeza, pero no se ha desatendido de todos nosotros. Cuenta con todos nosotros, con su cuerpo, con cada uno de nosotros para seguir viviendo y actualizando la resurrección.

Hoy Jesús, como cabeza, delante de Dios respira y le da gracias por vosotros. Y le da gracias por todos los que habéis venido a esta Misa y le da gracias por todos los que constituyen su Iglesia porque les acoge como su cuerpo. Agradezcamos este don y esta empresa a la que juntos, Dios nos envía y agradezcamos cada uno de los gestos, el que hagamos cada uno de nosotros y el que dais vosotros. No os olvidéis que no estáis solos y que Jesucristo respira y que es este cuerpo el que nos abraza y el que nos envía.

Media

Queridos hermanos sacerdotes:

Permitidme que, en estos aniversarios, os exprese la gratitud de todo el pueblo de Dios. Gracias por vuestra generosa entrega a la tarea pastoral, por vuestra disponibilidad permanente al servicio de la Iglesia diocesana, por vuestra fidelidad en medio de las dificultades. Y esto durante largos años: 25, 50; gracias de corazón por vuestra respuesta siempre ilusionada y en esperanza, por entender que estáis al servicio de una misión que es mucho más que un trabajo profesional, con horas de oficina.

La eucaristía es don y acción de gracias. Es nuestra fuente . Por eso es la misma eucaristía la que nos enseña a agradecer nuestra elección . Al CALOR de la eucaristía damos gracias a Dios que se fijó de nosotros, y nos concedió el ministerio de la reconciliación de todas las cosas en Cristo (cfr 2 Cor 5,16 ss)

La palabra de Dios que nos ofrece la liturgia en la fiesta de nuestro Patrón, San Juan de Ávila, nos ofrece la oportunidad para ahondar, y renovar así, nuestra identidad de presbíteros, discípulos-misioneros, en medio de este pueblo de Dios que se nos ha confiado, y hacerlo teniendo siempre como horizonte a este Madrid al que se nos envía, siempre en una única misión, a anunciar a cercanos y lejanos la buena noticia de Jesucristo.

Hoy, a la luz de la Palabra es Jesús quien nos dice de forma nueva y sencilla que “somos” sal y luz. Dos imágenes, que se remiten a dos realidades aparentemente contradictorias, pero que, sin embargo, hay que vivirlas integradas en nuestra identidad de “discípulos misioneros.” Cuando Jesús se dirige a sus discípulos los coloca en el nivel de las necesidades mayores: la sal y la luz. Son el más alto bien, pues sin ellos no se puede sobrevivir.

Cuando Jesús mira la tarea de la misión coloca a los discípulos como luz y sal. Aquí Jesús no se llama a sí mismo, sino a sus discípulos, la sal de la tierra y la luz. Los llama así porque por la llamada recibida se han transformado así y se han vinculado vitalmente a la tarea de dar sabor e iluminar. La llamada que hoy acogemos de nuevo transforma la existencia y nos convoca a ser lo que realmente somos.

Somos “sal”, es decir, llamados y enviados a ser “sal”, algo que se usa en pequeñas cantidades, como la levadura, como el grano de mostaza; que apenas se advierte, pero con un dinamismo que transforma, da sabor, y hace que los alimentos gusten y atraigan. Lo sabéis bien, la vida y la entrega pastoral de un cura transforma una parroquia cuando aporta el sabor de Cristo, eso es lo que construye una comunidad y extiende en el barrio ese sabor que hace atractivo al evangelio; Ser sal es aportar invisiblemente el sabor de la fraternidad que , como la sal, ayuda a conservar y curar heridas, y cuida a todos, que escucha y crea relaciones nuevas, que acompaña en el sufrimiento y enjuga lágrimas.

Como presbíteros de la Iglesia de Madrid, somos elegidos y enviados a dar sabor a nuestros barrios para que el evangelio guste y atraiga, y nuestra ciudad se haga más humana, más fraterna. Nosotros sacerdotes estemos atentos para que en nuestro presbiterio conservemos la comunión y la vinculación a la diocesis. Superando siempre la tentación de cambiar el sabor de la alegría ,de la comunión diocesana y la fraternidad sacerdotal, por el sabor amargo de la división, la desilusión, la desesperanza.

La sal, sencilla y humilde, contrasta con la llamada del Señor a ser también “luz”, con la misión de alumbrar; ser testigos que iluminan, pero no con luz propia, no somos protagonistas, no somos centrales eléctricas que producen luz, no somos sol, sino luna que refleja esa luz verdadera que vino a este mundo y alumbra a todo hombre: Jesucristo. Por eso aprendemos a iluminar sabiendo que el centro no somos nosotros sino la Iglesia, pueblo de Dios que en nombre de Jesucristo prende su luz en nosotros.

No hay contradicción en ser sal y luz. Habrá que discernir pastoralmente en qué momentos y en qué circunstancias es más conveniente ser sal o alumbrar; cuándo es más necesario iluminar veredas de peregrinos y cuándo sazonar de alegría y esperanza evangélicas a nuestras comunidades. Un discernimiento que solo es posible si el pastor camina en medio de su pueblo, toca la realidad, está atento a los cambios de los tiempos y aprende a discernir en clave de comunidad: con el pueblo encomendado y con el resto del presbiterio.

San Juan de Ávila nos muestra que ambas son tareas del pastor: su misma vida es un ejemplo que nos invita a imitarle. Doctor de la Iglesia, maestro de teólogos, enseñó desde la cátedra, pero a la vez, diríamos que “inculturizó” su enseñanza, exponiéndola en un lenguaje sencillo y comprensible en sus catecismos, sermones y misiones populares a la gente simple y sin letras de pueblos y aldeas. Su vida de pastor y su enseñanza de teólogo iluminan, como fuente de inspiración, el ministerio pastoral y la espiritualidad de los presbíteros.

Le tocó vivir en una coyuntura histórica que no se diferencia mucho de la nuestra; fue testigo de un cambio de época que conocemos como la edad moderna, y en una encrucijada eclesial difícil y compleja, en la que vivió una fidelidad inquebrantable a Jesucristo y un amor fiel a la Iglesia. Amor que siempre mostró, con valentía, en el deseo y en el esfuerzo por contribuir a un auténtico cambio que sabe iluminar una reforma eclesial para salir de la profunda crisis en que se encontraba .

Quizá nos ayude a enfocar las claves para acoger este cambio de época. El apuntó , entre otras propuestas, a la formación de los sacerdotes, a la creación de seminarios donde se impartiera una formación espiritual y pastoral, juntamente con un estudio serio de la teología, que él tanto cultivó y de la que fue maestro. Su teología es una teología pastoral, una teología apostólica en el camino de la misión y anuncio del evangelio, que nos puede servir también hoy, como inspiración en la formación de los futuros sacerdotes para una Iglesia sinodal y una tarea evangelizadora del mundo de hoy.

San Juan de Ávila, queridos sacerdotes, sigue siendo un Maestro de quién aprender su afán por escuchar y hacer vida la Palabra de Dios y ofrecerla al pueblo santo de Dios. Su teología, como dice el Papa Francisco, la hace de rodillas y por eso es un Pastor que nos ilumina para aprender el sentido real de la caridad pastoral y cómo acompasar el paso a cada persona, a cada grupo, a cada comunidad, a acoger y escuchar a todos en su situación. Es modelo del pastor que reúne, no divide y conduce el rebaño al único Pastor, Jesucristo, en su Iglesia.

Nos enseña a amar no al ideal de Iglesia sino a la realidad de la Iglesia que no siempre gusta, como a él no le gustaba la de su época, pero nos enseña a esforzamos en edificarla con amor, en esta época y en esta diócesis de Madrid, a cuya construcción todos estamos llamados a participar como discípulos misioneros. La sal y la luz se aportan porque faltan, son necesarios. Están llamados a disolverse en los insípido, en lo oscuro para dar resplandor. así

Gracias, de nuevo, por vuestra fidelidad al Señor que os consagró con el óleo santo y os envió a servir a esta Iglesia que peregrina en Madrid; gracias por el servicio como sal y luz que ejercéis juntos, en sinodalidad, con todo el presbiterio de esta diócesis y con el pueblo de Dios que agradece vuestras vidas y se une en este día a vuestra acción de gracias.

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